Algunos poetas todavía tienen la esperanza de que su musa les contestará, con un método tan usual como la carta enviada desde una selva en medio de la nada, llevada en botella por un nativo, intercambiando paquetes con marineros mercantes, cruzando finalmente por una oficina postal cercana.
Absurdo. Si las musas contestaran, dejarían de serlo, porque ya no dejarían inspiración alguna para el amante que les escribe en secreto, publicando después sus dolencias para que los románticos empedernidos las gocen.
Cuando la musa habla la poesía se agota.
Ya nada más nos faltan musas que laven los trastes, que planchen la ropa y que cuiden a los niños.
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