Ella se sentó junto a mí. Me miró con ojos cansados, pesados, rojos. Se reía solita. Me hablaba de las maravillas contenidas en su bolsa. Cómo cada elemento tenía una utilidad y una función práctica, pero además, cómo se le podía observar durante diez minutos para descubrir todos los ángulos.
Sacó aquello que custodiaba con tanto secreto y cautela. Lo examinó varias veces y lo extrajo de un fragmento de papel de ese con el que hacen las bolsas de pan, desenrollándolo. Me hizo ademán de que no hablara, lo vio también desde muchos lados, me lo enseñó como un tesoro de baúl.
— No le digas a nadie.
Se llevó ambas manos a la cara. Inspiró fuertemente. Inhaló lo mejor que pudo. Luego me compartió un poco. Era en verdad algo para destapar la nariz. Fuerte, aromático, te transportaba a otra época. Cada elemento nuevo ocupaba un lugar en mi olfato. Luego me lo arrebató e inhaló más. Era adicta.
Nunca nadie me había hecho oler con tanto detalle un tomo literario tan antiguo, tan pequeño, cuyas letras en las hojas llegaron directo a mi cerebro. Una imprenta deliciosa.
Papel a la memoria.
Memorias en Papel . . .
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