En la ciudad, ¿es correcto quejarse de la lluvia? Ay, inunda las calles, desborda las alcantarillas, entorpece el tránsito, humedece la ropa nueva, echa a perder las escondidas billeteras, salpica a los despistados, asusta a los perezosos, despierta a los somnolientos.
Y sin embargo, es inofensiva. Sólo empapa. No sabe que estás vestido. Molesta porque no estamos desnudos como esculturas griegas, dispuestos a llenarnos de placer con cada gota sobre la piel.
Llanto y lluvia se confunden. Y allí, detrás de la ventana, el que se moja es tu reflejo, incólume.
En el campo, ¿es correcto gozar de la lluvia? Sana las cosechas, inquieta la tierra, perfuma a los animales, tamborilea en el tejado, arrulla a los niños, purifica las almas, provoca nostalgia.
Y allí, detrás de la ventana, el que se moja es el viajero, mientras mira al interior una cálida hoguera de una familia que se sienta a la mesa para la cena. Su reflejo: al temple, indemne, escurriendo lluvia dentro de una cabaña desconocida.