El llanto es un cielo que se descompone en cuestión de segundos. Se forra, pesa, ataca vívidamente a los árboles hasta hacerlos llorar también. Son lágrimas ácidas, saladas y dulces simultáneamente. No puede detenerse... cuando el cielo está para llorar, no hay consuelo divino ni humanamente posible.
Es allí bajo la tempestad relativa que se halla la paz absoluta. Se prescinde entonces del materialismo, de las dudas, de la prisa, se mueren los relojes y huyen las cabezas que no lleven paraguas. A plena agua de crepúsculo se llora a gusto, como si no importara nada en el mundo más que el estallido de las gotas en el rostro.
La mentira que nos han dicho siempre es que Sol se esfuma cuando interviene el llanto, mas no es así, pues llora pero desde arriba donde nada puede abordarlo por sorpresa. Justamente así, de tal modo elegante, con sutileza, sin ser vistos, lloran los soles de los violines. Trazados gentilmente con el arco-iris del ojo del intérprete. Allí comienza el proceso de destilación del llanto en melodía armoniosa. Y salvaguardar los silencios es propio del artista del llanto de Sol.
Cada vez que lloran los violines se espera un iris-arco al final del movimiento en clave de Sol. Ese gran "crescendo" que esperan las notas. Ese final sin final verdadero. Una escala menor, un problema menos, un poco de hilo para el fragmento de corazón que se separó la noche anterior. Entonces, el llanto de Sol no es un lujo, es un fin necesario. A cualquiera que haya llorado así se le hacen evidentes esas marcas en el iris: una especie de serpientes confrontadas intentando cruzar un puente.
Ya no será necesario preguntar por qué la madera ha cambiado de color. Después de empaparse adquiere otro matiz; reluce, acorde a su composición de cuerdas cansadas.
Todo violín majestuoso que tenga decoro, mostrará salpicaduras de otros tonos, prueba irrefutable de que se ha ejecutado en el terrible pero memorable llanto de Sol.
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