El pan más caro de ese día: sólo dos piezas. Dos cuernos de mantequilla que ahora te preparas para disfrutar como gourmet debido a tu falta de atención y a una cajera mal hija de su madre, a la cual ya le enviaste todos los insultos que te sabes. Da igual, piensas, pero después te regresas enojado con todo lo que se cruza en tu camino, dispuesto a reclamar. En la panadería todos disimulan. Se echan la bolita. Nadie tiene tu cambio. El imbécil vigilante de la entrada te acusa de no guardar bien tus cosas y que probablemente lo hayas perdido en la calle.
Vas de vuelta a la casa y te desquitas con los cojines del sillón hasta dejarlos amoratados, llenos de tu sangre imaginaria en los impresos de hilo rojo. Azotados contra el suelo, les echas llaves de lucha libre hasta que te gana la risa y entonces sabes que estás curado.
Eso no es ingenuidad. Como tampoco lo es creerse que nadie encontró tu cambio. Eso es abuso de la gente, es la corrupción encarnada en caras de mentirosos, en tipos cancerígenos que quieren colapsar con tu buena honradez y honestidad. Sabes que de todas formas no te volverás como ellos, que seguirás siendo recto incluso en algo tan trivial como separar la basura en orgánica e inorgánica.
Aunque te dan ganas de mandar a tu mejor amigo a provocar un escándalo, te las aguantas. Te castigas mentalmente una y otra vez sobre cómo se puede estar tan distraído. Abres tu billetera y revisas, sólo para recalcar de nuevo ese momentito de pendejada. Sí, no está el billete. No está. Arrojas la cartera y te desplomas en la mesa. Cinco minutos más tarde estás masticando los cuernos más caros de la panadería.
Dejar caca de perro en la entrada no ayudaría. Te repasas tus maldades de chiquillo en la cabeza para hacerte justicia. No volverás a esa maldita panadería corrupta de mierda. Como último intento piensas en ir a cagarles el pan que acabas de ingerir sobre la caja, de alguna forma. O ya de menos, cagarte en la leche como dicen los españoles. Bola de rateros.
Después de todo el berrinche, como a media noche, escuchas el aleteo perdido de una polilla gigante. Se metió por la cocina buscando el calor. Olvidas todo. Admiras el diseño de las alas, la estructura firme del insecto, el abdomen, el tórax, las alas perfectas sin ningún rasguño. Te preguntas cómo es que hizo para evitar a los gatos nocturnos del patio de servicio.
Te pierdes en sus alas, en sus pardos tonos y en su vuelo a un fragmento del cuerno que aún no te has terminado. Se quedará toda la noche allí, parece. Y no te molesta.
Esa es la bella ingenuidad.
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