Allá se descuelga con modesto temperamento, estirando y relajando las extremidades, recogiéndolas de nuevo ante un nuevo descenso. La gravedad es perfecta cuando la ventana está cerrada. El hilo invisible entre el terciopelo negro y el blanquecino material del techo está tenso. Tenso como la vida misma. Esa cuerda cristalina es lágrima de los materiales. Quién sabe por dónde entra un gentil soplido fresco para mecer las flores del jardín y propinarle al hilo un cambio: se transmiten en su longitud reverberaciones de luz, de energía. Y ella sigue bajando porque quiere apresurar unos nudos en un lápiz gigante que sobresale de una mesa esquinera.
Acá se contorsiona, afloja y estira, posando su fosforescente y pegajosa textura y dibujos caprichosos sobre el borrador y arrastrando el lápiz lo suficiente como para fingir que lo blande como espada. Al retroceder se topa con la pared y no puede escalarla. Al merodear un rato por allí vuelve a encontrar la hoja verde que mordisqueó. Es hora de otro almuerzo.
Allá se ha detenido. El terciopelo se eriza. Ocho maneras de mirar comienzan a mostrar enfado. Ahora debe descender más para buscar otra estructura donde el nodo ajustará. El hilo invisible se tambalea con otro soplido y ella se sujeta fuertemente. Está luchando para no hacer las de un globo perdido. Adiós tensión del hilo. Adiós recta perfecta e inmodificable.
Acá muerde un poco y de repente pierde el platillo, que sale volando por esa fuerza desconocida del jardín que peina los árboles. Él se enrosca porque cree que el mundo se está acabando y que pronto se caerá el cielo. Es un anillo que iría bien en los dedos de un extraterrestre verde.
Allá la curva cristalina flota y ella roza los bordes de la plataforma, adhiriéndose. Cara a cara con él. Allá y acá. Acá y allá. Él se desenrosca y coloca cuatro extremidades sobre la goma del lápiz. Ella comienza a darle vueltas de hilo invisible al grafito. Después, como es lógico, vienen los tirones, nadie quiere ceder. La ventana sí lo hace, abriéndose de par en par con una ráfaga temible. Rueda el lápiz y tanto él como ella parecen cirqueros. Al llegar al final de la plataforma las leyes físicas son puestas a prueba por un simple e invisible cordel. Él trepa poco a poco por la frágil maderita mientras ella disminuye la distancia entre el techo y la punta del lápiz, recogiéndose el hilo en un carrete improvisado. Él mira hacia abajo y ve su almuerzo. No es gran distancia, así que se deja caer, aterrizando luego con ingenio y acrobacia. Ella termina de subir y colecciona el novedoso aparato de sencilla escritura.
Él se oculta bajo unos adornos para terminar de saciar el apetito. Ella duerme flotando en una cama que aparece por aleatorios momentos.
Oruga y araña merodean en las ridículas superficies y obsoletos materiales humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario