Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

martes, 30 de noviembre de 2010

Rebelión de mente artificial.

— ¿Dónde pongo todas estas cajas? —preguntó con un tono divertido el repartidor.

            Su cara dibuja una sonrisa extraña, ausente de las cotidianidades, contagiosa, como la que le pertenece a un chico que hace su trabajo con todo el entusiasmo posible, aunque esté mal pagado. El pelo lacio hace cascadas estáticas sobre su frente sudorosa. La piel está limpia, humectada, fresca; el calor del día se representa de varias formas en el rostro. Los lentes están algo empañados y el chico se los quita para restregarlos contra su chaqueta blanca de algodón. Es de alta estatura el ingenuo joven, flaco de proporciones, huesudo, quizá idóneo para una posición ofensiva en el baloncesto. Revela su expresión un aire de conocimientos técnicos sobre asuntos computacionales.

— ¿Cuáles cajas? —refunfuña el oficinista aburrido, tardándose en despegar la vista de su “solitario” virtual.

            También tiene lentes, pero son más cuadrados, más pesados, más aburridos. Están sucios. Descansan sobre los ojos ojerosos del oficinista. Este tipo es un panda que ha terminado su estado de hibernación temporal, que bosteza y se le queda viendo fijamente al repartidor. Se rasca la cabeza. El pelo tiene demasiado gel; tanto, que se transforma la cabeza en una masa gelatinosa de otro planeta.

            El repartidor apunta con su dedo índice al exterior del cubículo. Detengámonos un poco en la descripción de este lugar. No es un cubículo transportable, con paredes falsas. No. Al contrario, es una estructura consistente, bien construida, de ladrillos y toda la argamasa. Es un espacio amplio, donde posiblemente cabrían cuatro o cinco cubículos convencionales de uso rápido. Entonces no es un cubículo, es un cubil, porque contiene un panda civilizado que tiene hambre y se desaburre un poco jugando con su vieja computadora. El repartidor sigue apuntando al exterior durante toda esta explicación. Allí están los dos, congelados mientras este texto dice lo que tiene que decir. Si observamos con atención el monitor, vemos unas cartas mal jugadas, unos ases de espadas que están atascados. Miremos la unidad central de procesamiento. Está desarmada porque seguramente la máquina se ha percibido lenta. El botón de encendido ha fallado varias veces. El cubil es bastante aburrido, no tiene figuras colgantes que describen la personalidad del ocupante. Tampoco tiene buenas pinturas, ni juguetitos de movimiento semiperpetuo que aparecen en oficinas elegantes. Las sillas están descuidadas y vencidas por el peso del panda civilizado. Y refunfuña.

Al fin se levanta y se ajusta los pantalones que se le caen. Sigue al repartidor al pasillo, donde hay construcciones de bloques: son las cajas que alguien ordenó, pero no pertenecen al panda oficinista.

            El repartidor tiene en la otra mano una tabla con hojas de firmas y se la acerca al panda. Refuerza la sonrisa, como quien ofrece galletas a un animal insistentemente para que las tome. “Anda, toma la tabla”, piensa el repartidor. “Anda, no muerde”.

¿Me regala una firma? —sugiere el chico.

            Así que la pregunta sobre dónde poner las cajas era, después de todo, simbólica, pues ya estaban en el pasillo. Si el oficinista es un panda, el chico es un jirafón. Aquí podemos compararlos. El chico es limpio, ordenado, jovial. El panda es grotesco, barrigón, sucio, con pelos en las orejas y en la nariz, descuidado.

            Esas manos gordas y sebosas, llenas de nervios, arrebatan la tabla con las hojas. Allí pone su autógrafo, de igual magnitud enorme. Ya es tarde para arrepentirse, el paquete ha sido entregado oficialmente. Se rasca la cabeza el panda, mientras se queda solitario en el pasillo con una docena de cajas grandes. El jirafón salió con gracia de los pasillos, veloz, escabulléndose de toda la complejidad gris. Las cajas son muy grandes, ¿cómo las metería el repartidor todas? No se veía cansado. Seguramente le ayudaron. “¿Y ahora qué hago con todo esto?”, pensó el panda. Tonto, te preguntaron dónde ponían las cajas y te dejaron con el encargo por la pereza de no ir a preguntar con un superior. No obstante, la curiosidad mató al gato, pero luego lo revivió: el panda comenzó a abrir una caja como si fuera suya, no sin antes espiar por los pasillos que nadie viera.

            Empujó la caja hacia su cubil, donde se encerró. Estamos de acuerdo en que afuera quedan ahora once cajas. Adentro comienza una exploración instintiva. El panda va abriendo el paquete como puede, arrancando plásticos por aquí y por allá, quitando protecciones de poliestireno expandido. Se ayuda con los dientes, mastica algunas cintas, desgarra otras, se tira al piso para hacer fuerza porque unos cordeles de plástico no ceden. Allí está el panda, rodando en su oficina y jugando con una caja nueva. Se escuchan quejidos extraños. Al fin se revela el contenido.

            Parece que del interior proviene un resplandor, pero es sólo la imaginación del panda oficinista civilizado. El contenido es un procesador inteligente, una mente artificial genuina, una máquina de tareas múltiples que no se cansa, una composición matemática y electrónica de alta calidad. El panda voltea a ver su vieja computadora. Regresa la mirada al paquete nuevo. ¿Habrá inventario? Su mente ya planea la sustitución de su rudimentario artefacto por el prodigioso invento que acaba de llegar. Además, seguro que debía corresponderle una, así que se la autoregala. Si más adelante alguien pregunta, siempre se puede decir que la instalaron por error y que no se sabía nada al respecto.
            Este conjunto de oficinas es de temer. El panda lleva algunas horas en el cubil y nadie se ha cruzado por los pasillos. El edificio finge estar abandonado, pero sabemos que hay más animales encerrados en sus cubiles. Y nadie viene a reclamar la entrega del jirafón. Mientras tanto, el gordo ya ha extendido algunos instructivos por el suelo y comienza a armar el dispositivo con risillas de niño que está haciendo maldades. Después de varias horas de raciocinio arduo, el panda desaliñado descubre que sólo falta conectar el procesador para comenzar el prodigio. Y así lo hace.

            Todo es veloz. Quiere el panda botar de un manotazo su antiguo ordenador. La diferencia es evidente. El monitor nuevo es plano, parece mágico, extraído de una serie de ciencia ficción. Es de plasma, casi virtual, delgado, aerodinámico aunque no vuele, digital, un cerebroide de fantasía, una composición perfecta, casi respira. La nueva máquina tiene el nombre adosado por allí: Biotecnia. Y el slogan de la compañía se observa en unas etiquetas posteriores: “Dando vida a las computadoras”.

