Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

miércoles, 22 de agosto de 2012

Desaparecen los cupidos.

Al principio él creía en el amor, esa magia misteriosa que todo cura, compone y sana. Pero el amor es también guerra, lucha, delirio y suplicio. Y como el corazón es una casa donde se asoman unos niños, también puede derrumbarse.

...

Después de algunos años, desventuras y deterioros, él mantuvo a los niños cautivos durante mucho tiempo. Dos años. Encerrados, jugando inocentemente en el interior, discutiendo en otras. "¡Quítate esas alas!", decía uno, refunfuñando. "La obra ya terminó, el amor ya pasó". Como nadie visitó la casa en mucho tiempo, los niños comenzaron a volverse desconfiados, ermitaños, temerosos, odiosos cuando les llegaba el periódico de algún estúpido anuncio sobre los cupidos y el amor verdadero.

Y ese es el problema, los niños ya no quieren jugar, nada más se la pasan merodeando por las arterias y luego las tapan. Él deja que se destapen solitas, cuando llueve sobre la nariz y los labios. Para eso es la lluvia.

A veces llegan por correo algunas alas de repuesto, como invitación de cupidos, pero desaparecen sin dejar rastro. Uno de los niños se la pasa diciendo que le quitará las alas a un cupido para que tenga los pies sobre la tierra. Luego lo invitará a la casa a jugar y a que vea la soledad.

Y ese es el problema, los niños cada día se vuelven más ermitaños y groseros. Abren la puerta unos milímetros cuando ven una sonrisa de alguien que toca, pero luego la azotan porque descubren que es una hipocresía. Para colmo arrojan por la ventana algunas botellas viejas con ingredientes que estaban en la cocina.

La casa ya tiene alambre de púas y algunos vidrios en los muros. Arrancaron los tapetes de bienvenida y quitaron las señales de cómo llegar a la sala de huéspedes. Luego desaparecen los cupidos. Los niños se vuelven sombríos. A poco, se pondrán otras alas tristes que no sirven para volar e invitarán a los demonios del amor fallido para jugar con ellos.

Vuelve a llover, y aunque la casa se limpia un poco, los niños no quieren asomarse para ver el sol después de la tormenta. Cubrieron con un ropero gigante las dos ventanas de la sala. Cuando los rayitos de luz asoman por algún rincón perdido, todos se sientan alrededor de un baúl y cuentan sus historias de cómo jugaban con las niñas que venían de visita. Sonríen imperceptiblemente. A uno se le ocurre, inocentemente, quitar algunos escombros del jardín, pero le da miedo el exterior y se encierra de nuevo.

Lástima que se tapen las arterias tan seguido.

Ayer uno mandó un avioncito de papel, aprovechando que los demás no lo veían. Lo envió al exterior, con la esperanza de que no siguieran desapareciendo los cupidos. Horas después, se desplomó la habitación donde estaba. Salió de entre los escombros, malhumorado, sucio, lleno de sangre y raspones. Maldijo las alas blancas que usó hace mucho tiempo y las rompió. Extrajo su arco del baúl y atravesó con una flecha el aeroplano que se alejaba, para verlo caer en una charca lodosa del jardín.

Y ese es el problema, los niños ya no sólo no quieren, sino que no pueden jugar. No hay espacio para ellos en la ficción del amor. No deben. Y cada día se ponen más groseros, ermitaños, detestables, mugrosos. Luego tapan las arterias deliberadamente.

Hoy cruza por el cielo una niña resplandeciente del exterior, con sus alas recién colocadas, limpias. Baja y se queda en el jardín, traviesa. Todos los niños sin alas la miran con displicencia. Ella les sonríe. A poco, como por milímetros, ellos sonríen también. Se quedan en sus ventanas, no salen a jugar, y uno a uno se esfuman al interior. Ella se va y sólo uno permanece mirándola. Cierra la cortina de un tirón y segundos después él desea que la casa donde habitará ella esté llena de dicha, que no se derrumbe y que no desaparezcan los cupidos.

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