Hoy tengo en mi casa un invitado muy especial. Allí, de pie junto a la puerta, mirándome serenamente bajo sus gafas redondas. El traje está perfecto, recién arreglado, de tintorería. Zapatos lustrosos y algo incómodos. Decir que es "mi" invitado es un atrevimiento demasiado duro, puesto que ha venido solo y se ha plantado allí. Después de señalarme con el dedo índice se sienta cómodamente en mi sofá y abre su maletín negro mate.
Si yo no lo he invitado, ¿entonces quién? Por algo conoce mi dirección, mi puerta, mi sala y mis cosas. Por algo abre el cajón donde reposan todos los bolígrafos y esconde los cuadernos con hojas que aún no han sido usadas. Por algo se quita las gafas y se le dibuja entre los labios una sonrisa grosera, soberbia. Pronto comienza a jugar con una pluma entre sus dedos.
La verdad es que ya lo he tenido varias veces allí y nunca le ofrezco nada. Ni galletas, ni té, ni café. Nada. Ya no digamos un vaso con agua. Normalmente revisa su reloj y a la hora se marcha. Al no contar con las libretas donde se sueltan mis ideas, enciendo la computadora. Abro el procesador de textos y entonces el elegante hombre se viene a mi lado para ver qué voy a escribir. Me impaciento, me incomodo, comienzo con una idea y la borro porque veo de reojo sus gestos desaprobatorios. No. No es un crítico.
Hay cierta inmunidad diplomática. No lo puedo correr de la casa ni puedo tocarlo, pero él tampoco puede ponerme un dedo encima. Por una cláusula no ha sido capaz de desconectarme la computadora sin previo aviso. Antes bien cuando consigo echar las letras de un párrafo pequeño, enciende su radio portátil y se escuchan los más terribles distractores. Juraría que he visto con mi visión periférica que me ha sacado la lengua, pero al voltear a verlo sigue con esa sonrisa grosera.
Si yo no lo he invitado ¿entonces quién? Las primeras veces que vino apostaba por psicólogo invertido: que me distrae en vez de escucharme. Con los dedos tambaleantes sobre las teclas, nacen algunas ideas y el hombre se me planta enfrente, atrás del monitor, respirando y retándome con la vista. Después de tener algún miedo escondido, me apropio de su sonrisa y de su soberbia. Comienzo a escribir como si se tratara de un río que recién nace. El pobre tipo respira agitadamente, arroja algunas cosas al suelo, resopla por la nariz, abre su maletin e intenta guardar todo lo que puede. Entre más escribo más se desespera.
Finalmente se marcha, no sin antes azotarme su tarjeta en la mesa con una mirada de "recomiéndame con tus colegas".
En la tarjeta se lee:
Markus Blockswift
Bloqueador profesional de escritores.
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