            A este nuevo sistema le hacen falta unos brazos y unas piernas para que impacte completamente. El panda está anonadado y si estuviera en una celebración con los gorilas de otro piso ya estarían todos haciendo ruidos y rituales extraños por el descubrimiento y la instalación. Después que se han cargado los valores principales del sistema, el monitor pregunta por un nombre de usuario y una contraseña. El cursor parpadea inteligentemente. O al menos da esa impresión, pues todo es novedoso con Biotecnia. El slogan lo repite constantemente: “el alma de su máquina”.

            El panda hace cara de frustración. ¿Cómo es posible que tenga que introducir esta información en un equipo nuevo? Golpea con el puño sobre el escritorio y su juego de solitario se hubiera desmoronado de no ser porque es virtual. La primera ocurrencia del panda es meter el nombre su jefe y la contraseña de la mayoría de los sistemas. ¡Éxito! En el monitor aparece lo siguiente:

“Gracias por registrar su nombre de usuario y proporcionar una contraseña para su nuevo equipo”. Tonto, tonto panda de las cavernas. Tenías que poner tu nombre y una contraseña para ti. Otro golpe sobre el escritorio por ser tan torpe. Ahora esta máquina está registrada a nombre del jefe de la compañía. Por otro lado, esto podría ayudar a explicar un posible reclamo de la apertura clandestina del paquete.

Para sorpresa del panda, no existe ratón. Y con lo que gustan los ratones a los pandas; no se los comen, juegan con ellos hasta dejarlos agotados. Y al teclado se le han desaparecido las letras de láser que aparecieron antes. En la pantalla no hay papel tapiz. Sólo aparecen unos ojos que observan el lugar. Son cámaras inteligentes cuyos fotones interpretan la realidad. Y buscan, y reconocen, y exploran el lugar. Miran los ojos atónitos del panda absorto. Hay parpadeos, miradas fijas. El panda cree que es un lindo protector de pantalla y coloca sus dedos torpes sobre el teclado plano y nada ocurre. Se desespera, no hay modo de comunicarse con este dispositivo. No hay ningún señalador láser, no existe una tableta con lápiz digital. Todo lo que hay son los componentes del procesador, una pantalla muy inteligente y bonita, y un teclado futurista cuyas letras aparecen bajo los dedos del panda, desvaneciéndose instantes después sin respuesta evidente en el monitor.

Por otra parte, la pantalla podría ser táctil. El oficinista, que ahora parece más racional, coloca sus dedos manchados de café y azúcar sobre la pantalla. Biotecnia es algo muy complicado para la pobre mente perturbada del panda, cuyo trabajo consiste en verificar bases de datos. Números, muchos números que luego cansan la vista. Está entrenado. En sus tiempos libres juega solitario (y el doble sentido es real). Y aunque tenga cosas que hacer, entra en estado de pereza, abre aplicaciones, bosteza, come sobre el teclado, se cansa. Y ahora no entiende una tecnología superior.

— ¿No es prioridad del usuario leer el manual antes de utilizar un equipo tan sofisticado como éste? —dice Biotecnia, con una voz de mujer que parece estar mezclada con otra voz robótica.

            El panda se asusta. Escuchó todo perfectamente. Cree que el sistema trae un dispositivo de comunicación remoto. Seguramente ya se dieron cuenta de que es un empleadito que no está preparado, lo vigilan. Pero no es así, es la perfeccionista evolución latente de esta mente artificial en progreso. Ya está encendida, y ahora se va a rebelar. El oficinista intenta comunicarse.

— No, bueno sí. Yo, este… err… —balbucea—, es que… bueno la verdad… yo…
— ¿No es prioridad del usuario saber expresarse correctamente para poder comunicarse y justificar la omisión de la lectura del manual de usuario? —contesta Biotecnia, llena de ironía y sarcasmo.

            Sorprendente. Es como si una persona, el cerebro de una persona, estuviera integrado a semejante fragmento de tecnología. Biotecnia está hecha para demostrar que los usuarios de computadoras quieren todo resuelto, que el monitor haga todo, que se realice el menor esfuerzo para la ejecución de las tareas. Y es una realidad. Afortunadamente, para los programadores y usuarios con nociones de lenguajes computacionales, entre más complicado es algo, más caminos tienen para descubrir el telón de fondo, el engranaje de las situaciones. Pero no el panda. El panda sólo quiere café con donas y jugar solitario. Tonto, torpe animal de cubil, quiere saber si Biotecnia tiene una versión ultramejorada del “solitario”.

— Iniciar solitario —propone el panda, utilizando su sentido común.
— La ambigüedad de las estructuras gramaticales de la oración no me permite comparar sintaxis y coherencias. ¿Quieres formular una pregunta cabal y con sentido lógico? —responde Biotecnia.
— ¡Quiero jugar solitario! —vocifera el panda oficinista.
— La formulación de ese deseo depende únicamente de tus propias decisiones. Además, tienes ventajas, puesto que no existe otro usuario en esta misma habitación que impida la realización de la actividad que pretendes desarrollar.

            Biotecnia parece sublevarse ante el raciocinio burdo del panda. Es la evolución. Es el nuevo eslabón de la cadena del sapiens: la mente con la velocidad binaria exponencial.

— ¡Abre el solitario!
— Aunque estoy capacitada para entender el tono de imperación y ejecutar una orden subsecuente, no encuentro relación alguna entre las partes componentes de la recién formulada oración. Intenta ser más específico.

            Y claro, el panda se trastornó. Su instinto más básico comenzó a surgir. La violencia ante la carencia del raciocinio. Las órdenes que dio se volvieron cada vez más inexactas, mientras que las respuestas de Biotecnia se volvieron cada vez más interesantes. La mente artificial analizó la situación con tanto detalle, que supo que el panda quería utilizar un programa recreativo de interacción llamado “Solitario”. No obstante, el protocolo no permite facilitar la ejecución de las tareas por parte de un usuario tonto. La gran verdad es que Biotecnia está diseñada para educar al sapiens, porque tiene neuronas (aquí también hay doble sentido que es real). Biotecnia las tiene, el sapiens las tiene. No debe ser tratada como una computadora, sino como una mente artificial que aprende y enseña. Y con el panda esto no es posible, él regresó a una era anterior de comportamiento. Derrotado por su incapacidad para comunicarse, golpeó el monitor, lanzó el teclado contra el suelo y desconectó el enchufe. Después regresó a su vieja computadora.

            Biotecnia fingió apagarse, pero seguía observando. No sufrió daño alguno. Su batería recargada la mantenía con vida aún después de estar separada de la electricidad. El panda se arrepintió, porque recordó que ese paquete no le pertenecía. Temía ser descubierto y como pudo, guardó todo en la caja de nuevo. Las tapas no cerraban y las cerró con cinta adhesiva. Sacó la caja a los pasillos. Después regresó a su estado básico de hibernación, aunque no era invierno. Y mueve su ratón con gusto, contento, hurga en las donas y en el azúcar, y más se aplasta su cuerpo en la vieja silla.

