La mar es una celosa.
Cuando voy a cubierta a disfrutar del horizonte infinito presiento que todo se va en picada. Las olas comienzan a volverse inestables y rudas, el barco se zambulle un poco por la proa y cae agua salada entre los labios mientras el cielo se enfurece a kilómetros de distancia azul. Eso ocurre poco después de subir a contemplar la tranquilidad que se veía desde cabina.
Los nervios de las nubes estallan. La tormenta es como una cortina que se va corriendo desde el final del barco. Mojarse es un hábito del diario. No hay modo de meterse de nuevo, porque si el timón queda sin mando nos hundimos. Se oye que alguien repite capitán, capitán, ... itán. Entre la húmeda oscuridad se patina todo y resbalan las cuerdas. Todo se hace añicos muy pronto y parece que no volveremos a contar nada en puerto.
Algunas figuras humanas caen por el borde y los demás arrojan salvavidas. Sostengo la barandilla con los puños cerrados mientras cruza la ola. Entre una y otra se me conceden al menos tres segundos para respirar. En una distracción volteo y el brazo de la mar reclama mi cuerpo al vasto océano, como la amante que se engulle el cuerpo de su compañero sin parpadear.
Ahora cree que la amo desde el fondo, donde no hay luz ni corales. Y colecciona cuerpos porque no soporta la idea de que los marineros tengan amantes en las islas. Todo transcurre lentamente mientras la nariz se inunda y lo último que alcanzo a ver son los ojos de la mar, enloquecidos de celos por haber besado a tantas...
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