En la ciudad, ¿es correcto quejarse de la lluvia? Ay, inunda las calles, desborda las alcantarillas, entorpece el tránsito, humedece la ropa nueva, echa a perder las escondidas billeteras, salpica a los despistados, asusta a los perezosos, despierta a los somnolientos.
Y sin embargo, es inofensiva. Sólo empapa. No sabe que estás vestido. Molesta porque no estamos desnudos como esculturas griegas, dispuestos a llenarnos de placer con cada gota sobre la piel.
Llanto y lluvia se confunden. Y allí, detrás de la ventana, el que se moja es tu reflejo, incólume.
En el campo, ¿es correcto gozar de la lluvia? Sana las cosechas, inquieta la tierra, perfuma a los animales, tamborilea en el tejado, arrulla a los niños, purifica las almas, provoca nostalgia.
Y allí, detrás de la ventana, el que se moja es el viajero, mientras mira al interior una cálida hoguera de una familia que se sienta a la mesa para la cena. Su reflejo: al temple, indemne, escurriendo lluvia dentro de una cabaña desconocida.
Será acaso que en las grandes ciudades, en las atroces ciudades, nos dio por desvirtuar el correcto fluir del universo, o de la tierra, en todo caso. Y nos causa escozor aquello que en otros parajes es bendito y parte perfecta, verso eslabón que hace posible el acontecer de la poesía. Digamos pues que llover es buen pibote para tantas cosas, para desnudarse como propones para que la ropa no sea pretexto. O en todo caso no ponerse tan eróticos y sí ponerse más niños y recordar cómo en esos tiempos no importaba limpiarse los mocos con la camiseta, limpiarse los restos de la comida alrededor de la boca con la mangas, y mucho menos preocuparse por mojarse, porque hacerlo es un instinto tal vez primitivo de subversión contra esa gente que anda esperando a las afueras de las salidas del subterráneo para que amaine la arremetida triste y fresca del cielo. En fin, algo de lluvia, es un ingrediente siempre perfecto para encerrarse a escribir, o a beber café mientras se piensa en las posiblidades de un nuevo relato.
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