Pese a tanta compañía grata que merodea alrededor de nuestros cuerpos y charlas, nos damos cuenta de que estamos solos como los paisajes de un Júpiter imaginado. Así: áridos en un desierto rojo, con tormentas de polvo, árboles extraños que no se sabe si siguen vivos, espirales en el cielo que atemorizan, un viento que te respira en la oreja eternamente, unas montañas en la distancia que se alejan con el tiempo, un estado crepuscular donde nunca llega el día ni la noche y donde la incertidumbre se alimenta de esa soledad.
Solos en ese momento en el que somos niños de nuevo, por unos instantes. No entendemos nada de lo que nos dicen los adultos que pretenden regañarnos. No se concibe un mundo diplomático y choca la hipocresía como meteoro, impactando contra nuestra alma desnuda y rebosante de curiosidad. Allí hay otro cráter para Júpiter. Es la huella de una confianza trastornada. Más soledades juntas.
En el cielo rojizo donde se levanta una marea de polvo cósmico está el núcleo del temor. Miedo a la desconocida soledad que está por avecinarse. Pasa el sol, a lo lejos, tan solitario y tan acompañado de estrellas que no le hablan.
Sin embargo, allí está la bóveda celeste como si nada, iluminadísima por millares. ¿Qué tan insignificante es una soledad acompañada?
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