Nadie nos ha dicho que cada cabeza es un libro. Es más: nadie nos ha dicho que nuestras cabezas son bibliotecas. Trazamos las letras allí. O puede venir alguien más a escribir en nuestros pergaminos.
Yo le digo que cada cabeza es un perfecto conjunto de libros metidos en una biblioteca enorme que se expande o se contrae según las necesidades intelectuales.
Se escriben solos. Antes tenían plumas flotantes que se movían cadenciosamente sobre las páginas mientras los tinteros se movían en carritos. Ahora son digitales. Las letras van apareciendo, luminosas. Luego se apagan y se quedan grabadas en un libro que va y huye volando aún cuando no está terminado. Así de volátil es la mente.
No se sorprenda si por las noches le llega como en una explosión repentina, una idea maravillosa. Es que una ráfaga de libros ha cruzado un pasillo favorito del laberinto mental.
Tampoco se sorprenda si hay varios libros de cabeza. Duermen como murciélagos en las repisas más altas, porque les encanta vigilar todo. Se dejan caer y parece que se van a estrellar contra el suelo, reacomodando sus páginas unos segundos antes y ejecutando una maniobra de salvamento.
Y nunca se sorprenda cuando se estampen porque se quedaron dormidos. Allí sólo tendrá dolor de cabeza y querrá dormir para visitar su propia biblioteca.
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