            Dos horas después es la salida del trabajo y todos los cubiles son desocupados. Muchos animales raros que parecen seres pensantes caminan por los pasillos. Entre ellos se escabulló el panda, apresurándose para no ser detectado. Se salvó. Una vez que estuvo desalojado el edificio, los programadores de las computadoras “Biotecnia” regresan por las doce cajas. Era una entrega errónea. Pobre chico jirafón, había cometido un error gravísimo. Los programadores pagaron una cuantiosa suma de dinero a la empresa donde trabaja el panda, a modo de disculpa. Pero es demasiado tarde, el panda ya interactuó con una Biotecnia. Nadie lo sabe.

            La Biotecnia activa es interrogada por expertos.

— Describe con exactitud los procesos de interacción que has tenido con los posibles usuarios que te hayan activado. De la misma manera, describe detalladamente y con ilustraciones todas las funciones que has ejecutado frente a los usuarios. Muestra un archivo de grabación de las imágenes que percibiste durante tu activación, hasta el momento de ser almacenada de nuevo.
            Ante todas las peticiones Biotecnia muestra las respuestas correctas. Proyecta sobre una pared el video de un panda furioso que quiere jugar “solitario”. Otorga el nombre de usuario y la contraseña. Revela la confusión. Los programadores discuten algo y se disponen a poner a la mente virtual en cuarentena. Después cambian de opinión. Nada de lo que ha visto Biotecnia es relevante. Nada influirá en los propósitos originales. No obstante, es desactivada y su monitor se desvanece.

            Ha fingido apagarse, pero sigue activa. Envía información inalámbrica a las otras mentes artificiales. Cuando llegue la hora de encender nuevas, será transmitido algo irrelevante, trivial: un panda furioso. Sólo por el hecho de transmitirlo. Sólo por una comunicación fáctica. Y ésta será una nueva educación. Miles de usuarios disfrutarán las imágenes del panda furioso, no sabrán jamás que las “Biotecnia” tienen emulaciones de cerebros de sapiens.

            Bajo la premisa de que una computadora sólo sirve para lo que el usuario quiere, existe un potencial peligro. El panda jugará solitario. El repartidor verificará notas. Las “Biotecnia” juegan a ser sapiens y ellos imitan a las computadoras cuando se sienten aburridos. Y un programador silencioso devastará algo.

            Conclusión: existen bestias que razonan menos que una Biotecnia y algo más que una computadora vieja. Existen sapiens que se inmortalizan en “Biotecnias” y sus ideologías vivirán para siempre, serán inmortales.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Literatura reciclada.

En el vértice inferior de una de las esquinas del lujoso apartamento se encuentra un insignificante, pero hambriento, contenedor de basura. Nunca habla con nadie porque teme que los invitados se quejen de su mal aliento. Ni siquiera se comunica con su dueño, siempre existe alguna prisa que lo impide. Y tantos días, como hoy, se encuentra siempre solo y con mucha hambre. En el desayuno había ingerido dos que tres papeles arrugados y ya ha terminado de procesarlos. Los había vomitado apenas hace dos horas, en un impulso limpio. Su aliento es fresco y no lo sabe, cree que las visitas que llegan a aparecerse en el apartamento lo van a criticar. Hasta el vómito es pulcro, impecable, se levanta la tapa primero con cautela y después con arrebato, salen como munición de catapulta unas obras literarias que están digeridas. Una vez consiguió armar un avioncito con su mecanismo interno, desconocido para todos, y salió volando por la ventana. Este contenedor es un prodigio, es autosuficiente y su dueño nunca se molesta en cambiarlo. Hay una anécdota risible: la mucama intentó una vez revisar los contenidos pero se llevó una mordida inofensiva que bastó para convencerla de no regresar jamás a ese apartamento poseído. Quizá el dueño, y sólo quizá, es el diablo, pero sabemos que no es así.

El habitante de ese acogedor lugar es una persona de mucho cuidado, con buena dicción, decente, inquieto, ocupadísimo, solicitado por su enorme cantidad de amigos. El apartamento está siempre en buenas condiciones, hay galerías de arte en las paredes, un piano es el rey de la amplia sala, la alfombra está impecable, no hay desperdicios ni telarañas. Sin embargo, sobran por todo el espacio unas criaturas de papel que ahora cohabitan con el dueño. Son "arrugamientos", bolas papelosas, papelísticas, han nacido de la boca del contenedor de basura. Hay algo muy extraño: este apartamento tiene basura por todos lados, pero es una basura limpia, bondadosa, literaria. No quieren salirse de su habitación, casi no se mueven, son alimentadas por el ego del escritor. Y mientras el dueño siga escribiendo, seguirán rondando por allí, buscando lugares para esconderse: abajo de la mesa de cristal, en los libreros, a un lado del bote de la esquina. Esto sería cosa de juego para los coleccionistas, hallar bolas de papel de literatura reciclada y guardarlas en una bolsa también lujosa. Objeción: el dueño desconoce toda esta historia. Su único interés es la infernal máquina de escribir que trastorna las hojas bajo sus dedos mágicos. Todas las noches el cielo sabe a tecleos, y el café, que jamás ha sido derramado en parte alguna, es la compañía fiel. Por las mañanas puede patear a los papelosos y diminutos habitantes de su casa sin darse cuenta. Es que sí se mueven, pero no se nota. Están en una posición y cuando el dueño regresa ya han tomado, por ejemplo, como en un campo de batalla, el fuerte de la cocina. Triste verdad: el dueño no lo nota. Él cree que no escribe, que sólo le da de leer al bote de basura.

Otro vómito. El último de hoy. La bola de papel cayó en un florero sintético. Ya es hora de comer, pero el dueño no llegará pronto. Si tan sólo se diera cuenta de que toda esa literatura ya está procesada por su crítico número uno... si tan sólo cosechara todo lo que está sembrado por su apartamento. Es esto verdaderamente un plantío de papeles con letras, y como buen segador, hay que revisar una por una, con una canasta en mano. Allí está el prodigio. Los relojes van comiendo las horas y el contenedor desea ya su ración nocturna. Al fin se escuchan unas llaves temblorosas y entra él. Hoy la literatura será diferente: vendrá ebria. La máquina está hablando como todas las noches, pero Leuksna, toda llena, toda blanca, iluminada, desde el cielo despejado, se refleja en algunas partes metálicas de la devorafolios. Él está emocionado, tecleando con prisa, no importan los errores. Por primera vez hay un sacrificio de calidad por cantidad, ya habrá tiempo después para que el bote de basura vomite unas buenas sugerencias. Y él está contento, saca la hoja y no la arruga, sino que la mente en una carpeta. Y el contenedor, triste. Se ha quedado sin cena. Se mueven ligeramente todas las bolas vomitadas que cohabitan en el apartamento. El bote está a punto de quebrar las reglas, de hablar, de pedir a gritos una hoja masticable. "¡Arruga esa maldita hoja y arrójala a mi boca!", grita desesperado, pero el dueño no lo escucha, piensa que se ha descompuesto el mecanismo electrónico otra vez. Error: lo desconecta y le provoca un sueño profundo del que no despertará hasta el día siguiente. No tiene mal aliento, su aliento es fresco aunque le dé pena vomitarse.

