Qué triste es respirar un aire helado, tan gélido y quemante, porque sabes que no hay nadie para respirarlo contigo.
Triste es el silencio seco que inunda la habitación como mundo aparte, pues en el cementerio lejano se escuchan crujir, al menos, los huesos olvidados.
Qué triste que ya no exista ni la depresión para consolar el olvido, porque el tiempo anda inerte aunque los relojes lo disfracen.
Irónica tristeza aquella de la soledad que se fue para estar con otras personas solas, porque ya ni la soledad quiere acompañarte.
Triste es mirar alrededor del departamento y ver los ojos ausentes de un felino cruzar la sala en total abandono, como si tú y él pertenecieran a dos fotografías diferentes que se tocan en un collage.
Saber tristeza es lo triste de este intelecto que ya ni en la oscuridad teme. Saber que los monstruos no existen y perder la ingenuidad del cobarde que no quiere apagar la luz. Porque sabes que la soledad es tal que no hay en lo negro a quien temerle del todo.
Decían almas viejas que la ignorancia es bendición, porque es triste darte cuenta del verdadero engranaje del funcionamiento del mundo y no emocionarte por nada.
Muerte triste es la lectura a solas, porque sabes que el autor de la obra que tanto te alegra la vida ya estará muerto para cuando acabes la novela. Pronto te das cuenta que las letras abandonaron el libro.
Más triste es reconocer que la propia tristeza se cansó de tu lástima y se llevó con ella todas tus emociones, porque ni la depresión quiere acompañarte.
Triste inercia de existencia: que te sientes objeto con velo encima para que el polvo no te vista.
Sales a confrontar el mundo y estando rodeado de multitudes sabes que estás solo. Triste invisibilidad que va de la mano contigo.
Y triste es que la esperanza juegue contigo, porque alguien te habla y es sólo para pedirte artificial materia.
La metasoledad. Triste para siempre que dos tristezas ambulantes estuvieron a punto de chocar y ni siquiera rozaron.
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