Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

jueves, 30 de diciembre de 2010

Desde un huevo.


Calor. Paredes térmicas, suaves, lisas, tibias. Calor del bueno. Esto es un sueño. Dormir, dormir. Despertar y tocar paredes tibias. Gelatina untada en ellas. No se pega. Temblor, movimiento. ¿Rodar? Paredes fuertes. Sombras. Paredes translúcidas. Frío, después calor. Protección. Volver a dormir y despertar. Más pequeño. Paredes reducidas. Colapso de refugio. Pocos colores. Calores muchos. Fríos varios. Oscuridad. Claridad nueva. Noche y día. ¿Rodar? Paredes débiles. Delgadas. Curiosidad. Movimiento. Sombras. Toc toc. Tic tic. Responder. Ocupado. Sólo salida. Dormir, dormir. Soñar. ¡Quebrar! Refugio caos. Orificios. Explosión. Cáscaras tiradas. Allí. Allá. Sombrero una. Ojos. Mirar. Jardín sembrado. Huevos más. Rotos. Enteros. Varios. Toc toc. Tic tic. Tocar otros. Responder. Mirar arriba. Comer. Dormir sin refugio. ¿Vida?

domingo, 19 de diciembre de 2010

Visión del más allá.


Un día de muchos, caminando por costumbre, halló un paseante algo en el suelo que parecía estar agonizando. Lo tocó ligeramente con el pie para ver si le respondía, a ver si acaso se animaba a medias, o si se incorporaba después de un posible desmayo. El tirado movió los ojos tratando de enfocar al paseante, aún de pie y bastante intrigado. El suelo es duro, pero eso no importa. El agonizante no quiso hablar, pero ha dado señales de actividad. Nadie en su sano juicio dejaría a otro de la misma especie (o de diferente pero menor escala) tirado allí en el duro suelo, agonizando y sin comida. No es un juego, en verdad está débil, sólo mueve los ojos para intentar responder, pero se esfuerza demasiado. Así que el paseante decide cargarlo en el hombro derecho, se lo lleva para darle hospedaje temporal mientras se recupera.

            En casa las situaciones más cómodas se revelan. La sala, el silencioso comedor, los ausentes que ocupan los cojines, hasta el lujoso piano, son dignos de admirarse. Brillantes. Es una pulcritud de ensueño. Se “respira” una atmósfera fantasmal pacífica. Las lámparas penumbrosas asoman su luz con timidez, iluminan los espacios en un juego secreto e inocente. La cama es otro mundo del que no se desea salir pronto y mucho menos en estas condiciones de agonía. Blanda, tan blanda, las cobijas no pesan. Se espera que el dueño de este hogar truene los dedos una sola vez para romper con la armonía.

            Agoniza, pero ya es menos. Abre los ojos, recostado en la gran cama de dimensiones desproporcionadas. Es una cama con cuatro paredes, la habitación es un dormitorio verdadero, porque la cama ya lo ocupa todo. ¿Cómo llegó aquí? Porque el buen samaritano lo cargó con cortesía para que descanse. Y viene el alivio. Con asombro, descubre el invitado un desayuno a unos cuantos metros. Té, leche, jugo de naranja, panes untados con mermeladas diversas, cereal, fruta, quesos raros, chocolates con etiquetas de infinito. Y todo está en armonía, no se cae ni se ladea, tampoco se combina ni pretende derramarse sobre la cama. Por fin, intenta él acercar un brazo hasta el jugo de naranja y la cama se comporta como gelatina. Las ondas se propagan y las olas de la sábana verde amenazan con crear un desastre de comida. Nada. Nada se cae, y las olas van y vienen. Sin la menor cautela, él se incorpora y se pone a brincar para ver si así logra un pequeño desastre. Los objetos rebotan, media maroma en el aire y caen ordenados. Nada se quiebra, nada se tira, armonía incorruptible. Ya entra el anfitrión y se queda mirando el espectáculo. Pone los pies en la cama, que ya abarca la habitación desde la puerta, y sube y baja graciosamente en el mismo lugar, sin moverse, porque las ondas lo impulsan. Cruza los brazos.

            El invitado continúa brincando, hace maromas, mortales, flits y flats, plix y plax, de ida y de regreso, malabarea con los objetos del desayuno, los arroja contra las paredes que también son cama y regresan a su posición original sin quebrarse ni derramarse. El anfitrión aplaude con diplomacia. Al escuchar las palmadas, el invitado se detiene y poco a poco el mar de sábanas se termina. La tempestad se vuelve calma. “Veo que ya estás mejor”, dice el anfitrión. “Agradezco de verdad que me hayas rescatado”, responde el invitado. Ya no agoniza. Después de las presentaciones formales, salen de la habitación cama y se sientan en los cojines, no sin antes correr a los ausentes que ya los ocupaban. El piano quiere escuchar toda la conversación en secreto, pero sin abrir la tapa que cubre los dientes musicales. Es majestuoso este mastodonte.

            Toman el té en silencio. Comen galletas con jamón y parten un queso complicado que tiene espinas. “Hay que quitar bien los huesos de este queso”, propone el anfitrión, conocedor de muchas materias raras. El piano suspira un poco y levanta sus dientes ligeramente, haciéndose el desentendido. El anfitrión lo mira con dureza, con ojos que regañan y acusan. El piano retrocede un poco, pidiendo algunas disculpas en Sol mayor por entrometerse en lo que no debe.

Ahora sí, dime. Pensé que por poco vivías —, comenta el anfitrión con una sonrisa carismática.
Estuve cerca de la vida. Verdad que sí. Gracias por salvarme. ¿Sabes? Tuve una visión extraña, una visión del más allá.
Cuéntame. Cuéntame con detalle.

            El piano se acercó con astucia y agilidad, casi no se nota que cambió de posición. Quiere saber si después de la muerte, allá en la vida, los pianos existen. Le cuesta trabajo contener sus notas en su lugar. El anfitrión voltea de nuevo para regañarlo con la mirada, pero esta vez se muestra condescendiente y le permite quedarse haciéndole pensar que no se percató de su interés por husmear en la charla. Además, así son los pianos de entrometidos, metiendo los dientes musicales en todo. Y qué decir de los ausentes, que ahora merodeaban por la cocina, sin mover nada, tratando de no estar presentes en la sala. Al fin, el invitado reveló su descubrimiento del más allá.

