Tras el primer soplido, aquél hombre mundano me miró perplejo. Gordo como un tinaco de azotea, se sentaba todas las tardes en su jardín a leer el "Sports Section" matutino. Sin playera. Si se le veía de reojo, el jardín parecía tener en el centro una tinaja rosada, olvidada y amoratada. No era sino hasta que se movía que uno se daba cuenta que aquello en realidad era un hombre leyendo.
Sudaba siempre a borbotones por la menor tarea posible: una caminata, cargar un maletín, formarse en las filas del metro donde me lo encontraba repetidas ocasiones.
Surgía un nuevo disparo de la cervatana entre mis labios, obligando al mastodonte a incomodarse, decir unas maldiciones, verlo incorporarse como una gelatina mal cuajada y meterse pesadamente en su casa. Se quitaba con trabajo los dardos de anestesia que había recibido.
Unas horas después tocaba la puerta de mi casa y le abría mi madre. Yo escuchaba complacido desde mi habitación todo el regaño, que el "bullying" de su hijo ya lo tenía frito. Y mi señora madre, con toda la prudencia, paciencia y certeza que tenía, sólo atinaba a decir:
"Es un niño, sólo juega. Ya sabe cómo son. Sobretodo si a los cuatro años les quitan el desayuno todos los días, con maña, fuerza y dolo. ¿Ya no se acuerda, animal?" Discutían un poco y ella, con todos sus argumentos sobre la justicia y la veterinaria, se las arreglaba para que el hombre le tuviese miedo y se fuera calladito, amenazado.
Ella azotaba la puerta. Luego me preguntaba, gritando hacia las escaleras: ¿cuántos dardos te quedan hijo?
Cuarenta y siete. Cuarenta y siete pagos que todavía debía aquel marrano hijo de la gran puta que hizo de mis primeros años de escuela una tortura con hambrunas.
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