Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

martes, 1 de diciembre de 2020

Hora del suicidio.

 En estas fechas del año siempre me llegan los recuerdos mordaces de vísperas anteriores: aquellas mesas vacías, regalos perfectamente envueltos que no contenían nada (yo mismo los ponía para sentir que alguien me apreciaba), luces rotas y un frío inconsolable. Es por ello que, pese a la objeción de numerosas y selectas personas con las que he intercambiado la tentativa de esta idea, mañana por la noche cometeré una atrocidad: un suicidio rápido y efectivo. Será con un puñado de pastillas elegidas al azar, quizá medicamentos caducos y todo ocurrirá mientras duermo plácidamente. No me gustaría sentir ninguna clase de dolor, al menos físico. Tampoco necesito estudiar los suicidios cometidos por otras personas, porque los informes siempre son elaborados por la maña del peritaje.

En todo caso y con profundo análisis me he conseguido cartas ingeniosas que habrán dejado algunos otros suicidas verdaderos: esos que no pregonan ni amenazan con quitarse la vida en cada instante, pero que dejan simplemente un mensaje para que después alguien lo encuentre y trate de entender un poco el motivo del abandono de la vida. En dichas cartas aparece siempre el mismo monstruo: la soledad. Viene acompañado además de una mascota igual de terrible: la depresión. Ese monstruo ha carcomido ya numerosos intentos de voluntad aparentemente indoblegable. Apenas comienzo a creer en la humanidad, pronto alguien se encarga de llamar al monstruo con el que convivo a diario. La última vez fue alguien que no me correspondió el saludo (y no entiendo por qué).

Como todo buen suicida respetable aquí he dejado estas notas interesantes para que quien las halle logre entender esta pesada carga de soledad multiplicada. Nadie me ha abrazado hoy, ni ayer, ni hace dos semanas. Intenté cocinar algo y se me quemaron los ingredientes. Lo que aquí relato no es con el fin de que alguien a tiempo logre leer la carta para prevenir que esto ocurra. De todas maneras, nadie llegará a mi rescate, el monstruo de la soledad no lo permitirá. Ya he preparado todos mis pendientes y ordenado mi cajón: la carta quedará expuesta arriba del pequeño buró para que sea fácil de encontrar.

Probaré por última vez mis galletas favoritas, un té y alguna fruta cítrica que ayude a sintetizar todo lo que hará reacción tarde o temprano dentro del cuerpo. No es bueno suicidarse con el estómago vacío. Se convierte uno en un fantasma con hambre perpetua, dicen. Para saber si es cierto este cuento... prefiero no averiguarlo y mejor llevar en el alma el sabor de la naturaleza que alguna toronja me entregue.

Damas y caballeros, es hora ya del suicidio. Mañana por la noche será, como he dicho.

La ventaja de esto es que me zafaré de algunas deudas bancarias. Ya no podrán cobrarme ni a ningún familiar porque he estado mucho tiempo solo. Lamentaré si acaso el dinero que ciertas personas me debían y que nunca me pagaron. Debería cobrarles muy a mi pesar de que ya no podré gastar dinero físico estando yo convertido en algo etéreo. También se librarán de esas deudas...

Pensándolo bien creo que primero debo cobrarles para poder realizar el suicidio con tranquilidad, porque tampoco debe llevarse uno al otro mundo estos pendientes. Estoy seguro que el monstruo de la soledad querrá acompañarme a recuperar ese dinero...

Si descubro que están solos de todas formas les cobraré, porque con más razón no tienen los gastos propios de algún matrimonio. ¿Qué se han creído esos ingratos? Cretinos. Creen que pueden ir por la vida estafando y engañando. Está resuelto: acabo de tomar la determinación de posponer el suicidio hasta nuevo aviso. Voy a ir cobrando el dinero que se me debe uno a uno, con buena disposición pero con un as bajo la manga por si se niegan a pagar. El monstruo de la soledad es mejor acompañante de ellos, así que lo enviaré para darles alguna buena opción: podrían quitarse la vida, apenados de no haber pagado a tiempo; aténganse a las consecuencias. Nadie quisiera jamás un abrazo de alguien como ellos. Estoy contento de la libertad que tengo y del tiempo de sobra.

Aún quedan tantas cosas por hacer: les voy a enviar regalos vacíos para que vean su propia vacuidad al asomarse al interior de la caja. Entonces sí, los recuerdos mordaces los volverán locos y tendrán la tentativa de cometer una imprudencia, de agotarse la vida en unos segundos. Les cortaré los cables de teléfono para que nadie pueda llamarles. Los aislaré. Se aislarán solos porque yo sólo seré la consecuencia de algo que ellos mismos provocaron.

Yo, el monstruo de la soledad, me comprometo fielmente a hacer compañía pesada y duradera a aquellos que gasten su dinero en intereses superfluos. A aquellos que, teniendo deudas enormes con personas de buena fe que confiaron en ellos, prefirieron aislarse y evadirse con la deuda. Y pronto, muy pronto, les nacerá la idea de que deben suicidarse. Pronto será la hora de otro suicidio y me llevaré entre las manos la nota que escriban.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Sin temor a equivocarme.

 Somos, sin temor a inundarme, agua escondida. Adentro, hacia la superficie, van los sentimientos flotando en barcas y algunas viscerales esencias merodean en el fondo de la mente. Agua turbulenta que luego se apacigua y agua que se vacía cuando las tragedias secan el alma. Somos ríos rápidos de enamoramiento y mansos lagos de estancia larga.

Somos, sin miedo a quemarme, fuego o flama. Ese que a veces calienta el estómago y que sube por la garganta porque el combustible se mueve. Ese que llega por arriba de la cabeza en un arrebato de locura temporal y ese mismo que como vela inmóvil puede acariciar el rostro de un diminuto ser apenas recibido en el mundo. Un fuego que guía al alma en la noche y otro quizá que quema los residuos de antiguos romances cenicientos.

Somos, sin preocupación a volar hacia la perdición, aire. Ese que viene en ráfaga instantánea, que nos tira de frío, que nos devuelve al hogar primigenio. Aire que sale del espíritu a través de un mecanismo un tanto extraño, por la boca; ese que pronuncia sentencias, maestrías de discurso, conjuros varios. Ese mismo que en un suave vórtice nos eleva cual hoja de otoño para aproximarnos a la verdad.

Somos, sin temor a quedarme enterrado, tierra. La misma que desde siglos nos moldeó para volvernos unos gigantes o seres de mediana estatura. Esa que nos hizo habitarla para ser habitados por ella, pues vida produce vida y se revierte el proceso en un bucle precioso. La mescolanza tibia o helada que nos ancla a la existencia.

Somos las estelas de polvo cósmico de milenios: perdurable creación que también genera vida.

Cuando todo lo anterior se afianza en forma de indomable espíritu que pelea por existir, somos, sin temor a quedarme sin conciencia, el genuino proceso del tiempo vuelto personas, el inteligente hábito de la luz, la tiniebla, el mar, el desierto, los tréboles, la lluvia y el canto de aves exóticas: somos todo lo que implica la fusión de los elementos, algo mucho más que un golem de materia inanimada y algo mucho menos que una divinidad omnipresente.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Nostálgica compañía.

 Desde la ventana superior podía observarse, a través del fino telescopio, la silueta de aquel demasiado romántico hombre. La lente escudriñadora, como ojo de la verdad, detectó entre sus manos el fino encaje de lencería negra que recién le había sustraído a la posible afortunada compañera.

Más a la derecha, sobre la silla acojinada, varias pantaletas rojas y negras tapizaban el entramado original de la tela. Sobre la mesa descansaban algunos sostenes, de encaje también, como si hubieran sido confrontados en batalla; y entre abolladuras se elevaba el erotismo.

Las zapatillas negras se asomaban, acechantes, por la esquina de la base de la cama, buscando un delicado pie al cual atrapar para recuperar la seductora compostura que originalmente traían desde el diseño.

Flotando con el aire del exterior, colgado en la ventana, el baby doll se transfiguraba en una preciosa mujer invisible que danzaba frente al espejo.