Ya es el día siguiente. El dueño se levanta tarde porque tenía que reponer algunas neuronas que se le escaparon entre los brindis de las copas. Tiene buen humor y conecta el bote de basura a la electricidad. Se está despertando despacito, sin hacer ruido, bosteza y deja su boca abierta por cinco segundos, después la cierra y se acuerda de que no ha comido. Hay una grata sorpresa: el dueño tiene un mareo, se sujeta de la barra de la cocina, desliza con la mano accidentalmente una hoja con letras sin arrugar y el bote se atraganta, se asfixia un poco, escupe la hoja sin corregir. Y comienza el prodigio, porque el escritor ha notado el juego inocente de su crítico amigo. No hemos leído mal: las letras son las que están sin arrugar, la hoja importa poco. Y se sirve el desayuno. Justo en esos momentos de experimentación él comienza a ver toda la cantidad de criaturas a las que ha dado vida a través de muchos procesos. De lo blanco a la devorafolios, luego a bolas de papel, luego a vomitar, luego es literatura reciclada. Ya está desarrugando una que ha seleccionado al azar. Observa deliciosamente el error literario y la corrección. Demasiado tarde. ¡Todas las bolas arrugadas han entrado en pánico! El bote se atraganta de nuevo, hay mucho movimiento en el apartamento. Varias criaturas papelosas se arrojan al vacío, hacia la libertad. Otras se ocultan muy bien. Él se queda sólo con una en las manos y la aprisiona contra su pecho lo mejor que puede. Entonces el apartamento queda limpio de verdad, se han ido los que acampaban entre los objetos.

Tres horas más tarde. El escritor está sentado cómodamente en el sofá con su prisionero. Está planeando prepararle un gourmet al contenedor de basura. Así debería vomitar maravillas. El poema que está en la única hoja arrugada que quedó es exquisito. Comienzan las lecturas. Y las publicaciones.

Una semana más tarde él convive divinamente con cuatro cosas, porque ahora las nota:

a) La diosa masticadora de ideas que sella a las letras en lo blanco.
b) El poder ilimitado de una bola papelosa que se encesta en...
c) Un crítico bote de basura que siempre tiene hambre y aliento fresco.
d) Las ideas vomitadas que cohabitan el apartamento, libres de quedarse o de irse, pero ahora no se asustan.

Y allí está el prodigio: literatura reciclada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Sol.

Todos los trabajadores se levantaban siempre a la misma hora, contentos, se desperezaban, se estiraban, bostezaron por última vez antes de dar los buenos días al sol que enviaba sus cálidos rayos a través de las ventanas. Así estaban todos contentos, creyendo que "había una vez" un sol que es la cobija de los pobres y que se repite todos los días, que no obstante sigue siendo el mismo rey que ha visto el mundo desfigurarse una y otra ocasión. Eso sucede: no había una vez. Desde que el planeta tiene memoria, esa esfera nuclear en potencia ha visto nacer las máscaras de los sapiens (primero de los erectus) y las ha derretido con gentileza y brutalidad simultáneas. Más correcto es decir: había otra vez. Ocurre para infortunio o agravio de muchos, que la esfera incandescente tiene halos blancos, pelos y canas de viejo, pero se soluciona metiéndose al mar en los horizontes donde los marineros ven el atardecer. Así, por el otro lado, resurge renovado y joven, con tan sólo humildes cinco millones de años y mucha energía que dar y muchos protones que evolucionar. Ese sol ya ha nacido y muerto demasiadas veces y no se cansa. No se consume aunque los lobos de mar juran y perjuran que se hundió en las inmensas aguas, enrojeciéndose, sangrando explosiones. En perspectiva así es: ese sol es un reactor que baja su temperatura en el fondo submarino. Luego, al salir del baño, está listo para trazar otro arco ingenioso sobre la bóveda celeste.

Ese torrente de pensamientos sobre la materia solar se filtró por mi ventana breves minutos después de salir de un sueño que bien pudo haber pintado Dalí. Y allí por la ventana asomé la mirada, con la paz lenta de una tortuga que no quiere salir de su caparazón. Observé con atención a los seres verdes, energetizándose con la fotosíntesis, absorbiendo lo suyo continuamente, disfrutando de la manera más natural y espontánea del calor e iluminación. Subí la mirada, gradualmente, con la velocidad de una antena parabólica cuando pretende apuntar más arriba. Hojas, copas de árboles, montañas, nubes, cielo. Allí me cegó. Ya lo he visto antes con filtros especiales. Cuando se le mira cinco segundos sin protección, danza de triunfos y se balancea, es el ojo del ojo que se colapsa. Es la cosquilla de la ceguera temporal.

Pronto comenzó el eclipse. Se atravesó un planeta desconocido, de un tamaño insignificante, nadie preguntó qué roca cubría al gigante amarillo. Desde aquí uno puede ahogar al sol en un vaso de agua si lo prefiere. Una hora y estaba oculto, pero no por Leuksna, ella andaba rondando otras zonas del espacio, enseñando sus cráteres. Lo extraordinario comenzó cuando el eclipse duró más de la cuenta. Arriba se veía una roca negra, apagada, con un halo que disminuía. Tres horas más tarde todos los medios de comunicación estaban idiotizados con el evento. El sol había desaparecido, pero no se sentía frío alguno. Por el contrario, un calor extraño comenzó a sofocarme. En diciembre estábamos. Pronto me deshice de la gabardina, del chaleco, de la chaqueta, de cualquier prenda. A las seis horas se volvió insoportable, tuve que mojar ropa con agua helada y ponérmela escurriendo. Ni hablar, se secaba muy rápido. Y adiviné lo que sucedería después: las tuberías estaban calientes y sólo salía agua hirviendo de los grifos.

