Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

domingo, 7 de junio de 2015

Morir al 100.

Desde que morir se volvió una actividad popular entre los enamorados han llegado numerosos clichés. Morir no es lo que solía ser antes. Muchas cosas han cambiado, muchas formas, contenidos, estructuras, protocolos, saludos, despedidas, adioses y vuelve prontos. Morir es lo que más ha cambiado estos días.

Basta mirar por la ventana para ver cómo caen a borbotones los suicidas, animados ellos, esperando pronto encontrarse con el suelo para regresar a la azotea y repetir el proceso. ¿Qué tal el vacío de allá de la sierra gorda de Querétaro? Por acá un acantilado y más allá un barranco. La parte favorita de muchos es al abrir los brazos, arrojarse como en un clavado de diez, cuyos jueces calificarían de 9 y convertirse en una estampa ensangrentada kilómetros abajo.

Los menos creativos sólo se pasean entre los coches como si fueran pelota de máquina de pinball. Con suerte, un Ferrari impactará en un par de costillas y elevará a prodigio una escandalosa muerte donde todos salgan volando.

No obstante, un chico se las ingenió para morir decentemente bien. Con fino arte descosió una de sus venas y se acostó a dormir mientras llenaba vasijas etiquetadas con "es por ti que lo hago".

¿Qué tal la diseñadora que quedó atrapada en un vestido de talla redundante? Después de forcejear por dos días se dio por vencida y quedó allí como una sorpresa.

Al punto que quiero llegar es que morir cualquiera lo hace. Pero morir bien, con elegancia, pocas afortunadas almas saben cómo lograrlo. En esto estoy de acuerdo con la srita. Vyss (que se pronuncia "vaiss" pero que para molestarla le quito la vocal). Morir es un arte. Y morir por alguien más es una verdadera obra magistral, si se saben emplear los dones creativos.

Entre sus numerosas consultas recuerdo una con un necio, pues yo estaba de observador asistente registrando notas. El tipo quería morir por su amada, simplemente.

 ¿Has pensado en la mejor manera de hacerlo? sugería con tono neutro Vyss.
 Quizá podría cortarme las venas frente a ella.

Entonces, con un gesto desaprobatorio, la dra. Vyss anotaba unas cosas y con mirada sarcástica, llevándose la pluma a la boca, decía:

 Algo aburrido, ¿no crees? Ya muchos lo han hecho.

El necio mantenía firme su posición, como caramelo que no desea ser arrebatado. Llegó al punto de estar demostrándolo un poco en el consultorio, con una hoja de rastrillo.

 ¿Lo ve? Así, mire. Mire qué chulada de sangre. Ah, tan sólo de imaginar cómo se pondrá ella con este regalo...

En un ataque seco de furia contenida, la dra. Vyss quitaba los instrumentos al paciente, lo miraba fijamente, guardaba silencio y pronuncia mis palabras favoritas:

 ¡Cliché! ¡Cli - ché! Así no se puede trabajar contigo si primero no abres tu cabeza antes de saquear tus venas.

Y la verdad es que hay gente tonta. El tipo ya iba por un martillo para demostrar lo que podía hacer con su cabeza, sin metáforas. Con un gesto que yo ya conocía, la dra. Vyss me pidió que sujetara al paciente y lo corriera del consultorio con mucha amabilidad, dándole cita para dentro de un mes.

Después de las consultas, Vyss y y nos quedábamos discutiendo asuntos de la muerte y todas las complicaciones que le traen a los vivos. Cierto día definimos dos parámetros importantes: el valor de la muerte y su contexto. También se nos ocurrió diseñar un hermoso cuestionario con preguntas ejemplares, tales como:

¿Cuál es el verdadero motivo de su próxima muerte?
¿Ha muerto anteriores veces? ¿Cuántas?
¿Le ha durado la muerte más de un día?
¿Conoce a alguien que padezca de pocas muertes?
¿Ha muerto durante las últimas tres semanas?

Recordé otro interesante paciente: Andrea, la poeta. Solía recitar sus creaciones y acto seguido ejecutaba una muerte pequeña, no muy alucinante. La dra. Vyss era difícil de convencer. La más espectacular fue aquella donde Adriana se bebió una botella de arsénico entero, poniéndose verde, morada y luego blanca como la leche. Después de vomitar algunas veces, se recuperaba y nos hacía una reverencia.

 ¿A que es la mejor muerte que han visto? nos decía.

Vyss sólo negaba con la cabeza y anotaba en su libreta. Entre dientes se le escapaba: "cli - ché". Cuando nos quedábamos solos ella, de alguna forma, tomaba psicoterapia conmigo. Se quejaba de lo mal que estaba la muerte en el mundo, gastadísima. Aún recuerdo unas sabidurías que me dijo recostada en el sofá:

"¿Sabes? Los enamorados son unos hipócritas. Son muy pocos los que se aman en verdad. Berrean y chantajean, pero nadie muere como un acto legítimo, siempre buscan echarle la culpa al otro. Eso no es morir, eso es culpar. Cómo me gustaría hallar un paciente que muriera en verdad por alguien, como su fin último, como si dedicar la vida entera a morir continuamente fuera lo único que diera sentido al amor... entonces creería que esos dos se aman, no antes".

Acto seguido yo asentía con mi cabeza y hacía notas en mi libreta. Luego invertíamos los papeles y yo me recostaba en el sofá:

"Mire, dra. Vyss, es que también el amor se ha gastado. Amar a alguien por creer que se le ama es el primer error. Naturalmente que una muerte mal fundamentada en un mal amor conlleva a resultados poco creíbles. ¿Quién está dispuesto a morir por alguien todos los días? Nadie. Hay cosas más importantes para todos. Tal vez, si existiera un trabajo donde se pagara por morir por alguien, las cosas serían diferentes, aunque la motivación fuera otra".

Pasadas las terapias, nos tomábamos un café con cuernitos dulces y nos mirábamos con gestos de paz. Luego llegaba el paciente de las siete. Un aburrido cuarentón insípido, sin chiste, sin humor, seco, deprimido. Venía a morirse un par de veces con inyecciones letales y luego daba las gracias y se largaba.

 Conque me pague repetía Vyss con poca paciencia -conque me pague.

A la dra. Vyss se le veía una desilusión por la vida. Una falta de atención en ese buen morir al que aspirábamos. Dar toda la vida, todos los días, por alguien. Cosa de cuento. Cuando se deprimía mucho me entregaba unos fragmentos de "Romeo y Julieta" y me pedía que los actuara. Yo moría entonces primero y luego ella y así varias veces. Después reíamos.

 ¿Lo ves? Esto es morir por el otro me decía— pero no hay pacientes que hagan eso, ya no más. Comienzo a creer que en el mundo no hay un par igual a los de este libro.

Luego lloraba amargamente. Ese día se me hizo tarde consolándola. El cielo se desplomaba y me dirigía a mi casa justo cuando comenzaba a caer la tormenta. Miré a todos por ahí, jugándole a la muerte con clichés. Era verdad. Todo era un cliché. Al dar vuelta a la calle un tipo con sombrero me sonrió con una mueca horrible y algo me dio mala espina.

Lo seguí de vuelta y noté que era un paciente de última hora. Tocó la puerta del consultorio con vehemencia. Lo vi entrar. Con cautela fui de vuelta para ayudar a la dra. Vyss si era necesario.

Llegué justo en medio de esta escena:

— ...bustera! Ninguna puta muerte me ha ayudado, ¿lo entiende? —los labios del tipo del sombrero temblaban.
— Por favor, siéntate, vamos a... —decía con tono neutro y profesional la dra.
— ¡NO!

En ese momento vi cómo la mató tres veces, cuatro, cinco. Quedé congelado. Cuando pude reaccionar, lo empujé hasta tumbarlo y con forcejeos de por medio derramé arsénico en sus ojos. Sentí seis descargas en el vientre y morí repetidas veces, no recuerdo cuántas. En un rato estábamos los tres muriendo en un estúpido juego sin final. Y como siempre, el tipo del sombrero sólo usaba clichés: pistolas.

En flashbacks recordé las palabras de la dra. Vyss: morir por alguien. Veía de nuevo cómo el tipo apuñalaba con sadismo a la dra. mientras yo me recuperaba, sus gritos de dolor me llegaron al corazón. Sin defensa ella, a punto de recibir otra puñalada, interpuse mi pecho entre su cuerpo y el cuchillo. Luego ella vio mis lágrimas. En ese momento el del sombrero se detuvo, dejó caer el cuchillo, se frotó los ojos, observó perplejo y cayó de rodillas.

— ¡Creo que estoy curado! —gritó y salió corriendo.

La dra. Vyss se había recuperado. Me sostenía llorando mientras le preguntaba que por qué tardaba tanto esta vez la muerte en irse... perdí sangre y me desmayé.

En la cama del hospital abrí los ojos lentamente. Sentí sus brazos.

— A eso me refería... —sonreía Vyss. — ¿no has pensado en hacer un posgrado en estudios sobre la muerte no recurrente?

Ese día cambiamos el paradigma.

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