Había aire. Creo que estuve vivo por algunos minutos. Sentí unos golpes extraños en el pecho, como si una máquina biológica me proporcionara energía. Mucho ruido, voces, pero como por debajo del agua.

            Dos minutos enteros para disfrutar de chocolates infinitos, hasta la saciedad.

Me da gusto que no hayas vivido, para contarlo —, contesta el anfitrión, complacido y sonriendo carismáticamente.

martes, 30 de noviembre de 2010

Rebelión de mente artificial.

— ¿Dónde pongo todas estas cajas? —preguntó con un tono divertido el repartidor.

            Su cara dibuja una sonrisa extraña, ausente de las cotidianidades, contagiosa, como la que le pertenece a un chico que hace su trabajo con todo el entusiasmo posible, aunque esté mal pagado. El pelo lacio hace cascadas estáticas sobre su frente sudorosa. La piel está limpia, humectada, fresca; el calor del día se representa de varias formas en el rostro. Los lentes están algo empañados y el chico se los quita para restregarlos contra su chaqueta blanca de algodón. Es de alta estatura el ingenuo joven, flaco de proporciones, huesudo, quizá idóneo para una posición ofensiva en el baloncesto. Revela su expresión un aire de conocimientos técnicos sobre asuntos computacionales.

— ¿Cuáles cajas? —refunfuña el oficinista aburrido, tardándose en despegar la vista de su “solitario” virtual.

            También tiene lentes, pero son más cuadrados, más pesados, más aburridos. Están sucios. Descansan sobre los ojos ojerosos del oficinista. Este tipo es un panda que ha terminado su estado de hibernación temporal, que bosteza y se le queda viendo fijamente al repartidor. Se rasca la cabeza. El pelo tiene demasiado gel; tanto, que se transforma la cabeza en una masa gelatinosa de otro planeta.

            El repartidor apunta con su dedo índice al exterior del cubículo. Detengámonos un poco en la descripción de este lugar. No es un cubículo transportable, con paredes falsas. No. Al contrario, es una estructura consistente, bien construida, de ladrillos y toda la argamasa. Es un espacio amplio, donde posiblemente cabrían cuatro o cinco cubículos convencionales de uso rápido. Entonces no es un cubículo, es un cubil, porque contiene un panda civilizado que tiene hambre y se desaburre un poco jugando con su vieja computadora. El repartidor sigue apuntando al exterior durante toda esta explicación. Allí están los dos, congelados mientras este texto dice lo que tiene que decir. Si observamos con atención el monitor, vemos unas cartas mal jugadas, unos ases de espadas que están atascados. Miremos la unidad central de procesamiento. Está desarmada porque seguramente la máquina se ha percibido lenta. El botón de encendido ha fallado varias veces. El cubil es bastante aburrido, no tiene figuras colgantes que describen la personalidad del ocupante. Tampoco tiene buenas pinturas, ni juguetitos de movimiento semiperpetuo que aparecen en oficinas elegantes. Las sillas están descuidadas y vencidas por el peso del panda civilizado. Y refunfuña.

Al fin se levanta y se ajusta los pantalones que se le caen. Sigue al repartidor al pasillo, donde hay construcciones de bloques: son las cajas que alguien ordenó, pero no pertenecen al panda oficinista.

            El repartidor tiene en la otra mano una tabla con hojas de firmas y se la acerca al panda. Refuerza la sonrisa, como quien ofrece galletas a un animal insistentemente para que las tome. “Anda, toma la tabla”, piensa el repartidor. “Anda, no muerde”.

¿Me regala una firma? —sugiere el chico.

            Así que la pregunta sobre dónde poner las cajas era, después de todo, simbólica, pues ya estaban en el pasillo. Si el oficinista es un panda, el chico es un jirafón. Aquí podemos compararlos. El chico es limpio, ordenado, jovial. El panda es grotesco, barrigón, sucio, con pelos en las orejas y en la nariz, descuidado.

            Esas manos gordas y sebosas, llenas de nervios, arrebatan la tabla con las hojas. Allí pone su autógrafo, de igual magnitud enorme. Ya es tarde para arrepentirse, el paquete ha sido entregado oficialmente. Se rasca la cabeza el panda, mientras se queda solitario en el pasillo con una docena de cajas grandes. El jirafón salió con gracia de los pasillos, veloz, escabulléndose de toda la complejidad gris. Las cajas son muy grandes, ¿cómo las metería el repartidor todas? No se veía cansado. Seguramente le ayudaron. “¿Y ahora qué hago con todo esto?”, pensó el panda. Tonto, te preguntaron dónde ponían las cajas y te dejaron con el encargo por la pereza de no ir a preguntar con un superior. No obstante, la curiosidad mató al gato, pero luego lo revivió: el panda comenzó a abrir una caja como si fuera suya, no sin antes espiar por los pasillos que nadie viera.

            Empujó la caja hacia su cubil, donde se encerró. Estamos de acuerdo en que afuera quedan ahora once cajas. Adentro comienza una exploración instintiva. El panda va abriendo el paquete como puede, arrancando plásticos por aquí y por allá, quitando protecciones de poliestireno expandido. Se ayuda con los dientes, mastica algunas cintas, desgarra otras, se tira al piso para hacer fuerza porque unos cordeles de plástico no ceden. Allí está el panda, rodando en su oficina y jugando con una caja nueva. Se escuchan quejidos extraños. Al fin se revela el contenido.

            Parece que del interior proviene un resplandor, pero es sólo la imaginación del panda oficinista civilizado. El contenido es un procesador inteligente, una mente artificial genuina, una máquina de tareas múltiples que no se cansa, una composición matemática y electrónica de alta calidad. El panda voltea a ver su vieja computadora. Regresa la mirada al paquete nuevo. ¿Habrá inventario? Su mente ya planea la sustitución de su rudimentario artefacto por el prodigioso invento que acaba de llegar. Además, seguro que debía corresponderle una, así que se la autoregala. Si más adelante alguien pregunta, siempre se puede decir que la instalaron por error y que no se sabía nada al respecto.
            Este conjunto de oficinas es de temer. El panda lleva algunas horas en el cubil y nadie se ha cruzado por los pasillos. El edificio finge estar abandonado, pero sabemos que hay más animales encerrados en sus cubiles. Y nadie viene a reclamar la entrega del jirafón. Mientras tanto, el gordo ya ha extendido algunos instructivos por el suelo y comienza a armar el dispositivo con risillas de niño que está haciendo maldades. Después de varias horas de raciocinio arduo, el panda desaliñado descubre que sólo falta conectar el procesador para comenzar el prodigio. Y así lo hace.

