No responde, no contesta. Se esconde de mí y cuando logro encontrarla, me muestra, sin embargo, los torbellinos de sus ojos, esperando una respuesta creadora. Intenta abofetearme y se retira a sus aposentos, de entre los miles que tiene dispersos en la casa. Su cabello es un desastre y se empecina en cepillarlo lentamente hasta que se le consume el día.
Ya pronto se consume también la noche, entre las velas. Allí brota la chispa de una literatura vuelta folios con precisa caligrafía dorada. Lenta. Bien trabajada. Entonces me sonríe, me sonríe y me abraza la condenada musa que durante todo el día permaneció callada.
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