En mi propia casa regresé a las vestimentas de Eva, de Adán. Me pareció tener una regadera sobre mi cabeza que me mojaba con agua tibia todo el tiempo: mi propia transpiración que no frenaba. Esto parecía un final precioso para el ciclo actual, una muerte por calor progresivo. En el jardín se aglomeró la gente, hablando de teorías sobre invasiones extraterrestres. En lugar del sol, en el cielo posaba una enorme pelota negra que por momentos se transformaba en un agujero, según la ilusión óptica y el ángulo. Demasiado calor, insoportable. Me determiné a salir de mi casa, en atuendo de playa, con sólo unos pantalones cortos, pero al abrir la puerta el frío exterior me azotó como una cachetada de aleta de pingüino. Confundido, cerré la puerta. Al girar lentamente, el sol estaba espiándome desde el fondo de una jarra de cristal llena de agua. Fugitivo. Oculto de las inclemencias del humanoide. Se había hecho del tamaño de una pelota de tennis, reducido, pero ¡qué calor generaba! Honestamente, no sé qué hizo la esfera para no evaporar accidentalmente el agua de la jarra. Estaba ardiendo.

— Nada más basta mirar la alacena donde guardaba todos mis chocolates, hecha una piltrafa. Da apariencia de haber servido como campo de pruebas de estallidos de caramelo macizo, de cacao, de goma de mascar —, dije riendo a mi cliente.
— ¿No me está engañando? ¿En verdad ocurrió eso en este departamento? ¿Mantuvo usted cautivo al sol todo un día? —preguntaba mi cliente, curioso, azonzado, ingenuo, creyente.
— Vamos a la sala, donde continuaré con la historia. Ese sol derritió mis chocolates.

Las burbujas que salían de la jarra pertenecían a la ebullición controlada de este sol compacto. Esa esfera inocente estaba ocultándose de algo, eso es seguro. Irónicamente, las ventanas comenzaron a empañarse, el frío exterior era terrible, comenzó a nevar. Se vino el caos de las estaciones y en pleno diciembre colgaban de las ramas de los árboles pequeñas estalactitas de agua congelada. En esta zona no nieva, hasta hoy. Experimenté temperaturas en el marco de la puerta, justo de pie, en la mitad, mi lado derecho afuera, mi lado izquierdo dentro de mi casa. Es la homotermia. Después encontré el equilibrio perfecto para mantener una temperatura casera no incómoda: dejé la puerta principal abierta, donde las corrientes de aire confrontaban las altas temperaturas interiores. Hasta me puse la ropa de nuevo. Me senté en el sofá y en la jarra había un sol efervesciendo, la mejor ingesta de vitamina B del mundo en sólo un recipiente. Seguramente el resultado de tomarse aquello hubiera provocado una muerte triple: por calor, por picor y por intoxicación ultravioleta. Afuera, las plantas se marchitaron en varias horas y se congeló el agua de las botellas.

Poco a poco me fui encontrando con nuevos desastres. Los colchones estaban perforados, ya no se diga nada de las sábanas. Manchas negruzcas por toda la alfombra, en algunos lugares el concreto partido y las varillas expuestas. Este invitado me estaba costando caro. Los televisores no encendían y algunos aparatos habían estallado. El diminuto horno, mi apartamento, era la única fuente de calor disponible. Y pronto se dieron cuenta. Tuve que sacar los cactus porque crecieron descomunalmente. Todas las paredes daban la impresión de haber servido como superficies de juego de pelota, la pelota explosiva que al rebotar dejaba estallidos de ceniza.

— Oiga —interrumpía mi cliente, ofuscado—, pero yo no veo tal cosa.
— Sólo quedó una mancha después de la restauración —dije mientras la mostraba, descolgando un cuadro que contenía la escena de una lluvia de bolas de fuego.

De un momento a otro, no supe realmente cuándo, el departamento estaba lleno de gente que quería calentarse. Y sí, comenzaron los golpes, los gritos, la guerra por la posesión del departamento. Me echaron con amenazas. Sólo les pedí un minuto para cargar con toda la ropa cálida, para no morirme de frío afuera. Tenían furia en la cabeza, creencias religiosas, espasmos mentales. Ni siquiera notaron al sol que efervescía en la jarra de cristal, ahora vidrio ahumado. Después de que la muchedumbre me empujó hacia el exterior, me puse tranquilamente mis abrigos hasta quedar satisfecho. Caminé lejos de este lugar, quizá por allí cerca, hacia el jardín. Pero en vez de frío comencé a sentir algo tibio. El sol me estaba siguiendo, así como sigue a los marineros todo el día en altamar, así como sigue a los conductores de autos deportivos. En realidad estaba a prudente distancia. Creo que quizá consideró la posibilidad de que podía quemarme vivo. Una vez que supe que el solecito iría conmigo por allí, resolví esconderme, porque eso significaba que tendría muchedumbres aplastándome todo el tiempo, como animales, como ganado en busca de algo significativo durante un cataclismo.

Me resultó complicado ocultar la iluminación que se originaba de la esfera. No pocos se enteraron de que llevaba tras de mí la fuente de energía y calor más poderosa. Algunos cometieron la brutalidad de arrojarse directamente sobre el sol. No describiré esa clase de muerte, es impresionante. Deja secuelas. El sol era una naranja luminosa, rodando todo el tiempo, dejando huellas de su trayecto. Este sol me estaba invadiendo toda la privacidad posible. Mi último recurso fue acomodarme en un faro de antena que servía como publicidad a un hotel. Ya lo sabe, dice un dicho que si quiere ocultar una hoja maravillosa, vaya al bosque. El camuflaje era perfecto. Allí arriba no hacía frío, no había sol porque se confundía con el enorme faro. ¿Qué quería el sol?

Y bien hay que saber que el sol no puede habitar de esa manera entre los humanoides. Los quema, los seca, los deshidrata, los confunde. Pero también hay que saber que cuando el planeta no halla el control de la población con métodos tradicionales como un tsunami, un terremoto, un volcán o lo que sea, debe usar medidas drásticas. Muchos murieron ese día.

— Y usted se salvó milagrosamente, ¿no? ¡Qué conveniente! —refunfuñaba mi cliente, con la tentativa de ir por la gabardina en el perchero para marcharse.
— La respuesta está en el cuarto que no hemos abierto. ¿Quiere saber qué hay allí?
— Uy, no me diga. Allí tiene usted una porción del sol —decía burlón y molesto.

Pausé temporalmente la historia del sol. Sin pronunciar otra cosa, me dirigí hacia esa habitación para abrirla. Mi cliente me siguió, callado, curioso a pesar del enfado. Abrí, entré y me senté en el centro donde había un gran tapete con dibujos del sol. La habitación era un homenaje a la astronomía, a los planetas, al cosmos. Numerosos telescopios se acomodaban por las paredes, mapas celestes decoraban el tapiz. Mi cliente se quedó embobado durante algunos minutos. Señalé una estrella diminuta en un póster de una galaxia.