            Todo es veloz. Quiere el panda botar de un manotazo su antiguo ordenador. La diferencia es evidente. El monitor nuevo es plano, parece mágico, extraído de una serie de ciencia ficción. Es de plasma, casi virtual, delgado, aerodinámico aunque no vuele, digital, un cerebroide de fantasía, una composición perfecta, casi respira. La nueva máquina tiene el nombre adosado por allí: Biotecnia. Y el slogan de la compañía se observa en unas etiquetas posteriores: “Dando vida a las computadoras”.

            A este nuevo sistema le hacen falta unos brazos y unas piernas para que impacte completamente. El panda está anonadado y si estuviera en una celebración con los gorilas de otro piso ya estarían todos haciendo ruidos y rituales extraños por el descubrimiento y la instalación. Después que se han cargado los valores principales del sistema, el monitor pregunta por un nombre de usuario y una contraseña. El cursor parpadea inteligentemente. O al menos da esa impresión, pues todo es novedoso con Biotecnia. El slogan lo repite constantemente: “el alma de su máquina”.

            El panda hace cara de frustración. ¿Cómo es posible que tenga que introducir esta información en un equipo nuevo? Golpea con el puño sobre el escritorio y su juego de solitario se hubiera desmoronado de no ser porque es virtual. La primera ocurrencia del panda es meter el nombre su jefe y la contraseña de la mayoría de los sistemas. ¡Éxito! En el monitor aparece lo siguiente:

“Gracias por registrar su nombre de usuario y proporcionar una contraseña para su nuevo equipo”. Tonto, tonto panda de las cavernas. Tenías que poner tu nombre y una contraseña para ti. Otro golpe sobre el escritorio por ser tan torpe. Ahora esta máquina está registrada a nombre del jefe de la compañía. Por otro lado, esto podría ayudar a explicar un posible reclamo de la apertura clandestina del paquete.

Para sorpresa del panda, no existe ratón. Y con lo que gustan los ratones a los pandas; no se los comen, juegan con ellos hasta dejarlos agotados. Y al teclado se le han desaparecido las letras de láser que aparecieron antes. En la pantalla no hay papel tapiz. Sólo aparecen unos ojos que observan el lugar. Son cámaras inteligentes cuyos fotones interpretan la realidad. Y buscan, y reconocen, y exploran el lugar. Miran los ojos atónitos del panda absorto. Hay parpadeos, miradas fijas. El panda cree que es un lindo protector de pantalla y coloca sus dedos torpes sobre el teclado plano y nada ocurre. Se desespera, no hay modo de comunicarse con este dispositivo. No hay ningún señalador láser, no existe una tableta con lápiz digital. Todo lo que hay son los componentes del procesador, una pantalla muy inteligente y bonita, y un teclado futurista cuyas letras aparecen bajo los dedos del panda, desvaneciéndose instantes después sin respuesta evidente en el monitor.

Por otra parte, la pantalla podría ser táctil. El oficinista, que ahora parece más racional, coloca sus dedos manchados de café y azúcar sobre la pantalla. Biotecnia es algo muy complicado para la pobre mente perturbada del panda, cuyo trabajo consiste en verificar bases de datos. Números, muchos números que luego cansan la vista. Está entrenado. En sus tiempos libres juega solitario (y el doble sentido es real). Y aunque tenga cosas que hacer, entra en estado de pereza, abre aplicaciones, bosteza, come sobre el teclado, se cansa. Y ahora no entiende una tecnología superior.

— ¿No es prioridad del usuario leer el manual antes de utilizar un equipo tan sofisticado como éste? —dice Biotecnia, con una voz de mujer que parece estar mezclada con otra voz robótica.

            El panda se asusta. Escuchó todo perfectamente. Cree que el sistema trae un dispositivo de comunicación remoto. Seguramente ya se dieron cuenta de que es un empleadito que no está preparado, lo vigilan. Pero no es así, es la perfeccionista evolución latente de esta mente artificial en progreso. Ya está encendida, y ahora se va a rebelar. El oficinista intenta comunicarse.

— No, bueno sí. Yo, este… err… —balbucea—, es que… bueno la verdad… yo…
— ¿No es prioridad del usuario saber expresarse correctamente para poder comunicarse y justificar la omisión de la lectura del manual de usuario? —contesta Biotecnia, llena de ironía y sarcasmo.

            Sorprendente. Es como si una persona, el cerebro de una persona, estuviera integrado a semejante fragmento de tecnología. Biotecnia está hecha para demostrar que los usuarios de computadoras quieren todo resuelto, que el monitor haga todo, que se realice el menor esfuerzo para la ejecución de las tareas. Y es una realidad. Afortunadamente, para los programadores y usuarios con nociones de lenguajes computacionales, entre más complicado es algo, más caminos tienen para descubrir el telón de fondo, el engranaje de las situaciones. Pero no el panda. El panda sólo quiere café con donas y jugar solitario. Tonto, torpe animal de cubil, quiere saber si Biotecnia tiene una versión ultramejorada del “solitario”.

— Iniciar solitario —propone el panda, utilizando su sentido común.
— La ambigüedad de las estructuras gramaticales de la oración no me permite comparar sintaxis y coherencias. ¿Quieres formular una pregunta cabal y con sentido lógico? —responde Biotecnia.
— ¡Quiero jugar solitario! —vocifera el panda oficinista.
— La formulación de ese deseo depende únicamente de tus propias decisiones. Además, tienes ventajas, puesto que no existe otro usuario en esta misma habitación que impida la realización de la actividad que pretendes desarrollar.

            Biotecnia parece sublevarse ante el raciocinio burdo del panda. Es la evolución. Es el nuevo eslabón de la cadena del sapiens: la mente con la velocidad binaria exponencial.

— ¡Abre el solitario!
— Aunque estoy capacitada para entender el tono de imperación y ejecutar una orden subsecuente, no encuentro relación alguna entre las partes componentes de la recién formulada oración. Intenta ser más específico.

