Olvidarse de ese tercer paradigma metido en las redes.
Quitar los cables e irse incomunicado.
Descubrir el olor de la aventura y rastrearlo.
Y queda sólo el mar, con su insistente ola de secretos.
Nada más la arena con cristales y huellas de historias.
El cielo nocturno, que no es el mismo.
Allí en el horizonte donde poco se define la línea,
también están las maravillas.
Por las mañanas ver cómo nace el rojo.
El pescador con leyendas.
Los niños que juegan con cocos.
Lagartos y tortugas bajo el cuarto menguante.
Los perros se adueñan de las callejuelas con polvo.
Todos duermen temprano.
El trabajo y la casa quedan allí mismo: en el agua salada.
Los cangrejos salen de aventura.
Una gloria es una hamaca cerca de la laguna.
Otra victoria una fruta fresca en la mano.
Que al poco rato se va el feo zumbido
y queda para siempre el canto de esas olas.
La complicidad de un bocado compartido
entre agua, mar y brisa.
Y por momentos una soledad callada.
Luego se vuelve grande amistad.
Ver cómo caen las tarrayas en círculos perfectos.
Reírse del que no sabe aventarla
porque otros pescadores dicen
"vas a descalabrar a los peces".
Comer con más que con la boca.
Llenar los ojos de escenario.
Gula por atardeceres con sabor a playa.
Arrullarse con el eco rompeolas.
La alharaca de los niños y sus chistes groseros.
La siesta cuyo guardián es el sol de mediodía.
Hormigas que hicieron un camino en la madera.
Una que otra concha extraviada.
Sangrar la piel con las agujas de insectos.
Descubrir migajas de arena en los bolsillos.
Y no tener más que eso para comprarle al universo un trozo de pan recién horneado en el pueblo.
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