Deslizando algunos libros sobre el polvo de las estanterías me topé con la reticencia de un tomo malhumorado. Aferrado con sus tapas gruesas permaneció pegado a la madera, haciendo berrinche, cerrando y apretujando más aún las páginas para no despertar de su profundo letargo de más de veinte años. ¿Sería la pena por enfrentar un mundo virtual, lleno de enciclopedias que se envían en segundos por codificaciones binarias? ¿Sería que estaba teniendo un lúcido sueño donde podía controlar el contenido de sus páginas? Al intentar abrirlo me muerde, levantando con el estampe de páginas una pequeña nube polvosa.
¿Es materia que ya no se ubica con las teorías y postulados de la época actual? Quizá es extraer de un baúl un vestido de varias caídas de tela, y confrontarlo con uno moderno para ir a cenar y bailar después. La edad, sin embargo, no oculta la belleza. El contexto tampoco. Se muestra huraño, no quiere verle el rostro a la velocidad cibernética de algunos sabios sin pasta, los libros electrocutados que viajan por tubos y conexiones. No está, por desgracia, conectado. No hay cualidades de telepatía ni de teleliteratura.
La muerte de un libro no es por falta de longevidad. El huraño vivirá hasta que los azotes climáticos le deshagan la coraza o hasta que las salamandras del fuego degusten sus partes. Este libro no está muerto, sólo está olvidado y ha perdido la memoria, porque olvida que mis manos y ojos ya saborearon las páginas. Olvidé su contenido pero nunca su cara cuadrada de color blanco. Su carácter cambió, pero no su ideología. De no tener la pericia que poseo para sujetar a los ejemplares con letras, me hubiera devorado la sangre con el filo de una página azarosa. Lo detuve.
Lo dejo abierto en mi página favorita de esos tiempos. Allí bosteza: levanta sus páginas como si las fuera a contar, repasándolas de derecha a izquierda y después las regresa hasta quedar en donde lo dejé. Repaso con la yema de mi índice derecho un dibujo de una cara sonriente que hice a los cinco años. Los relieves de tinta se imprimían en mis dedos por aquellos tiempos. Se cierra bruscamente, soltando otra nube de polvo. Luego comienza a mostrarme las páginas donde hice acotaciones, una tras otra. A pesar de su ceguera me ha reconocido. Hora de volver a su horizontalidad, mientras sus hermanos duermen de pie. Hora de jugar a que el mundo no sabe nada, a que no traemos cables y nos contentamos con un mundo delimitado por dos pastas duras. Hora de volverme huraño y morder a un cibernauta.