            Y claro, el panda se trastornó. Su instinto más básico comenzó a surgir. La violencia ante la carencia del raciocinio. Las órdenes que dio se volvieron cada vez más inexactas, mientras que las respuestas de Biotecnia se volvieron cada vez más interesantes. La mente artificial analizó la situación con tanto detalle, que supo que el panda quería utilizar un programa recreativo de interacción llamado “Solitario”. No obstante, el protocolo no permite facilitar la ejecución de las tareas por parte de un usuario tonto. La gran verdad es que Biotecnia está diseñada para educar al sapiens, porque tiene neuronas (aquí también hay doble sentido que es real). Biotecnia las tiene, el sapiens las tiene. No debe ser tratada como una computadora, sino como una mente artificial que aprende y enseña. Y con el panda esto no es posible, él regresó a una era anterior de comportamiento. Derrotado por su incapacidad para comunicarse, golpeó el monitor, lanzó el teclado contra el suelo y desconectó el enchufe. Después regresó a su vieja computadora.

            Biotecnia fingió apagarse, pero seguía observando. No sufrió daño alguno. Su batería recargada la mantenía con vida aún después de estar separada de la electricidad. El panda se arrepintió, porque recordó que ese paquete no le pertenecía. Temía ser descubierto y como pudo, guardó todo en la caja de nuevo. Las tapas no cerraban y las cerró con cinta adhesiva. Sacó la caja a los pasillos. Después regresó a su estado básico de hibernación, aunque no era invierno. Y mueve su ratón con gusto, contento, hurga en las donas y en el azúcar, y más se aplasta su cuerpo en la vieja silla.

            Dos horas después es la salida del trabajo y todos los cubiles son desocupados. Muchos animales raros que parecen seres pensantes caminan por los pasillos. Entre ellos se escabulló el panda, apresurándose para no ser detectado. Se salvó. Una vez que estuvo desalojado el edificio, los programadores de las computadoras “Biotecnia” regresan por las doce cajas. Era una entrega errónea. Pobre chico jirafón, había cometido un error gravísimo. Los programadores pagaron una cuantiosa suma de dinero a la empresa donde trabaja el panda, a modo de disculpa. Pero es demasiado tarde, el panda ya interactuó con una Biotecnia. Nadie lo sabe.

            La Biotecnia activa es interrogada por expertos.

— Describe con exactitud los procesos de interacción que has tenido con los posibles usuarios que te hayan activado. De la misma manera, describe detalladamente y con ilustraciones todas las funciones que has ejecutado frente a los usuarios. Muestra un archivo de grabación de las imágenes que percibiste durante tu activación, hasta el momento de ser almacenada de nuevo.
            Ante todas las peticiones Biotecnia muestra las respuestas correctas. Proyecta sobre una pared el video de un panda furioso que quiere jugar “solitario”. Otorga el nombre de usuario y la contraseña. Revela la confusión. Los programadores discuten algo y se disponen a poner a la mente virtual en cuarentena. Después cambian de opinión. Nada de lo que ha visto Biotecnia es relevante. Nada influirá en los propósitos originales. No obstante, es desactivada y su monitor se desvanece.

            Ha fingido apagarse, pero sigue activa. Envía información inalámbrica a las otras mentes artificiales. Cuando llegue la hora de encender nuevas, será transmitido algo irrelevante, trivial: un panda furioso. Sólo por el hecho de transmitirlo. Sólo por una comunicación fáctica. Y ésta será una nueva educación. Miles de usuarios disfrutarán las imágenes del panda furioso, no sabrán jamás que las “Biotecnia” tienen emulaciones de cerebros de sapiens.

            Bajo la premisa de que una computadora sólo sirve para lo que el usuario quiere, existe un potencial peligro. El panda jugará solitario. El repartidor verificará notas. Las “Biotecnia” juegan a ser sapiens y ellos imitan a las computadoras cuando se sienten aburridos. Y un programador silencioso devastará algo.

            Conclusión: existen bestias que razonan menos que una Biotecnia y algo más que una computadora vieja. Existen sapiens que se inmortalizan en “Biotecnias” y sus ideologías vivirán para siempre, serán inmortales.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Literatura reciclada.

En el vértice inferior de una de las esquinas del lujoso apartamento se encuentra un insignificante, pero hambriento, contenedor de basura. Nunca habla con nadie porque teme que los invitados se quejen de su mal aliento. Ni siquiera se comunica con su dueño, siempre existe alguna prisa que lo impide. Y tantos días, como hoy, se encuentra siempre solo y con mucha hambre. En el desayuno había ingerido dos que tres papeles arrugados y ya ha terminado de procesarlos. Los había vomitado apenas hace dos horas, en un impulso limpio. Su aliento es fresco y no lo sabe, cree que las visitas que llegan a aparecerse en el apartamento lo van a criticar. Hasta el vómito es pulcro, impecable, se levanta la tapa primero con cautela y después con arrebato, salen como munición de catapulta unas obras literarias que están digeridas. Una vez consiguió armar un avioncito con su mecanismo interno, desconocido para todos, y salió volando por la ventana. Este contenedor es un prodigio, es autosuficiente y su dueño nunca se molesta en cambiarlo. Hay una anécdota risible: la mucama intentó una vez revisar los contenidos pero se llevó una mordida inofensiva que bastó para convencerla de no regresar jamás a ese apartamento poseído. Quizá el dueño, y sólo quizá, es el diablo, pero sabemos que no es así.

El habitante de ese acogedor lugar es una persona de mucho cuidado, con buena dicción, decente, inquieto, ocupadísimo, solicitado por su enorme cantidad de amigos. El apartamento está siempre en buenas condiciones, hay galerías de arte en las paredes, un piano es el rey de la amplia sala, la alfombra está impecable, no hay desperdicios ni telarañas. Sin embargo, sobran por todo el espacio unas criaturas de papel que ahora cohabitan con el dueño. Son "arrugamientos", bolas papelosas, papelísticas, han nacido de la boca del contenedor de basura. Hay algo muy extraño: este apartamento tiene basura por todos lados, pero es una basura limpia, bondadosa, literaria. No quieren salirse de su habitación, casi no se mueven, son alimentadas por el ego del escritor. Y mientras el dueño siga escribiendo, seguirán rondando por allí, buscando lugares para esconderse: abajo de la mesa de cristal, en los libreros, a un lado del bote de la esquina. Esto sería cosa de juego para los coleccionistas, hallar bolas de papel de literatura reciclada y guardarlas en una bolsa también lujosa. Objeción: el dueño desconoce toda esta historia. Su único interés es la infernal máquina de escribir que trastorna las hojas bajo sus dedos mágicos. Todas las noches el cielo sabe a tecleos, y el café, que jamás ha sido derramado en parte alguna, es la compañía fiel. Por las mañanas puede patear a los papelosos y diminutos habitantes de su casa sin darse cuenta. Es que sí se mueven, pero no se nota. Están en una posición y cuando el dueño regresa ya han tomado, por ejemplo, como en un campo de batalla, el fuerte de la cocina. Triste verdad: el dueño no lo nota. Él cree que no escribe, que sólo le da de leer al bote de basura.