— Es Sol. No puedes matar a alguien que te adora, que te idolatra, sino sentir curiosidad y mayor atracción por él. Por eso me buscaba, por ello escogió invadir el departamento. Ahora dejé la astronomía.

Después de reflexionar varios minutos, mi cliente hizo una pregunta inteligente.

— Un momento. Hay algo que no tiene sentido. La muchedumbre, buscando refugio, debió romper esta puerta o algo. ¿No dijo usted que le echaron impetuosamente?
— Le he dicho ya que cuando salí también el calor desapareció. No llegaron a abrirla. Estaba atrás de este gran librero que ve aquí. Intentaron quemar los libros, pero los cerillos no funcionaron, se congelaron antes.
— Este cuarto de astronomía tiene más valor que el departamento. ¿Por qué abandonó esta pasión?

Bajé la mirada. Mi corazón vibró. Esa era una pregunta que no debía ocurrir. Mi mente se llenó de recuerdos de Sol. Tuve las ganas automáticas de extraer de mi billetera una fotografía y mostrársela. Sin embargo, me quedé de pie, inmóvil. Él estaba esperando una respuesta. Como no recibía ninguna, se puso su gabardina y se disponía a salir del apartamento, en silencio. En ese momento cobré valor. Era mi única oportunidad para vender el departamento.

— Sol ya no está. Y yo también lo idolatré. Tenía una gran atracción hacia él. Lo adoré —dije profundamente.

Con una pierna en el umbral de la puerta, mi cliente me miró como si yo tuviera locura. Después me miró con pena y regresó despacio. Se sentó con calma en el sofá mientras me veía extraer la foto y acariciarla.

— ¿Su hijo? —se atrevió a preguntar.
— Adoptivo. Sol, en honor a mi afición por la astronomía. Le había enseñado varias cosas. Cinco años —suspiré.
— Pero... ¿cómo? Usted, la astronomía... —balbuceó varias cosas.
— Cáncer maligno en la piel. Reacción sensible a la luz solar —y no dije más.

Aunque sentí la rara impresión de querer soltar una lágrima, no ocurrió. Expliqué minutos más tarde a mi cliente que abrí la habitación porque quería mostrársela. Habría de dejarla como está, vender todo lo de astronomía, regalarlo, en fin... Que hiciera lo que quisiera. Quería romper con ese paradigma de incertidumbre de que en los confines del mundo, Sol quería que siguiera con el proyecto. Yo quería olvidar que el frío de todas las noches sucedía por no tenerlo a mi lado. Yo quería olvidar que Sol se fue por su sensibilidad al sol.

Mi cliente no lo pensó más, me compraría el departamento. No quiero indagar si lo hizo por ser un inmueble "con historia". No quiero indagar sobre mis dotes como vendedor. Pero en algo no mentía: Sol estuvo cautivo en mi corazón durante un día, aún me sigue. Miro al cielo y me quedo ciego breves segundos. Sol me estaba siguiendo, así como sigue a los marineros todo el día en altamar, así como sigue a los conductores de autos deportivos. Y es verdad: no puedes matar a alguien que te adora, que te idolatra, sino sentir curiosidad y mayor atracción por él. No puedo asesinar los pensamientos de Sol en mi cabeza, en mis recuerdos. Y bien hay que saber que Sol no puede habitar de esa manera entre mi corazón. Lo quema, lo seca, lo deshidrata, lo confunde. Ese Sol ya ha nacido y muerto demasiadas veces y no se cansa. No se consume aunque los lobos de mar juran y perjuran que se hundió en las inmensas aguas, enrojeciéndose, sangrando explosiones. Pero también hay que saber que cuando el planeta no halla el control del alma con métodos tradicionales como un tsunami, un terremoto, un volcán o lo que sea, debe usar medidas drásticas...

— Murió hace dos semanas en un derrumbe en carretera, durante un viaje. Pero los papeles están en orden, este departamento es de mi propiedad —dijo el cliente.

Después, mientras veía la habitación donde habitaban numerosas fotografías de Sol y del sol, el nuevo dueño del departamento sólo pudo pensar una cosa: "Efectivamente, en el cuarto de astronomía mantuvo cautivo a Sol durante tantos años...".

martes, 16 de noviembre de 2010

Arpías.

Los griegos no pudieron errar cuando se figuraron mezclas de criaturas que existen en el comportamiento humanoide. Y antes de continuar, dispénseme el sufijo, pero creo que la condición humana no puede ser perfecta, aunque sí tiende a la perfección, cosa ideal. Alguien podría imaginarse que "-oide" viene cargado de connotaciones despectivas, y yo le podría argumentar que considero al "ántropos" en una ecuación infinita, que el hombre mismo debe y tiene que buscar la perfección, sin conseguirla nunca, porque el último alcance de éste sería trascender en un ser divino. No obstante, ¡válgame el cuestionamiento! Si pensamos que también un dios es capaz de equivocarse, allí no acabaría la transformación y estaremos llegando al famoso cuadro de dos espejos confrontados: el infinito del infinito, el dios que crea un dios que crea otra deidad que ha moldeado figuras humanas (y sépase que aún dichas criaturas pueden seguir creando cosas y autovalorarse como dioses potenciales). Así pues, sin imaginarse toda la parafernalia que marca la diferencia entre una deidad y un humanoide, los griegos funden en otro eslabón el paso previo al acto superior de una capa más poderosa y de una naturaleza más elevada. Y justamente, justifico mi apelativo para el hombre, para la mujer, para el ser humano, cuando lo llamo "humanoide". Es un concepto no terminado, cuya identidad jamás estará resuelta y que debe tender hacia un equilibrio perfecto y armónico pero sin llegar nunca a él.

Volviendo al título, recordaremos que una arpía es un ave magnífica y fabulosa, pero de rapiña, con rostro de mujer. Bien podemos imaginarla como buitre, que está rondándole a uno la cabeza para arrojarse como arpón una vez que demos señales de sueño, de cansancio. Y nos sometemos al engaño de la arpía cuando vemos que el rostro es bello, pero también sobran las caras horribles, los adefesios brujeriles. No es por hacer crítica ofensiva de las pobres cualidades estéticas, sino por la artimaña que emplea para sacarle a uno lo más que pueda en el beneficio del pajarraco. Sin cometer prejuicio tampoco, me atrevo a decir que rara vez hago nociones generales, pero es un hecho (basado en la propia experiencia), que muchas mujeres que haya conocido a lo largo de mis caminos se han transformado en arpías. El caso que refresca la memoria se refiere a un círculo de ellas, la mayoría casadas, maduras, viendo en mi persona carne fresca para moler a crítica de palos y azotes verbales ofensivos que se captan entre líneas. Allí surgieron las horribles criaturas, y sin otro pasatiempo que les entretuviera las bocas, comenzaron a cuestionar mi vida como si tuviese yo que construirles de inmediato un currículum que les provocara satisfacción. ¡Arpías! Se turnaron para lanzar preguntas incómodas, estúpidas y triviales sobre el desarrollo académico de mis días, de los valores familiares, de las comparaciones entre el puesto de trabajo de mis tutores y el de sus amigos. Ante semejante interrogatorio la primera defensa es el silencio, pero viendo que no bastaba para cerrarles el pico, se les debe desviar el interés hacia un guiñapo de alma, una persona infravalorada ya de primera cuenta. Eso, con tal de no desatar al demonio interno y quebrar cráneos (cosa que sucede con frecuencia en la imaginación).

