No recuerdo ya cuándo los planetas desarrollamos brazos, piernas y un corazón. En vez de orbitar alrededor de un sol decidimos replicar ese mismo comportamiento en el interior, entre átomos y electrones.
El universo se volvió consciente. Somos los planetas que desearon tener experiencias. En el centro de nuestro cerebro está situado el fulgor de la creatividad primigenia, el origen de la galaxia; absorbimos un sol por allá y todo funciona armónicamente.
Sólo que, aún batallamos. En vez de recibir colisiones de meteoros, ambicionamos conquistar otros planetas vueltos seres antropomorfos. Queremos espacio. Queremos pequeñas lunas que se vuelvan nuestros sucesores.
Lo que hicimos fue abandonar el espacio para insertarnos en un planeta más grande. Planetas que habitan otro. Y aún queremos conocer el enigma de la cuarta dimensión: esa donde el tiempo y el espacio desaparecen. Cruzar el agujero de gusano y encontrarnos conque en otra zona ignota alguien más también ya nos habitó. Estamos poblados hasta la médula. Y por si fuera poco, nos invaden de adentro hacia afuera.
Aún tenemos el sol, que nos recarga todos los días. Otros planetas no terminan de adaptarse al cuerpo, colapsan, enloquecen. Explotan como una supernova. No obstante, los que permanecemos, los que nos adaptamos mejor, hallamos en un beso el enlace perfecto para girar uno en torno al otro.
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