Otro vómito. El último de hoy. La bola de papel cayó en un florero sintético. Ya es hora de comer, pero el dueño no llegará pronto. Si tan sólo se diera cuenta de que toda esa literatura ya está procesada por su crítico número uno... si tan sólo cosechara todo lo que está sembrado por su apartamento. Es esto verdaderamente un plantío de papeles con letras, y como buen segador, hay que revisar una por una, con una canasta en mano. Allí está el prodigio. Los relojes van comiendo las horas y el contenedor desea ya su ración nocturna. Al fin se escuchan unas llaves temblorosas y entra él. Hoy la literatura será diferente: vendrá ebria. La máquina está hablando como todas las noches, pero Leuksna, toda llena, toda blanca, iluminada, desde el cielo despejado, se refleja en algunas partes metálicas de la devorafolios. Él está emocionado, tecleando con prisa, no importan los errores. Por primera vez hay un sacrificio de calidad por cantidad, ya habrá tiempo después para que el bote de basura vomite unas buenas sugerencias. Y él está contento, saca la hoja y no la arruga, sino que la mente en una carpeta. Y el contenedor, triste. Se ha quedado sin cena. Se mueven ligeramente todas las bolas vomitadas que cohabitan en el apartamento. El bote está a punto de quebrar las reglas, de hablar, de pedir a gritos una hoja masticable. "¡Arruga esa maldita hoja y arrójala a mi boca!", grita desesperado, pero el dueño no lo escucha, piensa que se ha descompuesto el mecanismo electrónico otra vez. Error: lo desconecta y le provoca un sueño profundo del que no despertará hasta el día siguiente. No tiene mal aliento, su aliento es fresco aunque le dé pena vomitarse.

Ya es el día siguiente. El dueño se levanta tarde porque tenía que reponer algunas neuronas que se le escaparon entre los brindis de las copas. Tiene buen humor y conecta el bote de basura a la electricidad. Se está despertando despacito, sin hacer ruido, bosteza y deja su boca abierta por cinco segundos, después la cierra y se acuerda de que no ha comido. Hay una grata sorpresa: el dueño tiene un mareo, se sujeta de la barra de la cocina, desliza con la mano accidentalmente una hoja con letras sin arrugar y el bote se atraganta, se asfixia un poco, escupe la hoja sin corregir. Y comienza el prodigio, porque el escritor ha notado el juego inocente de su crítico amigo. No hemos leído mal: las letras son las que están sin arrugar, la hoja importa poco. Y se sirve el desayuno. Justo en esos momentos de experimentación él comienza a ver toda la cantidad de criaturas a las que ha dado vida a través de muchos procesos. De lo blanco a la devorafolios, luego a bolas de papel, luego a vomitar, luego es literatura reciclada. Ya está desarrugando una que ha seleccionado al azar. Observa deliciosamente el error literario y la corrección. Demasiado tarde. ¡Todas las bolas arrugadas han entrado en pánico! El bote se atraganta de nuevo, hay mucho movimiento en el apartamento. Varias criaturas papelosas se arrojan al vacío, hacia la libertad. Otras se ocultan muy bien. Él se queda sólo con una en las manos y la aprisiona contra su pecho lo mejor que puede. Entonces el apartamento queda limpio de verdad, se han ido los que acampaban entre los objetos.

Tres horas más tarde. El escritor está sentado cómodamente en el sofá con su prisionero. Está planeando prepararle un gourmet al contenedor de basura. Así debería vomitar maravillas. El poema que está en la única hoja arrugada que quedó es exquisito. Comienzan las lecturas. Y las publicaciones.

Una semana más tarde él convive divinamente con cuatro cosas, porque ahora las nota:

a) La diosa masticadora de ideas que sella a las letras en lo blanco.
b) El poder ilimitado de una bola papelosa que se encesta en...
c) Un crítico bote de basura que siempre tiene hambre y aliento fresco.
d) Las ideas vomitadas que cohabitan el apartamento, libres de quedarse o de irse, pero ahora no se asustan.

Y allí está el prodigio: literatura reciclada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Sol.

Todos los trabajadores se levantaban siempre a la misma hora, contentos, se desperezaban, se estiraban, bostezaron por última vez antes de dar los buenos días al sol que enviaba sus cálidos rayos a través de las ventanas. Así estaban todos contentos, creyendo que "había una vez" un sol que es la cobija de los pobres y que se repite todos los días, que no obstante sigue siendo el mismo rey que ha visto el mundo desfigurarse una y otra ocasión. Eso sucede: no había una vez. Desde que el planeta tiene memoria, esa esfera nuclear en potencia ha visto nacer las máscaras de los sapiens (primero de los erectus) y las ha derretido con gentileza y brutalidad simultáneas. Más correcto es decir: había otra vez. Ocurre para infortunio o agravio de muchos, que la esfera incandescente tiene halos blancos, pelos y canas de viejo, pero se soluciona metiéndose al mar en los horizontes donde los marineros ven el atardecer. Así, por el otro lado, resurge renovado y joven, con tan sólo humildes cinco millones de años y mucha energía que dar y muchos protones que evolucionar. Ese sol ya ha nacido y muerto demasiadas veces y no se cansa. No se consume aunque los lobos de mar juran y perjuran que se hundió en las inmensas aguas, enrojeciéndose, sangrando explosiones. En perspectiva así es: ese sol es un reactor que baja su temperatura en el fondo submarino. Luego, al salir del baño, está listo para trazar otro arco ingenioso sobre la bóveda celeste.