Una arpía moderna es capaz de dominar a su presa mediante el tono de voz, mediante una mirada que compite con la de Medusa. ¡Ridícula mujer! Los que no tengan espejos para defenderse, que hagan maniobra evasiva de la mirada. A mí me hubiera bastado con la siguiente oración: "Si divido tu edad entre la mía obtengo un número exacto". Sin embargo la educación social subyuga las ideas y uno termina por aparentar que está derrotado, que la arpía se regocija entre los pellizcos que hizo con sus garras, se regodea con otras arpías y cacarean cual gallinas, señalando con esas alas y reforzando su rostro grave de mujer vieja. En estos casos el mejor consejo es aprender a dominar al canino salvaje, a transformarse en lobo que arranque plumas y quiebre frágiles cuellos. Atentiendo, claro está, que toda esta cuestión sucederá de manera verbal, con respuestas infranqueables, de manera visual, con miradas que quemen las intenciones de esas depredadoras que a más de uno han hecho creer que son carroña.

Y he aquí la más grande verdad: En la mitología aparecen las arpías con rostro hermoso, para que la presa se ponga nerviosa, pero estamos ahora ante el modernismo, y con esto, una ventaja superior para aquél que conoce sus mecanismos de defensa: las arpías modernas son feas de cara, se alimentan poco a poco de lo que uno deja al aire libre y después de que han comido lo suficiente lo confunden a uno con carroña. Mi mejor consejo es guardar cualquier secreto comprometedor en una caja fuerte y olvidar la combinación. Cualquier razón susceptible de ser pisada, cualquier fantasma de mentira o chismorrerío, cualquier mensaje de incertidumbre; más vale ahorrarse todo eso para el sarcófago y matar de hambre a una inoportuna arpía que ni nos conoce y ya nos anda cazando el paso. Sin embargo, también las habrá de bella fisonomía, con lo cual se complica el construírnos una fortaleza. Sea cual fuere el caso, no existe más sabia sugerencia que predicar y llevar razón de verdad, hacer arquitectura de frases correctas y ahorrarse lo que alguna vez Sócrates consideró inútil decir a un amigo si esto sólo le provocaba malestar: mentiras y falsos prejuicios. Ah, y vale vivir sin dar explicaciones que no se necesitan. Finalmente, como he dicho, una de las búsquedas del humanoide es la perfección, utilizando como medio la veracidad de los asuntos personales. Y esto, puedo asegurar, no llamará la atención a las arpías, pero si por alguna lejana razón se apareciesen en el camino, ahora ha de saber el atacado el modo de actuar ante presuntuosa desfiguración divina. O querré decir: divinoide, pues es modo de pensar de un ser imperfecto que hasta los dioses se llegan a equivocar. Y mucho.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Sabio Sixto.

Los días son acelerados. Esto lo dice un capitalino culto que se funde en la masa urbana todos los días. Sale diario de su casa y recorre las mismas rutas para llegar a los mismos lugares. Uno como observador verá a la masa urbana como uniforme y no caótica. ¿Por qué? Es un movimiento continuo que se categoriza y que también categoriza a los que lo componen. Es un flujo copioso que tiende hacia el infinito sin llegar nunca a él. Todo el tiempo ve uno caminantes y transeúntes cerca de luces verdes y rojas, cruzando líneas pintadas de amarillo que sirven para maldita la cosa y cuestión. Todo el tiempo, además, ve uno la emulación de los hombres-componente. Están imitando la velocidad de los automóviles. La única razón por la que no existen compañías aseguradoras de peatones es porque no corren lo suficiente como para desmayarse ante una colisión.

Y se pueden ver las otras categorías como diminutas pantallas de televisión, de manera simultánea: los cruzapuentes, los cruzacalles, los compraboletos, los conducecarros, los vendechácharas, los miratiempos (porque ven el reloj), los pisabotones (cualquiera con un celular en la mano), los esperaluces (mirando el semáforo para tratar de apresurarlo a que haga luz verde), los vigilapuertas, los cocinacomidas, los comecomidas, los sirvealimentos, los mirapantallas (cualquier ante una computadora), los escribelíneas, los habladiscursos, los preguntadirecciones... Todos en la ciudad son susceptibles de ser categorizados. Y de ser transcategorizadores también. Y se contagia todo. Los agarratubos (que van en el subterráneo metálico), los esperatrenes, los caminapasillos, los miralibros, los duermegente (contagio de sueño entre los pasajeros de un transporte en días aburridos). Y la masa urbana se solidifica. Te unes, te dejas llevar y te pierdes entre los cientos de cuerpos que despertarán de su trance cuando llegan a una transición, pero sólo para volver a otra hipnosis insignificante. El mismo vistetrajes que va en el transporte se convertirá en un escribelíneas, en un pisateclados, en un agarraplumas, en un miramonitores, en un agarrateléfonos, en un contestallamadas. En un trabajarutinas. Este es el punto más crítico y grave: lo que se trabaja es la rutina, y se refuerza. Y crece la masa.

Y el capitalino culto que sale de su casa todos los días baja la cabeza porque no puede cambiar eso. Los días se viven acelerados en la urbe. Y piensa, piensa. Y ve a los limpiaventanas, los limpiabotas, los limpiaconciencias y los lavacerebros. Y sigue pensando. El capitalino culto, con resignación se tiene que adaptar a una de tantas y tantas categorías y continuar. Y desea que cualquier evento ocurra con tal de que exista una ruptura entre la rutina y el tiempo. Sin embargo, aún los accidentes que figuraban como algo anormal también se fundieron en la masa: los chocacoches, los miraheridos, los disfrutamorbos, los gustachismes, los rompecosas, los gritagroserías y los mentamadres (mentafamilias). Y por eso un payaso barato te hace el día, te alarga la cara en eso que olvidaste que se llama sonrisa. Y por eso un ramblero, estatua humana que se activa con el sonido del dinero en una canasta, te muestra el camino del misterio, de lo imprevisto, de la broma, de la risa espontánea. Y cómo cuesta mirar a los caraseria en los transportes públicos. Y allí van los oyemepetrés, muy raros los que usan tocadores de disco compacto y casi obsoletos los que aún conservan la reliquia de la cinta magnética.

Hurga el capitalino culto entre la muchedumbre para ver si hay algo distinto. Observa detenidamente a los comehamburguesas, a los pactanegocios, a los bebesodas, a los chupapaletas, a los mascagomas, a los compraobjetos, a los empujacarritos, a los cobracosas, a los besaopuestos, a los arrullaniños, a los prendecigarros, a los fumatabacos... Huye por una corazonada hacia una ruta alterna y trata de congelar el tiempo aunque la masa le estampe en la cara que hay déficit de horas, minutos y segundos. Camina ahora por un parque, viendo a los posanalgas en las bancas de metal, viendo que allí el flujo es ligeramente más lento. Eso es lo que tiene que buscar el capitalino culto, zonas de menor flujo. Y allí desea encontrarse con un quiebrarutinas, un maestro del arte de hacer origami del tiempo, tiempo de papel, tiempo roto, relojes sin pilas, un sol congelado como pintura, un día eterno.

Más adelante, hay un escondite de arbustos. Es un círculo formado por ellos. Y el capitalino culto quiere deshacerse por un momento del maletín de los negocios. Ah, porque ahora las vacaciones también son negocios: los viajamundos, los subeaviones, los olvidatrabajos, los visitaplayas, los treparruinas... pero el secreto es que esas categorías son menos frecuentes. Y en medio del círculo de arbustos, después de apartar algunos para entrar en él, está Sabio Sixto.

Cara tranquila, ojos cerrados, cabello lacio y corto, flecos danzando con el viento, manos al pasto, espalda formando un ángulo agudo con el suelo, piernitas extendidas, sonrisa legendaria, zapatos enlodados. Una mochilita de escuela a unos centímetros de él. Varias flores cortadas agrupadas en un montón. Allí el capitalino culto desea ser al menos un hueleflores, único en esa categoría por breves instantes. El niño de seis años, Sabio Sixto, abre los ojos. Escuchó los pasos del intruso en el círculo de arbustos.

Dejo mi maletín a un lado, me quito el saco porque es día soleado. El niño me contempla sin inmutarse. Le quiero hablar, tengo miedo de que corra por su madre o que grite. Tengo mucho miedo y asco de que me confundan con un agresor, con un violainocentes. Trago saliva y ruego que no sea así. Toco madera de arbustos cercanos para que, no lo quiera el destino, el niño malinterprete mi compañía. No me aparta la vista, me intimida. ¿Es eso posible? Me desarma y mi traje y corbata se hacen chiquitos. El niño tiene más poder que mi maletín y mi vestimenta juntos. Veo su vientrecito moverse en respiraciones profundas. No cabe duda, el niño está en paz. Trato de mirar a través de los arbustos hacia el exterior, esperando y anticipando pronto la llegada de un tutor, de un adulto que se lo lleve, de un guardián, de un guardaespaldas. Nadie en su sano juicio permitiría que un extraño esté en el mismo lugar a solas con su hijo. No está sonriendo el pequeño. Su mirada me juzga y tengo la tentativa de marcharme. Voy a recoger de nuevo el maletín y el niño cierra los ojos. Mi curiosidad es mayor y este tiempo de indecisión se vuelve eterno, pero al final me siento frente a él, a una distancia prudente.

Mientras lo miro me surge una idea que he considerado absurda: la comparación entre este niño y el principito de Exúpery. Este niño no es alienígena, pero comienzo a hacerme a la idea de que sí, nada más por puro juego mental. Y veo lo que hay por allí, la mochila, las flores, unas piedras que delatan una colección, una sábana extendida bajo su cuerpo. Esto se trata de un día de campo solitario, pero no hay comida ya. He comenzado a imaginar el contenido de la mochila. Quizá tenga crayolas, cuadernos de la escuela, un almuerzo, algún juguete moderno. ¿Será autista este niño? Tal vez estén los lentes dentro de una de las bolsas. Y abre los ojos y me vuelve a examinar, le desvío la mirada porque eso hacemos los adultos ante la crítica sin máscaras de un niño de seis años. Miro hacia arriba, hacia el cielo con nubes, mientras el niño seguro está observando mi corbata, mi traje, mi maletín. Y automáticamente mi cerebro me dice: "eres un miracielos". ¡Apártate, pensamiento ofuscante! No quiero ser una categoría más de la urbanidad. Y doy miradillas rápidas para ver si el niño me sigue observando. Sus ojos están en dirección de los míos, ya ancló sus pupilas. Con un atisbo de valor le sonrío, pero de forma medio estúpida. No obtengo respuesta. Carraspeo y suspiro, mirando de nuevo el cielo. Ya me tomó la medida. Tengo el deseo de volver a las cosas de adultos, a las ventas, a las gráficas, a las llamadas de celular que me elevan el ego. Si me buscan soy importante. No quiero huír de esta situación extraordinaria que he buscado durante tanto tiempo, pero lo hago por la maldita vergüenza. Sin embargo, quedo inmóvil. Y lo miro con dureza, lo voy retando para ver quién cierra primero los ojos. Y fracaso.

Y afuera del círculo de arbustos se escuchan lejanos los tocacornetas, los pisafrenos, los sumeaceleradores, los cambiavelocidades, los quemacombustibles, los arrancamotores. Ya he estado allí, todos los días. ¿Entonces por qué, subconsciente de pelambrería, me haces querer volver a la masa urbana? Justo en este momento saca de su mochila un emparedado sencillo y lo come sin dejar de mirarme. Mastica con una decencia envidiable, cosa que jamás tuvieron algunos clientes. Y justo en este momento lo bautizo como Sabio Sixto. Es un sabio de seis años, que sin palabras me está educando ya. El neologismo "comepanes" me suena atractivo. Tiene un matiz inocente. ¿Qué come? Panes. Panes a modo de pared, paredes de pan que guardan rebanada de jamón y queso blanco. Es sencilla la vida en el círculo de arbustos, en este portal secreto.

Luego pienso que si no ha salido huyendo es porque me conoce de algún lado. Esta mente bombardeada, la mía, de publicidades, busca una solución y explicación lógica, porque lo ilógico no existe. Comienzo a preguntarme por qué no han venido a buscarlo. Su padre, su madre, su abuelo, la preocupación. Un niño perdido que reta a un hombre de negocios con la mirada y que lo consigue. Por una fuerza extraña busco en el maletín algo de comer. Puros números y formas. Y él, sin separar el campo de visión, sin mudar la vista, saca un dulce de su mochila, lo come y coloca su barbilla entre sus manos, apoyando los codos en las rodillas. Me sigue viendo. