Es bien sabido entre los escritores que una idea no apuntada no sólo va al olvido, sino que deambula como un fantasma eterno para toda la vida. Si uno decide no escribirla, primero vagará por la casa, usará los muebles, dará vueltas en la cama e intentará persuadir al escritor para que haga uso de ella. Se materializará como algún dolor de cabeza, una ansiedad nocturna, un insomnio arduamente manifestado. Por supuesto: el autor va a ignorar este tipo de mensajes elementales, porque la idea no tuvo ni siquiera un breve hospedaje en alguna libreta de mano.
Al pasar los días la idea comenzará a mutar en algo más complicado. Es capaz de manipular el espacio-tiempo para conseguir que algunos objetos pierdan el equilibrio o para mover milimétricamente un mueble y que el autor reciba algún golpe inusual en el dedo meñique del pie: "es menester recuperar lo perdido", "es prioritario que usted me recuerde". A estas alturas, demasiado tarde cuando las prisas agobian, el escritor aprenderá la esencia del combustible verdadero: tinta sobre papel, porque es el único alimento posible para la idea que está perdida, huérfana. De nueva cuenta: el creador de historias va a pasar por alto estas señales un poco más evidentes y las dará por mera casualidad.
El camino se complicará aun más: algunos focos van a fundirse y varios insectos van a entrar por las ventanas abiertas, a comanda de la idea que ahora ha elegido una habitación para implantarse y poder concentrar sus poderes. El cuarto elegido casi siempre es el estudio o la biblioteca pero ¡desgraciado el autor si la idea se asentara en la cama! Los personajes más excéntricos van a aparecer sobre la almohada, en el sueño profundo, con irremediables sobresaltos a altas horas de la madrugada. Es justamente en ese punto en el que hay que coger la libreta e intentar recuperar lo perdido, perseguir el rastro que ha dejado la idea, pellizcar el umbral del subconsciente que se asoma y extraerle de las fauces de la perdición la idea que ahora está ejecutando berrinches alterados. Advierto: aún estamos a tiempo de capturar lo que se nos fue, aún a tiempo de escribir lo que debe ser escrito.
Si por tercera vez el escritor no tuviese las agallas para darse cuenta de la terrible maldición que está sufriendo va a llegar entonces la complicidad y la fuga. La rencorosa idea sin habitáculo decente (ese espacio precioso en el papel donde debería obtener el trofeo de la inmortalidad) utilizará sus recursos para reclutar otras ideas sueltas que la apoyen. La energía mental va a ser constantemente succionada con una aspiradora invisible: el autor solamente pensará que es otro mal día, que la hoja en blanco lo vence, que no hay inspiración posible, que cualquier pretexto es bueno para no escribir. La realidad subyace para los que han visto el verdadero efecto: la idea inocente que se dejó ir al principio es ahora un subyugador y un verdugo. Se pondrá celosa en extremo y evitará que otras cosas sean escritas. Es primordial volver a la raíz de todo y sembrar cuanto antes la palabra extraviada.
Si aun con todas esas dificultades se comete la atrocidad de no escribir la idea, suplicante para existir, cobrará conciencia de sí misma. Se volverá una voz dentro y fuera de la cabeza. Volverá a la existencia como un espíritu con larga condena: ya no querrá ser un texto corto, porque ahora exigirá conocer el mundo; deseará convertirse en una novela de más de cien mil palabras. Acompañará al autor hasta sus reflexiones finales y no lo dejará en paz nunca. "Tú, castigador, el que nunca me escribió" susurrará a deshoras. Alcanzado ese punto (esperemos que no muy tarde) el autor por fin reconocerá que la idea ya existe como un ente con autonomía y bastará entonces que se calle (el escritor cretino ególatra) para que ella comience a dictar desde el otro lado del paralelismo actual cómo desea retratarse a sí misma en un libro.
Y allí, sin remedio alguno, el escritor ya no escribirá lo que le plazca. Irá guiado por una fuerza desconocida, conocerá personajes, entrará en un mundo extraño. Será, aunque duela un poco, un escribano que escucha y sólo escucha a la idea contarse y extenderse. Y si lo toma como algo benigno bien podría decir que son las musas que por fin le ayudan. No obstante, en el fondo sabemos que está a merced de lo que aquella criatura multidimensionalmente desarrollada le está haciendo, por necio, por no haber escuchado antes las súplicas y por no cargar con una libreta de bolsillo para anotar las ideas que aparecen por allí en la atmósfera.
Y sólo así se puede recuperar lo perdido...