Desde la ventana superior podía observarse, a través del fino telescopio, la silueta de aquel demasiado romántico hombre. La lente escudriñadora, como ojo de la verdad, detectó entre sus manos el fino encaje de lencería negra que recién le había sustraído a la posible afortunada compañera.
Más a la derecha, sobre la silla acojinada, varias pantaletas rojas y negras tapizaban el entramado original de la tela. Sobre la mesa descansaban algunos sostenes, de encaje también, como si hubieran sido confrontados en batalla; y entre abolladuras se elevaba el erotismo.
Las zapatillas negras se asomaban, acechantes, por la esquina de la base de la cama, buscando un delicado pie al cual atrapar para recuperar la seductora compostura que originalmente traían desde el diseño.
Flotando con el aire del exterior, colgado en la ventana, el baby doll se transfiguraba en una preciosa mujer invisible que danzaba frente al espejo.
El telescopio acabó con todos los rincones de aquella habitación semi oscura. Pronto volvió a enfocar al hombre, romántico, vestido de frac; luego a sus manos: en ellas estaba prisionera una copa de vino a punto de agotarse. Y allí apareció el sentido de la escena: si toda aquella colección tuviera dueña, todo sería perfecto. Todo lo había comprado él. Escribió el guión para el momento ideal. Así que terminó de sorber el último trago de Memorias de Torrenegra, cauvernet sauvignon de 1970, y concluyó su velada con esta frase:
"Si existieras, amada mía, todo esto sería tuyo".
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