— Buen día, sr. Alfredo —, comenta el siempre avispado y bastante narizón sujeto que todas las mañanas se asoma por la ventana de la sala de Alfredo.
— Bueno parece, sr Arturo. Vea el sol con qué claridad está penetrando. Lo siento aquí en la piel —, contesta Alfredo cuyo pasatiempo después de jubilación es pasársela tomando el sol por las mañanas a la orilla del ventanal.
Estas charlas matutinas tienen lugar casi siempre a la misma hora, pues una vez que Arturo se ha levantado, porque le encanta madrugar, despierta a su amigo con unos leves toques de nudillo en el cristal. Entonces Alfredo se despabila y tras estirarse un poco responde el saludo.
Alfredo es de talla mediana, no más alto que el promedio de los hombres con los que ha tenido relaciones de trabajo. Es además algo relleno. En sus días de mayor demanda laboral estuvo en una oficina de correos. Allí tenía muy buenos amigos. Siempre fue chismoso, porque le encantaba echar vistazo a las cartas que llegaban y admirar las caligrafías de los sobres. Un sobre largo, uno pequeño, timbres y mucho papel reciclado para anotaciones.
Arturo, por el contrario, es más bien alto y delgado, como en esa extraña correspondencia de amigos que se complementan justamente por las carencias contrarias. Siempre se dedicó a la vida de jardín y a los cuidados de las plantas. De pequeño le fascinaba ver las flores de su propio hogar. Aunque jamás en su vida sostuvo unas tijeras, se preocupó por dar refugio a varias aves y durante varios años estuvo estudiando ornitología. Sus favoritos eran los gorriones silbadores, pero odiaba a las palomas, sobre todo ese afanoso deseo de cagarse donde sea y como sea. En más de una ocasión se le mancharon los brazos.
En el interior de la casa de Alfredo se acercaba el peluquero personal del hogar, con tijeras en mano y dispuesto a sostenerle la cabeza con cuidado.
— ¿Ya su corte tan temprano? —cuestiona Arturo desde el jardín.
— Ya me hace falta, no me place estar greñudo. Vea, Arturo, que me crece más rápido que cuando estaba en la oficina. Si uno no se lo corta se vuelve nido de bichos o escondite de algo. ¿Usted no piensa cortarlo o hacer que lo corten?
— Normalmente es cada tres meses. Aunque vea que con todo y eso no traigo el pelo como el vecino de la calle de enfrente. Mírelo, ahí plantado siempre, lleno de gatos y perros, si se pudiera mover sería un vagabundo.
Al escuchar esto, Joseph, el vecino de la calle de enfrente, que prestaba oído a todo y todos, salió con su justificación:
— Libre de corte, como siempre me ha gustado. Vagabundo quisiera ser, pero jamás ficus de pasillo ni árbol trasplantado. Yo soy libre desde que nací, pues aquí mismo eché semilla y raíces.
Diciendo eso, cruzó las ramas orgulloso. Y los gatos, acostumbrados a estas charlas, se afilaron las uñas en el cuerpo de Arturo, mientras que Alfredo sufría otra poda.
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