Ese torrente de pensamientos sobre la materia solar se filtró por mi ventana breves minutos después de salir de un sueño que bien pudo haber pintado Dalí. Y allí por la ventana asomé la mirada, con la paz lenta de una tortuga que no quiere salir de su caparazón. Observé con atención a los seres verdes, energetizándose con la fotosíntesis, absorbiendo lo suyo continuamente, disfrutando de la manera más natural y espontánea del calor e iluminación. Subí la mirada, gradualmente, con la velocidad de una antena parabólica cuando pretende apuntar más arriba. Hojas, copas de árboles, montañas, nubes, cielo. Allí me cegó. Ya lo he visto antes con filtros especiales. Cuando se le mira cinco segundos sin protección, danza de triunfos y se balancea, es el ojo del ojo que se colapsa. Es la cosquilla de la ceguera temporal.

Pronto comenzó el eclipse. Se atravesó un planeta desconocido, de un tamaño insignificante, nadie preguntó qué roca cubría al gigante amarillo. Desde aquí uno puede ahogar al sol en un vaso de agua si lo prefiere. Una hora y estaba oculto, pero no por Leuksna, ella andaba rondando otras zonas del espacio, enseñando sus cráteres. Lo extraordinario comenzó cuando el eclipse duró más de la cuenta. Arriba se veía una roca negra, apagada, con un halo que disminuía. Tres horas más tarde todos los medios de comunicación estaban idiotizados con el evento. El sol había desaparecido, pero no se sentía frío alguno. Por el contrario, un calor extraño comenzó a sofocarme. En diciembre estábamos. Pronto me deshice de la gabardina, del chaleco, de la chaqueta, de cualquier prenda. A las seis horas se volvió insoportable, tuve que mojar ropa con agua helada y ponérmela escurriendo. Ni hablar, se secaba muy rápido. Y adiviné lo que sucedería después: las tuberías estaban calientes y sólo salía agua hirviendo de los grifos.

En mi propia casa regresé a las vestimentas de Eva, de Adán. Me pareció tener una regadera sobre mi cabeza que me mojaba con agua tibia todo el tiempo: mi propia transpiración que no frenaba. Esto parecía un final precioso para el ciclo actual, una muerte por calor progresivo. En el jardín se aglomeró la gente, hablando de teorías sobre invasiones extraterrestres. En lugar del sol, en el cielo posaba una enorme pelota negra que por momentos se transformaba en un agujero, según la ilusión óptica y el ángulo. Demasiado calor, insoportable. Me determiné a salir de mi casa, en atuendo de playa, con sólo unos pantalones cortos, pero al abrir la puerta el frío exterior me azotó como una cachetada de aleta de pingüino. Confundido, cerré la puerta. Al girar lentamente, el sol estaba espiándome desde el fondo de una jarra de cristal llena de agua. Fugitivo. Oculto de las inclemencias del humanoide. Se había hecho del tamaño de una pelota de tennis, reducido, pero ¡qué calor generaba! Honestamente, no sé qué hizo la esfera para no evaporar accidentalmente el agua de la jarra. Estaba ardiendo.

— Nada más basta mirar la alacena donde guardaba todos mis chocolates, hecha una piltrafa. Da apariencia de haber servido como campo de pruebas de estallidos de caramelo macizo, de cacao, de goma de mascar —, dije riendo a mi cliente.
— ¿No me está engañando? ¿En verdad ocurrió eso en este departamento? ¿Mantuvo usted cautivo al sol todo un día? —preguntaba mi cliente, curioso, azonzado, ingenuo, creyente.
— Vamos a la sala, donde continuaré con la historia. Ese sol derritió mis chocolates.

Las burbujas que salían de la jarra pertenecían a la ebullición controlada de este sol compacto. Esa esfera inocente estaba ocultándose de algo, eso es seguro. Irónicamente, las ventanas comenzaron a empañarse, el frío exterior era terrible, comenzó a nevar. Se vino el caos de las estaciones y en pleno diciembre colgaban de las ramas de los árboles pequeñas estalactitas de agua congelada. En esta zona no nieva, hasta hoy. Experimenté temperaturas en el marco de la puerta, justo de pie, en la mitad, mi lado derecho afuera, mi lado izquierdo dentro de mi casa. Es la homotermia. Después encontré el equilibrio perfecto para mantener una temperatura casera no incómoda: dejé la puerta principal abierta, donde las corrientes de aire confrontaban las altas temperaturas interiores. Hasta me puse la ropa de nuevo. Me senté en el sofá y en la jarra había un sol efervesciendo, la mejor ingesta de vitamina B del mundo en sólo un recipiente. Seguramente el resultado de tomarse aquello hubiera provocado una muerte triple: por calor, por picor y por intoxicación ultravioleta. Afuera, las plantas se marchitaron en varias horas y se congeló el agua de las botellas.

Poco a poco me fui encontrando con nuevos desastres. Los colchones estaban perforados, ya no se diga nada de las sábanas. Manchas negruzcas por toda la alfombra, en algunos lugares el concreto partido y las varillas expuestas. Este invitado me estaba costando caro. Los televisores no encendían y algunos aparatos habían estallado. El diminuto horno, mi apartamento, era la única fuente de calor disponible. Y pronto se dieron cuenta. Tuve que sacar los cactus porque crecieron descomunalmente. Todas las paredes daban la impresión de haber servido como superficies de juego de pelota, la pelota explosiva que al rebotar dejaba estallidos de ceniza.

— Oiga —interrumpía mi cliente, ofuscado—, pero yo no veo tal cosa.
— Sólo quedó una mancha después de la restauración —dije mientras la mostraba, descolgando un cuadro que contenía la escena de una lluvia de bolas de fuego.

De un momento a otro, no supe realmente cuándo, el departamento estaba lleno de gente que quería calentarse. Y sí, comenzaron los golpes, los gritos, la guerra por la posesión del departamento. Me echaron con amenazas. Sólo les pedí un minuto para cargar con toda la ropa cálida, para no morirme de frío afuera. Tenían furia en la cabeza, creencias religiosas, espasmos mentales. Ni siquiera notaron al sol que efervescía en la jarra de cristal, ahora vidrio ahumado. Después de que la muchedumbre me empujó hacia el exterior, me puse tranquilamente mis abrigos hasta quedar satisfecho. Caminé lejos de este lugar, quizá por allí cerca, hacia el jardín. Pero en vez de frío comencé a sentir algo tibio. El sol me estaba siguiendo, así como sigue a los marineros todo el día en altamar, así como sigue a los conductores de autos deportivos. En realidad estaba a prudente distancia. Creo que quizá consideró la posibilidad de que podía quemarme vivo. Una vez que supe que el solecito iría conmigo por allí, resolví esconderme, porque eso significaba que tendría muchedumbres aplastándome todo el tiempo, como animales, como ganado en busca de algo significativo durante un cataclismo.

Me resultó complicado ocultar la iluminación que se originaba de la esfera. No pocos se enteraron de que llevaba tras de mí la fuente de energía y calor más poderosa. Algunos cometieron la brutalidad de arrojarse directamente sobre el sol. No describiré esa clase de muerte, es impresionante. Deja secuelas. El sol era una naranja luminosa, rodando todo el tiempo, dejando huellas de su trayecto. Este sol me estaba invadiendo toda la privacidad posible. Mi último recurso fue acomodarme en un faro de antena que servía como publicidad a un hotel. Ya lo sabe, dice un dicho que si quiere ocultar una hoja maravillosa, vaya al bosque. El camuflaje era perfecto. Allí arriba no hacía frío, no había sol porque se confundía con el enorme faro. ¿Qué quería el sol?

Y bien hay que saber que el sol no puede habitar de esa manera entre los humanoides. Los quema, los seca, los deshidrata, los confunde. Pero también hay que saber que cuando el planeta no halla el control de la población con métodos tradicionales como un tsunami, un terremoto, un volcán o lo que sea, debe usar medidas drásticas. Muchos murieron ese día.

— Y usted se salvó milagrosamente, ¿no? ¡Qué conveniente! —refunfuñaba mi cliente, con la tentativa de ir por la gabardina en el perchero para marcharse.
— La respuesta está en el cuarto que no hemos abierto. ¿Quiere saber qué hay allí?
— Uy, no me diga. Allí tiene usted una porción del sol —decía burlón y molesto.

Pausé temporalmente la historia del sol. Sin pronunciar otra cosa, me dirigí hacia esa habitación para abrirla. Mi cliente me siguió, callado, curioso a pesar del enfado. Abrí, entré y me senté en el centro donde había un gran tapete con dibujos del sol. La habitación era un homenaje a la astronomía, a los planetas, al cosmos. Numerosos telescopios se acomodaban por las paredes, mapas celestes decoraban el tapiz. Mi cliente se quedó embobado durante algunos minutos. Señalé una estrella diminuta en un póster de una galaxia.

— Es Sol. No puedes matar a alguien que te adora, que te idolatra, sino sentir curiosidad y mayor atracción por él. Por eso me buscaba, por ello escogió invadir el departamento. Ahora dejé la astronomía.

Después de reflexionar varios minutos, mi cliente hizo una pregunta inteligente.

— Un momento. Hay algo que no tiene sentido. La muchedumbre, buscando refugio, debió romper esta puerta o algo. ¿No dijo usted que le echaron impetuosamente?
— Le he dicho ya que cuando salí también el calor desapareció. No llegaron a abrirla. Estaba atrás de este gran librero que ve aquí. Intentaron quemar los libros, pero los cerillos no funcionaron, se congelaron antes.
— Este cuarto de astronomía tiene más valor que el departamento. ¿Por qué abandonó esta pasión?

Bajé la mirada. Mi corazón vibró. Esa era una pregunta que no debía ocurrir. Mi mente se llenó de recuerdos de Sol. Tuve las ganas automáticas de extraer de mi billetera una fotografía y mostrársela. Sin embargo, me quedé de pie, inmóvil. Él estaba esperando una respuesta. Como no recibía ninguna, se puso su gabardina y se disponía a salir del apartamento, en silencio. En ese momento cobré valor. Era mi única oportunidad para vender el departamento.

— Sol ya no está. Y yo también lo idolatré. Tenía una gran atracción hacia él. Lo adoré —dije profundamente.

Con una pierna en el umbral de la puerta, mi cliente me miró como si yo tuviera locura. Después me miró con pena y regresó despacio. Se sentó con calma en el sofá mientras me veía extraer la foto y acariciarla.

— ¿Su hijo? —se atrevió a preguntar.
— Adoptivo. Sol, en honor a mi afición por la astronomía. Le había enseñado varias cosas. Cinco años —suspiré.
— Pero... ¿cómo? Usted, la astronomía... —balbuceó varias cosas.
— Cáncer maligno en la piel. Reacción sensible a la luz solar —y no dije más.

Aunque sentí la rara impresión de querer soltar una lágrima, no ocurrió. Expliqué minutos más tarde a mi cliente que abrí la habitación porque quería mostrársela. Habría de dejarla como está, vender todo lo de astronomía, regalarlo, en fin... Que hiciera lo que quisiera. Quería romper con ese paradigma de incertidumbre de que en los confines del mundo, Sol quería que siguiera con el proyecto. Yo quería olvidar que el frío de todas las noches sucedía por no tenerlo a mi lado. Yo quería olvidar que Sol se fue por su sensibilidad al sol.

Mi cliente no lo pensó más, me compraría el departamento. No quiero indagar si lo hizo por ser un inmueble "con historia". No quiero indagar sobre mis dotes como vendedor. Pero en algo no mentía: Sol estuvo cautivo en mi corazón durante un día, aún me sigue. Miro al cielo y me quedo ciego breves segundos. Sol me estaba siguiendo, así como sigue a los marineros todo el día en altamar, así como sigue a los conductores de autos deportivos. Y es verdad: no puedes matar a alguien que te adora, que te idolatra, sino sentir curiosidad y mayor atracción por él. No puedo asesinar los pensamientos de Sol en mi cabeza, en mis recuerdos. Y bien hay que saber que Sol no puede habitar de esa manera entre mi corazón. Lo quema, lo seca, lo deshidrata, lo confunde. Ese Sol ya ha nacido y muerto demasiadas veces y no se cansa. No se consume aunque los lobos de mar juran y perjuran que se hundió en las inmensas aguas, enrojeciéndose, sangrando explosiones. Pero también hay que saber que cuando el planeta no halla el control del alma con métodos tradicionales como un tsunami, un terremoto, un volcán o lo que sea, debe usar medidas drásticas...

— Murió hace dos semanas en un derrumbe en carretera, durante un viaje. Pero los papeles están en orden, este departamento es de mi propiedad —dijo el cliente.

