Un día de muchos, caminando por costumbre, halló un paseante algo en el suelo que parecía estar agonizando. Lo tocó ligeramente con el pie para ver si le respondía, a ver si acaso se animaba a medias, o si se incorporaba después de un posible desmayo. El tirado movió los ojos tratando de enfocar al paseante, aún de pie y bastante intrigado. El suelo es duro, pero eso no importa. El agonizante no quiso hablar, pero ha dado señales de actividad. Nadie en su sano juicio dejaría a otro de la misma especie (o de diferente pero menor escala) tirado allí en el duro suelo, agonizando y sin comida. No es un juego, en verdad está débil, sólo mueve los ojos para intentar responder, pero se esfuerza demasiado. Así que el paseante decide cargarlo en el hombro derecho, se lo lleva para darle hospedaje temporal mientras se recupera.
En casa las situaciones más cómodas se revelan. La sala, el silencioso comedor, los ausentes que ocupan los cojines, hasta el lujoso piano, son dignos de admirarse. Brillantes. Es una pulcritud de ensueño. Se “respira” una atmósfera fantasmal pacífica. Las lámparas penumbrosas asoman su luz con timidez, iluminan los espacios en un juego secreto e inocente. La cama es otro mundo del que no se desea salir pronto y mucho menos en estas condiciones de agonía. Blanda, tan blanda, las cobijas no pesan. Se espera que el dueño de este hogar truene los dedos una sola vez para romper con la armonía.
Agoniza, pero ya es menos. Abre los ojos, recostado en la gran cama de dimensiones desproporcionadas. Es una cama con cuatro paredes, la habitación es un dormitorio verdadero, porque la cama ya lo ocupa todo. ¿Cómo llegó aquí? Porque el buen samaritano lo cargó con cortesía para que descanse. Y viene el alivio. Con asombro, descubre el invitado un desayuno a unos cuantos metros. Té, leche, jugo de naranja, panes untados con mermeladas diversas, cereal, fruta, quesos raros, chocolates con etiquetas de infinito. Y todo está en armonía, no se cae ni se ladea, tampoco se combina ni pretende derramarse sobre la cama. Por fin, intenta él acercar un brazo hasta el jugo de naranja y la cama se comporta como gelatina. Las ondas se propagan y las olas de la sábana verde amenazan con crear un desastre de comida. Nada. Nada se cae, y las olas van y vienen. Sin la menor cautela, él se incorpora y se pone a brincar para ver si así logra un pequeño desastre. Los objetos rebotan, media maroma en el aire y caen ordenados. Nada se quiebra, nada se tira, armonía incorruptible. Ya entra el anfitrión y se queda mirando el espectáculo. Pone los pies en la cama, que ya abarca la habitación desde la puerta, y sube y baja graciosamente en el mismo lugar, sin moverse, porque las ondas lo impulsan. Cruza los brazos.
El invitado continúa brincando, hace maromas, mortales, flits y flats, plix y plax, de ida y de regreso, malabarea con los objetos del desayuno, los arroja contra las paredes que también son cama y regresan a su posición original sin quebrarse ni derramarse. El anfitrión aplaude con diplomacia. Al escuchar las palmadas, el invitado se detiene y poco a poco el mar de sábanas se termina. La tempestad se vuelve calma. “Veo que ya estás mejor”, dice el anfitrión. “Agradezco de verdad que me hayas rescatado”, responde el invitado. Ya no agoniza. Después de las presentaciones formales, salen de la habitación cama y se sientan en los cojines, no sin antes correr a los ausentes que ya los ocupaban. El piano quiere escuchar toda la conversación en secreto, pero sin abrir la tapa que cubre los dientes musicales. Es majestuoso este mastodonte.
Toman el té en silencio. Comen galletas con jamón y parten un queso complicado que tiene espinas. “Hay que quitar bien los huesos de este queso”, propone el anfitrión, conocedor de muchas materias raras. El piano suspira un poco y levanta sus dientes ligeramente, haciéndose el desentendido. El anfitrión lo mira con dureza, con ojos que regañan y acusan. El piano retrocede un poco, pidiendo algunas disculpas en Sol mayor por entrometerse en lo que no debe.
— Ahora sí, dime. Pensé que por poco vivías —, comenta el anfitrión con una sonrisa carismática.
— Estuve cerca de la vida. Verdad que sí. Gracias por salvarme. ¿Sabes? Tuve una visión extraña, una visión del más allá.
— Cuéntame. Cuéntame con detalle.
El piano se acercó con astucia y agilidad, casi no se nota que cambió de posición. Quiere saber si después de la muerte, allá en la vida, los pianos existen. Le cuesta trabajo contener sus notas en su lugar. El anfitrión voltea de nuevo para regañarlo con la mirada, pero esta vez se muestra condescendiente y le permite quedarse haciéndole pensar que no se percató de su interés por husmear en la charla. Además, así son los pianos de entrometidos, metiendo los dientes musicales en todo. Y qué decir de los ausentes, que ahora merodeaban por la cocina, sin mover nada, tratando de no estar presentes en la sala. Al fin, el invitado reveló su descubrimiento del más allá.
— Había aire. Creo que estuve vivo por algunos minutos. Sentí unos golpes extraños en el pecho, como si una máquina biológica me proporcionara energía. Mucho ruido, voces, pero como por debajo del agua.
Dos minutos enteros para disfrutar de chocolates infinitos, hasta la saciedad.
— Me da gusto que no hayas vivido, para contarlo —, contesta el anfitrión, complacido y sonriendo carismáticamente.
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