El bosque puede resultar pequeño cuando tres hermanos deciden mudarse allí, cada uno con su propia esposa. Aún resulta más pequeño cuando los tres son leñadores y se han dividido el bosque, previo acuerdo, delimitando los territorios por algunos parajes naturales: ora un río, ora un risco, ora unos troncos caídos o simplemente por unos árboles descomunales que destacan del resto. Hablemos del tamaño: el bosque no es pequeño, pero resulta de esta forma por la gran capacidad que tienen los hermanos para trazar rutas y elaborar mapas.
Hacia el sur, junto al río que cruza por los lindes, está la cabaña de Yoque. Habiendo tenido un fértil conocimiento sobre carpintería y aserraderos, no se le ha complicado un diseño de dos pisos, con muebles, sala, recámaras, estufa y cuarto de herramientas. Ha seleccionado esta zona por una junta anterior, donde se ha ganado varias partidas de póker. Ya se había decidido que el ganador se quedaría con el sur. Cuando los tres miraban el mapa, tuvieron que trazar muchas líneas rojas y azules y amarillas para fraccionar el bosque de la manera más equivalente posible. El mapa mostraba, más o menos, con deformidades, un círculo dividido en tres partes como un símbolo de paz.
A Yoque se le puede ver llegando a casa después de un día de trabajo. Abre la puerta y observa que la mesa sigue aún vacía. Carraspea un poco y pone sus toscas manos sobre la mesa, buscando a su esposa. Ella apenas terminaba la sopa y pronto se dispone a servirla. Yoque murmura varias "mm" mientras se queda viendo fijamente a la silla directamente frente a él, donde un conejo sostiene tenedor y cuchillo, relamiéndose. Yoque se pasea el índice y pulgar de la mano derecha por su frondoso bigote que le recuerda la espesura del bosque. Llega la esposa y Yoque sonríe, sólo para ver cómo ella sirve un platón de sopa al conejo. El hombretón, corpulento como un mueble, se afloja los tirantes del hombro y cruza los dedos mientras mira con envidia la sopa del conejo.
Algunos minutos después llega un cervatillo que ha entrado por la ventana abierta y ocupa otro lugar de la rectangular mesa. Al poco tiempo aparece un mapache, también incorporándose con tenedor y cuchillo. La esposa de Yoque, que llamaremos Yoca para no tener que usar pronombres, atiende al cervatillo y al mapache y se queda feliz viendo cómo intentan comer la sopa con tenedor y cuchillo. Yoque azota un puño sobre la mesa y congela el momento. Ojos de todos sobre él.
— ¿Y yo qué? —habla el hombretón, con suma desaprobación y coraje.
En ese momento, como si le hubiera caído el veinte a Yoca, la delgada mujer corre hacia la cocina y sirve temblorosa otro plato de sopa más, cogiendo tenedor y cuchillo. Al instante la sirve a Yoque, que hunde su tenedor en la sopa para comerla. Yoca mima a Yoque como si fuera un gran oso oloroso, mientras le juega la barba con las manos y le frota la camisa roja a cuadros negros. Después de unos inútiles intentos por retener la sopa en el tenedor, Yoque bota los cubiertos y sostiene el diminuto tazón con su enorme mano. Se la engulle en diez segundos y se limpia con el dorso. Los animales, con gesto desaprobatorio, menean la cabeza y se van indignados. Jamás se había visto tal osadía en el bosque. Se ve regresar sólo al conejo que ha vuelto para coger su tazón, su tenedor y su cuchillo; luego desaparece para comer la sopa en otra parte.
Si observamos bien el mapa imaginario que seguramente ya hemos construido en nuestra mente, veremos que al oeste están los territorios de Yaque. De los tres hermanos, éste ha tenido resignación por el lugar asignado, pues no le complace nada la idea de tener por frontera una senda rocosa que dificulta el traslado al pueblo. Delgado como es, ha preferido usar carretillas para transportar montones de piedra para la fabricación de su casa, que rompe un poco con el esquema tradicional de cabañas del bosque. Se ha hecho construir unos ventanales grandes para vigilar cuanto sea posible y ha omitido la chimenea por motivos de no contaminar. Bajo estos motivos, puede vérsele afuera de su cabaña asando dos o tres pescados que ha recibido de Yoque, a razón de pagar con algunos cortes de leña. A Yaque le hubiese gustado pescar él mismo, pero de acuerdo a las reglas no le es posible poner un pie cerca del río. Su esposa, de baja estatura y algo rechoncha, lo mira darle vueltas a un carpín en un asadón.
— Creo que la distribución está mal —, comenta ella con tono de angustia. —Verás, querido, a Yoque no le gustan los peces y está a un lado del río. ¿No te hubiera quedado mejor el sur? ¿No nos hubiera quedado a ambos mejor el sur? —y cruzaba los brazos desafiante.
Yaque la miraba entre parpadeos y volvía a su carpín asado que casi estaba listo.
— Tenemos que hacer algo, Yaque. Es una tarugada no poder pasearnos por el sur o por el este. Los mejores frutos están allí, ¿Por qué has aceptado por un tonto juego de póker? —continuaba Yaca son sus quejas.
En silencio total y dando mordiscos al carpín, Yaque se encoge de hombros, mira a Yaca como niño inocente y sólo atina a decir:
— Ya que.
Yaca, toda molesta por la pasividad de su esposo, se retira al interior de la cabaña donde aún puede vérsele cruzada de brazos y menando la cabeza a cada rato. Yaque intenta sacar los ojos del pez con una cuchara que tenía a la mano. Hay que ver que también, por alguna extraña regla, aquí sobraban las cucharas y faltaban los tenedores. Yaque se come hasta lo último de carne y arroja los huesos por allí para que algún ave de rapiña termine de roerlos. El hombrecillo se queda sentado un rato más, mirando el fuego y una cacerola sobre un hogar. Su complexión es más bien delicada pero de huesos fuertes y duros. Siempre se le ve usando camisas verdes a cuadros blancos.
Si volvemos nuevamente al mapa imaginario que ahora ya está más perfeccionado, veremos al este los territorios de Orayo. Nos parece que de las tres zonas, la más beneficiada es esta. Colinda al suroeste con un poco de río que ha hecho camino sinuoso y al oeste con árboles frutales. El hombre regular usa sombrero para no quemarse la piel y se le puede observar recostado sobre una hamaca que él mismo ha puesto entre dos grandes robles. Oraya, su esposa, está sentada junto a él haciendo algunos tejidos. La cabaña ha sido transportada desde el norte por una compañía de bajos precios, por lo que Orayo no ha tenido que construir nada. Ahora mismo, bajo esa sombra perpetua y tranquilidad verde, destaca la camisa azul a cuadros blancos.
En un momento de aburrición, Oraya se levanta y comienza a aventar castañas a unos animales que merodean cerca. Orayo suelta un periódico viejo que contiene un crucigrama y se levanta de inmediato. Se pone sus botas y se acerca con su esposa para unirse al juego. Mira a todos los animales que andan escondiéndose entre los arbustos y tras coger dos o tres castañas y apuntar bien, justo antes de lanzar una se escucha que dice:
— ¡Ora yo!
Después de un rato de arrojar castañas sin golpear ni una mísera perdiz, todo vuelve a la tranquilidad y Oraya se duerme en la hamaca. Mientras, Orayo recuerda su gusto por los animales y comienza a ver que se acerca un grupo de tres, conformado por un conejo, un cervatillo y un mapache, con sendos tenedores y tazones de sopa fría y aguada. Aún siguen intentando comerla a tenedorazos y Orayo se emociona. Coge también él un tenedor y con dos o tres "Ora yo, ora yo", intenta comerse la sopa del conejo.
De vuelta en el sur, Yoque se ha tirado sobre una porción de césped mientras Yoca acaricia con sus manos a un gorrioncillo amigable. Yoque se percata de esto y se apoya sobre sus hombros, mira fijamente a Yoca y le suelta varios "¿Y yo qué?". Temblorosa, Yoca suelta al gorrioncillo y ahora va a acariciar las barbas de su esposo.
Al oeste, Yaque duerme la siesta y cuando menos lo espera, una de las ramas de un árbol que da sombra a la cabaña, se quiebra ruidosamente, haciendo añicos un ventanal. Yaca se pone histérica y comienza a moverse por toda la casa, intentando levantar pedazos de cosas rotas. Yaque sólo ha volteado algo desconcertado y vuelto a su siesta. Cuando oye los gritos de su esposa, preguntándole si no va a hacer nada, Yaque sólo se encoge de hombros y suelta unos "ya que".
En este ir y venir de situaciones en las zonas de los tres hermanos, las esposas, consternadas, deciden acercarse al punto central donde convergen los tres territorios. Han aprovechado el momento en el que Yoque, Yaque y Orayo han decidido echar la siesta. Esta zona libre ha quedado marcada como un claro de bosque donde solea un poco. Se han dejado algunos tocones y mesas de madera para discutir cuestiones de vital importancia. A ellas les parece que aguzando la vista se pueden ver desde allí las tres cabañas al mismo tiempo, pero no están seguras. Una vez que se ha dispuesto la mesa con algunas confiterías, entablan un diálogo para quejarse cada cual de su respectivo esposo y cómo no toleran algunas actitudes de ellos. En el debate surge de repente una añoranza por el pasado de noviazgo, donde ellos hacían todo por ellas.
La siesta dura poco y los tres hermanos se han percatado ya de su temporal abandono, por lo que deciden buscar a sus esposas en las cabañas. Al no encontrarlas, se dirigen a la zona libre con total naturalidad. Yoque camina hacia el norte con paso pesado y preocupante. Yaque se dirige al este como si no quisiera ir y fuera llevado por una fuerza externa. Orayo va recogiendo moras silvestres y dando saltillos hacia el oeste. Una vez que convergen en el claro de bosque, todos se cruzan de brazos y sorprenden a las esposas, que callan al instante. Los tres hermanos cruzan el umbral y se sientan al lado de la respectiva esposa, quedando los seis en un círculo, todos mirándose insatisfechos. Al poco rato llegan el cervatillo, el conejo y mapache y también se sientan.
Casi al unísono, Yoca, Yaca y Oraya lanzas frases de insatisfacción.
— Estamos hartas.
— Muy hartas.
— Sí, bastante hartas.
Los animales asienten. Se escucha un entramado de palabras que no se pueden entender con certeza. Aunque sí se alcanzan a distinguir las oraciones principales:
— ¿Y yo qué?
— Ya qué...
— Ora yo, ora yo...
Así ocurrió siempre. Ante una declaración de una esposa, brotaba la típica respuesta de unos de los hermanos y se volvía un nudo otra vez. El mapache movía la cabeza de un lado a otro, el cervatillo gemía y el conejo robaba restos de comida de los que traían. En la disparatada conversación, algunas cosas tenían sentido y otras no.
— Miren, a ustedes ni les gusta el pescado. ¿Por qué no nos dejan el sur? —sugería Yaca.
— ¿Y yo qué? Me gusta el ruido del río...
— Acá tenemos infestación de animales, nos gustaría el oeste —comentaba Yoca.
— ¡Ora yo! ¡Ora yo! Yo quiero estar infestado de animales.
— ¿Y yo qué? ¿No tengo derecho de estar infestado?
— Pero Yoque, eso me molesta.
— La mejor fruta está hacia el este, ¿verdad? —se distinguía de Oraya.
— Ora yo, vamos por fruta al este.
— ¿Y yo qué? ¿Y el acuerdo qué?
— Ya qué... vengan si quieren. Acá se pudre.
— Ora yo, yo quiero que se pudra.
— Así no se puede llegar a ningún acuerdo, hombres.
— Hablemos por turnos, será mejor.
— ¡Yo primero! ¿Ora yo?
— ¿Y yo qué? Yo debería ir primero.
— Ya qué...
Al final, Yoca, Yaca y Oraya tuvieron que alejar a sus esposos de aquél círculo vicioso. Es bien sabido que ninguno de los hermanos estaba a gusto en su zona y mucho menos las esposas, por lo que la zona neutral se convirtió pronto en una zona frecuentada para escuchar disparates. En una de las juntas, se llevó el mapa para hacer arreglos y terminó dividido en tres partes que no correspondían a la zona que se ocupaba.
— Yoque, tú tienes mi parte de mapa. ¡Dámela!
— ¿Y yo qué? ¿Y qué si me quiero quedar con esta parte?
— Ora yo quiero tener esa parte también.
— Yo tengo esta, pero ya qué...
Las esposas salían siempre al quite, interfiriendo y haciendo de árbitros. Al final, nada se quedaba como debía y todas se quejaban también. Uno de los hermanos, que porque era muy tolerante, el otro porque no lo era y el otro porque quería hacer todo lo que hacían los demás. Una noche de luna llena las esposas salieron al claro mientras los hermanos dormían. Habían conseguido las partes correspondientes de los mapas y traían unas escrituras y documentos importantes entre las manos. Dichas lecturas referían a un antiguo método de sugestión hipnótica a través del sueño, que también incluía algunas bofetadas ligeras y sacudidas de barba. Ellas acordaron cambiar los nombres de sus esposos mediante la repetición de palabras al oído bajo profundo sueño y librar así a los hermanos de sus egoísmos. En cuestión de una noche, todo se hizo como se había planeado y a la mañana siguiente no muy bien se habían despertado, Yoca, Yaca y Oraya arrastraron a sus esposo al claro del bosque. Los nombres se habían cambiado como sigue: Yoque por Tuque, Yaque por Noque y Orayo por Oratu. Hay que ver los resultados. Yaca detonó la conversación:
— Hoy me apetece que comamos pescado asado, ¿qué dicen muchachos?
Aún algo aturdidos y desperezándose, los hermanos se despabilaban y se miraban entre sí. No sabían qué responder. Yaca insistió:
— Oye Tuque, nosotros vivimos en el oeste y no hay pescado. Creo que vamos a comer sólo manzanas.
Y explotó al fin lo deseado:
—¿Y tu qué? No, yo quiero que vengan a comer pescado acá.
— No que, mejor vengan a comer frutas acá.
— Ora tú Tuque, tú hace mucho no vienes para acá.
— ¿Y tú qué? ¿Acaso me has visitado?
— No que, mejor vengan todos a mi casa.
Sobra decir que las esposas también tenían nuevos nombres: Tuca, Noca y Orata. Al final, los líos siempre venían de nuevo porque todos querían ser el primero en convidar a sus otros hermanos. Algunas cosas con sentido y otras no, pero más llevadero que antes, ora un poco aligerada la carga, ora algo difícil de entender, pero hermanos al fin y al cabo con sus nombres de por medio. Si hubiere un avispado que quisiera moraleja de la historia, pues aquí la tiene: que si el egoísmo persiste entre una herencia o territorios, hay que cambiarse los nombres y adherirse a ellos como un estilo de vida. Pueque las esposas ayuden.
Pueque aquí esté el final de esta historia.
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