Ella no entiende esa parte de la memoria a corto plazo que se le borra a él todos los días. Al cruzar por las piedras y llegar a la fuente, él la saluda de nuevo, preguntando sobre cómo estuvo su día, aunque sabe perfectamente lo que hizo ella el día anterior.
Todas las noches van a buscarse a las ocho, como los gatos de las azoteas que hacen ronda sobre los tejados oscuros y se pierden para admirar el cuarto creciente.
Hoy ella llega erguida más de la cuenta. Lo espera cinco minutos. Se ajusta el vestido y después de dejar sobre los ladrillos la canasta de pan, se acerca a él. Vuelve la cantaleta del día anterior: ¿cómo estuvo tu día? ¿dormiste bien? ¿me extrañaste? Sin avisar, de su brazo delicado sale una bofetada a la velocidad del rayo, dejándolo perplejo.
— Por haber llegado tarde y por repetirme lo mismo.
Él agacha la cabeza y suplica por un perdón que no llega. Ella toma su canasto, saca una pieza de pan, la muerde y se la deja a él envuelta en una pañoleta, sobre los ladrillos.
Se va erguida, con el corazón muy enojado. Gruñe un poco como los gatos que pelean en los tejados. Ella quiere escuchar historias nuevas, una nube, un perro, un árbol, un niño en bicicleta o lo que sea, menos el terrible "cómo estuvo tu día", pues ella lo que quiere es un beso de esos que estallan de sorpresa y que no tengan que saludarse nunca más con palabras.
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