El telescopio acabó con todos los rincones de aquella habitación semi oscura. Pronto volvió a enfocar al hombre, romántico, vestido de frac; luego a sus manos: en ellas estaba prisionera una copa de vino a punto de agotarse. Y allí apareció el sentido de la escena: si toda aquella colección tuviera dueña, todo sería perfecto. Todo lo había comprado él. Escribió el guión para el momento ideal. Así que terminó de sorber el último trago de Memorias de Torrenegra, cauvernet sauvignon de 1970, y concluyó su velada con esta frase:

"Si existieras, amada mía, todo esto sería tuyo".

miércoles, 7 de octubre de 2020

Recuperar lo perdido.

 Es bien sabido entre los escritores que una idea no apuntada no sólo va al olvido, sino que deambula como un fantasma eterno para toda la vida. Si uno decide no escribirla, primero vagará por la casa, usará los muebles, dará vueltas en la cama e intentará persuadir al escritor para que haga uso de ella. Se materializará como algún dolor de cabeza, una ansiedad nocturna, un insomnio arduamente manifestado. Por supuesto: el autor va a ignorar este tipo de mensajes elementales, porque la idea no tuvo ni siquiera un breve hospedaje en alguna libreta de mano.

Al pasar los días la idea comenzará a mutar en algo más complicado. Es capaz de manipular el espacio-tiempo para conseguir que algunos objetos pierdan el equilibrio o para mover milimétricamente un mueble y que el autor reciba algún golpe inusual en el dedo meñique del pie: "es menester recuperar lo perdido", "es prioritario que usted me recuerde". A estas alturas, demasiado tarde cuando las prisas agobian, el escritor aprenderá la esencia del combustible verdadero: tinta sobre papel, porque es el único alimento posible para la idea que está perdida, huérfana. De nueva cuenta: el creador de historias va a pasar por alto estas señales un poco más evidentes y las dará por mera casualidad.

El camino se complicará aun más: algunos focos van a fundirse y varios insectos van a entrar por las ventanas abiertas, a comanda de la idea que ahora ha elegido una habitación para implantarse y poder concentrar sus poderes. El cuarto elegido casi siempre es el estudio o la biblioteca pero ¡desgraciado el autor si la idea se asentara en la cama! Los personajes más excéntricos van a aparecer sobre la almohada, en el sueño profundo, con irremediables sobresaltos a altas horas de la madrugada. Es justamente en ese punto en el que hay que coger la libreta e intentar recuperar lo perdido, perseguir el rastro que ha dejado la idea, pellizcar el umbral del subconsciente que se asoma y extraerle de las fauces de la perdición la idea que ahora está ejecutando berrinches alterados. Advierto: aún estamos a tiempo de capturar lo que se nos fue, aún a tiempo de escribir lo que debe ser escrito.

Si por tercera vez el escritor no tuviese las agallas para darse cuenta de la terrible maldición que está sufriendo va a llegar entonces la complicidad y la fuga. La rencorosa idea sin habitáculo decente (ese espacio precioso en el papel donde debería obtener el trofeo de la inmortalidad) utilizará sus recursos para reclutar otras ideas sueltas que la apoyen. La energía mental va a ser constantemente succionada con una aspiradora invisible: el autor solamente pensará que es otro mal día, que la hoja en blanco lo vence, que no hay inspiración posible, que cualquier pretexto es bueno para no escribir. La realidad subyace para los que han visto el verdadero efecto: la idea inocente que se dejó ir al principio es ahora un subyugador y un verdugo. Se pondrá celosa en extremo y evitará que otras cosas sean escritas. Es primordial volver a la raíz de todo y sembrar cuanto antes la palabra extraviada.