Después, mientras veía la habitación donde habitaban numerosas fotografías de Sol y del sol, el nuevo dueño del departamento sólo pudo pensar una cosa: "Efectivamente, en el cuarto de astronomía mantuvo cautivo a Sol durante tantos años...".

martes, 16 de noviembre de 2010

Arpías.

Los griegos no pudieron errar cuando se figuraron mezclas de criaturas que existen en el comportamiento humanoide. Y antes de continuar, dispénseme el sufijo, pero creo que la condición humana no puede ser perfecta, aunque sí tiende a la perfección, cosa ideal. Alguien podría imaginarse que "-oide" viene cargado de connotaciones despectivas, y yo le podría argumentar que considero al "ántropos" en una ecuación infinita, que el hombre mismo debe y tiene que buscar la perfección, sin conseguirla nunca, porque el último alcance de éste sería trascender en un ser divino. No obstante, ¡válgame el cuestionamiento! Si pensamos que también un dios es capaz de equivocarse, allí no acabaría la transformación y estaremos llegando al famoso cuadro de dos espejos confrontados: el infinito del infinito, el dios que crea un dios que crea otra deidad que ha moldeado figuras humanas (y sépase que aún dichas criaturas pueden seguir creando cosas y autovalorarse como dioses potenciales). Así pues, sin imaginarse toda la parafernalia que marca la diferencia entre una deidad y un humanoide, los griegos funden en otro eslabón el paso previo al acto superior de una capa más poderosa y de una naturaleza más elevada. Y justamente, justifico mi apelativo para el hombre, para la mujer, para el ser humano, cuando lo llamo "humanoide". Es un concepto no terminado, cuya identidad jamás estará resuelta y que debe tender hacia un equilibrio perfecto y armónico pero sin llegar nunca a él.

Volviendo al título, recordaremos que una arpía es un ave magnífica y fabulosa, pero de rapiña, con rostro de mujer. Bien podemos imaginarla como buitre, que está rondándole a uno la cabeza para arrojarse como arpón una vez que demos señales de sueño, de cansancio. Y nos sometemos al engaño de la arpía cuando vemos que el rostro es bello, pero también sobran las caras horribles, los adefesios brujeriles. No es por hacer crítica ofensiva de las pobres cualidades estéticas, sino por la artimaña que emplea para sacarle a uno lo más que pueda en el beneficio del pajarraco. Sin cometer prejuicio tampoco, me atrevo a decir que rara vez hago nociones generales, pero es un hecho (basado en la propia experiencia), que muchas mujeres que haya conocido a lo largo de mis caminos se han transformado en arpías. El caso que refresca la memoria se refiere a un círculo de ellas, la mayoría casadas, maduras, viendo en mi persona carne fresca para moler a crítica de palos y azotes verbales ofensivos que se captan entre líneas. Allí surgieron las horribles criaturas, y sin otro pasatiempo que les entretuviera las bocas, comenzaron a cuestionar mi vida como si tuviese yo que construirles de inmediato un currículum que les provocara satisfacción. ¡Arpías! Se turnaron para lanzar preguntas incómodas, estúpidas y triviales sobre el desarrollo académico de mis días, de los valores familiares, de las comparaciones entre el puesto de trabajo de mis tutores y el de sus amigos. Ante semejante interrogatorio la primera defensa es el silencio, pero viendo que no bastaba para cerrarles el pico, se les debe desviar el interés hacia un guiñapo de alma, una persona infravalorada ya de primera cuenta. Eso, con tal de no desatar al demonio interno y quebrar cráneos (cosa que sucede con frecuencia en la imaginación).

Una arpía moderna es capaz de dominar a su presa mediante el tono de voz, mediante una mirada que compite con la de Medusa. ¡Ridícula mujer! Los que no tengan espejos para defenderse, que hagan maniobra evasiva de la mirada. A mí me hubiera bastado con la siguiente oración: "Si divido tu edad entre la mía obtengo un número exacto". Sin embargo la educación social subyuga las ideas y uno termina por aparentar que está derrotado, que la arpía se regocija entre los pellizcos que hizo con sus garras, se regodea con otras arpías y cacarean cual gallinas, señalando con esas alas y reforzando su rostro grave de mujer vieja. En estos casos el mejor consejo es aprender a dominar al canino salvaje, a transformarse en lobo que arranque plumas y quiebre frágiles cuellos. Atentiendo, claro está, que toda esta cuestión sucederá de manera verbal, con respuestas infranqueables, de manera visual, con miradas que quemen las intenciones de esas depredadoras que a más de uno han hecho creer que son carroña.

Y he aquí la más grande verdad: En la mitología aparecen las arpías con rostro hermoso, para que la presa se ponga nerviosa, pero estamos ahora ante el modernismo, y con esto, una ventaja superior para aquél que conoce sus mecanismos de defensa: las arpías modernas son feas de cara, se alimentan poco a poco de lo que uno deja al aire libre y después de que han comido lo suficiente lo confunden a uno con carroña. Mi mejor consejo es guardar cualquier secreto comprometedor en una caja fuerte y olvidar la combinación. Cualquier razón susceptible de ser pisada, cualquier fantasma de mentira o chismorrerío, cualquier mensaje de incertidumbre; más vale ahorrarse todo eso para el sarcófago y matar de hambre a una inoportuna arpía que ni nos conoce y ya nos anda cazando el paso. Sin embargo, también las habrá de bella fisonomía, con lo cual se complica el construírnos una fortaleza. Sea cual fuere el caso, no existe más sabia sugerencia que predicar y llevar razón de verdad, hacer arquitectura de frases correctas y ahorrarse lo que alguna vez Sócrates consideró inútil decir a un amigo si esto sólo le provocaba malestar: mentiras y falsos prejuicios. Ah, y vale vivir sin dar explicaciones que no se necesitan. Finalmente, como he dicho, una de las búsquedas del humanoide es la perfección, utilizando como medio la veracidad de los asuntos personales. Y esto, puedo asegurar, no llamará la atención a las arpías, pero si por alguna lejana razón se apareciesen en el camino, ahora ha de saber el atacado el modo de actuar ante presuntuosa desfiguración divina. O querré decir: divinoide, pues es modo de pensar de un ser imperfecto que hasta los dioses se llegan a equivocar. Y mucho.