Si aun con todas esas dificultades se comete la atrocidad de no escribir la idea, suplicante para existir, cobrará conciencia de sí misma. Se volverá una voz dentro y fuera de la cabeza. Volverá a la existencia como un espíritu con larga condena: ya no querrá ser un texto corto, porque ahora exigirá conocer el mundo; deseará convertirse en una novela de más de cien mil palabras. Acompañará al autor hasta sus reflexiones finales y no lo dejará en paz nunca. "Tú, castigador, el que nunca me escribió" susurrará a deshoras. Alcanzado ese punto (esperemos que no muy tarde) el autor por fin reconocerá que la idea ya existe como un ente con autonomía y bastará entonces que se calle (el escritor cretino ególatra) para que ella comience a dictar desde el otro lado del paralelismo actual cómo desea retratarse a sí misma en un libro.

Y allí, sin remedio alguno, el escritor ya no escribirá lo que le plazca. Irá guiado por una fuerza desconocida, conocerá personajes, entrará en un mundo extraño. Será, aunque duela un poco, un escribano que escucha y sólo escucha a la idea contarse y extenderse. Y si lo toma como algo benigno bien podría decir que son las musas que por fin le ayudan. No obstante, en el fondo sabemos que está a merced de lo que aquella criatura multidimensionalmente desarrollada le está haciendo, por necio, por no haber escuchado antes las súplicas y por no cargar con una libreta de bolsillo para anotar las ideas que aparecen por allí en la atmósfera.

Y sólo así se puede recuperar lo perdido...

martes, 18 de agosto de 2020

Efectos diluidos en las traducciones de una obra literaria.

 La amplitud y autonomía de un universo construido en una obra literaria radica, en parte, en la pericia que el escritor o autor tenga con su lenguaje nativo. Aunque es improbable que el narrador domine su propia lengua a un nivel insuperable, sí lo hace funcionar como una ecuación de incremento de límites, sin alcanzar nunca una supuesta perfección. Dicha improbabilidad viene de la volatilidad de una lengua: si al autor le llevó bastantes años aprenderla, para cuando memorice y use un número alto y poco común de vocablos, la misma lengua ya habrá tenido algunas variaciones. En resumen: un narrador siempre lee y está en busca de perfeccionar su propia lengua, sin alcanzar nunca el verdadero dominio. No obstante, tendrá la madurez  necesaria para manipular dicha lengua y generar efectos interesantes que produzcan novedad en el lector.

La otra parte de la que consta una obra literaria se debe a las propias experiencias del autor, capacidad creativa-léxica, imaginación, su idiosincracia y educación. Nos surge aquí una pregunta interesante: ¿puede ser entonces una limitante no saber escribir en algún otro idioma? Al principio así parece, pero es en todo caso una barrera temporal que también se desvanecerá gradualmente en función de la ecuación de aprendizaje de nuevas lenguas. Y por supuesto, no se tendrá la comprensión inherente que posee un hablante nativo. Dicha ecuación puede comprimirse en la siguiente premisa: cada vez aprenderemos más de una lengua y estaremos cerca de dominarla, pero dicho dominio nunca será total.

Afortunadamente existen los traductores, pero en algún punto ellos también tuvieron que aprender los rasgos funcionales de la otra lengua. Hemos visto, además, que las traducciones no pueden ser totalmente legítimas, sino interpretaciones lo más posiblemente apegadas a la versión original. Suponemos entonces que cuando leemos la traducción al español (experta, pongamos por caso) de una novela francesa, acaso nos estaremos perdiendo efectos inherentes que un francohablante entendería de inmediato. El traductor lo resarce entonces con los recursos propios del español, para sustituir el efecto original con uno muy parecido. Podríamos comparar, para ulteriores estudios, tres traducciones de la misma novela (escrita originalmente en francés):

a) Un francohablante ha aprendido la lengua española y ha hecho la traducción.

b) Un hispanohablante ha aprendido la lengua francesa y ha hecho la traducción.

c) Un angloparlante ha aprendido lenguas francesa y española. Decidió traducir.

Si, en el mejor de los casos, habláramos y comprendiéramos las tres lenguas en un alto estándar de dominio, podríamos notar las diferencias y reconocer los efectos pragmáticos que corresponden no sólo a una lengua, sino a una cultura completa. Allí caben, sin lugar a dudas, las expresiones idiomáticas o modismos, que la RAE define como: "Expresión fija, privativa de una lengua, cuyo significado no se deduce de las palabras que la forman". Un ejemplo tonto pero ilustrativo está en las siguientes expresiones:

a) Me estás tomando el pelo.

b) You're pulling my leg.

c) Vous me faites marcher.

Si tradujéramos literalmente dichas expresiones nos daríamos cuenta que distan mucho del significado original, que puede resumirse en la palabra "engañar". En español, "tomar el pelo" correspondería a la acción de sujetar el pelo de alguien con la mano. En inglés correspondería a "jalar la pierna" de alguien y en francés parecería la queja hacia alguna orden marcial "me haces caminar mucho". Es aquí donde entraría en juego la habilidad del traductor para no sólo reconocer los distintos modismos en las tres lenguas, sino para saber cuándo se aplican sin menospreciar la intención original del novelista. Si eligiera utilizar una palabra que funcionara simultáneamente en las tres versiones, usaría "engañar" y se ahorraría problemas de interpretación, pero privaría a lectores cultos de esos pequeños juegos lingüísticos.

Vale la pena darle un giro a nuestra pregunta inicial: ¿es una limitación no saber leer en una lengua diferente a la nuestra? La respuesta es sí, aunque sea poco significativa y parcial, puesto que al leer la traducción de una obra estaremos obteniendo la mayor parte del significado de ésta. Sería, hablando retóricamente, comerse un helado de chocolate sin las chispas que lo adornan.

sábado, 15 de febrero de 2020

¿Ser como la montaña, el río, la piedra?

Recientemente, algunos libros, no todos, han estado apoyando extrañas ideas de una metamorfosis imposible para la naturaleza humana. Me refiero a que brotan las comparaciones entre las emociones humanas y algún elemento o materia propios de la naturaleza animal o vegetal. Por ejemplo, se suele decir que los árboles son fuertes y echan sus raíces, que sólo así se forjará una copa sana y tronco robusto. Así se dará frutos, etcétera. Sí, hay que ser sagaz para no pretender ser árboles y tomar las metáforas que la figura comparativa ofrece. No obstante, a veces parece que esos textos demeritan el gran flujo de emociones, interacciones, experiencias y sensaciones del ser humano. "Sé como el árbol, que no se doblega". Sí, es un gran consejo... para árboles.

A los autores que han propuesto semejantes paradigmas (a algunos, no todos) se les ha olvidado la premisa de que por mucho que querramos imitar o emular aspectos de la naturaleza vegetal, no dejaremos nuestros instintos o racionalidades humanas. Por ejemplo, el árbol no se enamora (hasta donde sé, porque no recuerdo haber sido uno), por lo que no sufre las consecuencias de un vórtex de sentimientos provocado por un desamor, pongamos por caso.

Tomemos otro ejemplo: "por mucho que sople el viento, la montaña no se derrumba". Como lectores sagaces vamos a desentrañar las metáforas y tomaremos lo que nos sirva para la experiencia propia. Pongamos el caso: tendremos situaciones agradables e infortunios, pero debemos mantenernos en pie, como si fuéramos una montaña. Está bien, salvo que: no somos sedentarios, no somos gigantes, no estamos poblados de árboles o vegetación, el viento nos puede tirar, tenemos corazón y cerebro. Por mucho que juguemos al juego de ser montañas, tarde o temprano se manifestará nuestra propia naturaleza de entes pensantes y caminantes. Estamos obviando lo evidente: no hay que tomar literal el texto, son sólo metáforas para reflexionar. Estoy de acuerdo. Así funciona la poesía, atribuyendo cualidades extrañas a otros objetos y seres.

No obstante, algunos libros se esmeran en querer motivar la metamorfosis impracticable. Se les olvida que el lector es una persona con tres aspectos fundamentales: mente, espíritu y cuerpo. Pareciera que el texto se dirige a personas que quieren o planean convertirse en piedras, en ríos cuyo curso es ininterrumpido, en nubes, en animales. Así no funciona la estrategia. Si bien podemos adoptar y trasladar a nosotros particularidades, por ejemplo, de un río, no nos convertiremos en uno. "El río no pelea contras las piedras, las pasa de largo". Está bien si eres un río, pero si no, no en todas las circunstancias servirá pasar de largo o darles la vuelta a los problemas. Habrá que confrontar en ocasiones. "El río no se queja de ser río". Evidencia: el río no tiene ni boca, ni cerebro. Y si se está quejando entre sus borbollones, seguramente es un lenguaje que aún no comprendo. Tampoco descarto la posibilidad de que un río quiera volverse un ser humano.

¿Metáforas e interpretación? Viable. Pero cuando la sugerencia se vuelve un mandato se vuelve absurda y ridícula. "La piedra resiste los embates firme, firme. Hay que ser como la piedra". Pues sí, por eso es piedra. No es sano pretender un diagrama transformacional en el ser humano con las cualidades y defectos de las piedras. No de forma seria.

Dejemos esto a la poesía y entonces sí, ya todos nos convertimos en lo que queramos: en aves, en peces, en medusas, en montañas, en ríos, en mares, en espuma, en levedad. Allí el lenguaje puede jugar, volar, estallar, dilatarse, expandirse, reconstruirse y llegar al alma de cualquier lector. Eso ya es otra cosa.

viernes, 10 de enero de 2020

Poco romántico, el sol.

Persiste una tendencia generalizada a volver más romántica la luna que el sol.

El sol, estrella refulgente e inagotable fuente de energía, también es gallardo, sensible, luminoso. Ya quisiera él menguar un poco, como en los atardeceres donde se le ve fragmentado por efecto de las neblinas del rojizo horizonte. Que las personas y los poetas digan: "mirad, hoy tenemos sol lleno, muchas cosas interesantes están por pasar".

Parece más bien que la imposibilidad para apreciar las buenas dotes del sol radica en la misma imposibilidad para verlo. El que lo ve se queda ciego. No queda otra opción más que verlo por partes, en esos brazos luminosos que calientan los cerebros de las personas.

Mas basta una tormenta para que todos lo añoren.

lunes, 6 de enero de 2020

Planetandroides.

No recuerdo ya cuándo los planetas desarrollamos brazos, piernas y un corazón. En vez de orbitar alrededor de un sol decidimos replicar ese mismo comportamiento en el interior, entre átomos y electrones.

El universo se volvió consciente. Somos los planetas que desearon tener experiencias. En el centro de nuestro cerebro está situado el fulgor de la creatividad primigenia, el origen de la galaxia; absorbimos un sol por allá y todo funciona armónicamente.

Sólo que, aún batallamos. En vez de recibir colisiones de meteoros, ambicionamos conquistar otros planetas vueltos seres antropomorfos. Queremos espacio. Queremos pequeñas lunas que se vuelvan nuestros sucesores.

Lo que hicimos fue abandonar el espacio para insertarnos en un planeta más grande. Planetas que habitan otro. Y aún queremos conocer el enigma de la cuarta dimensión: esa donde el tiempo y el espacio desaparecen. Cruzar el agujero de gusano y encontrarnos conque en otra zona ignota alguien más también ya nos habitó. Estamos poblados hasta la médula. Y por si fuera poco, nos invaden de adentro hacia afuera.

Aún tenemos el sol, que nos recarga todos los días. Otros planetas no terminan de adaptarse al cuerpo, colapsan, enloquecen. Explotan como una supernova. No obstante, los que permanecemos, los que nos adaptamos mejor, hallamos en un beso el enlace perfecto para girar uno en torno al otro.

miércoles, 1 de enero de 2020

Cualidades lunares.

Me gustaría saber si a la luna se le dedica tanta poesía por alguna cualidad específica. Quizá su blancura, su tamaño, su condición de guardián nocturno.

Normalmente el poeta va caminando por algún sendero y la ve plantada y fija allá arriba. Entonces se le antoja dedicarle un escrito, según la fase. Pero ningún poeta imprime una fotografía de la luna para ponerla al lado de sus libros. Ya sabemos que es mejor la real que una impresa, pero no podemos conservarla en llena para siempre.

Es la luna un fantasma que se aparece o se oculta según le place.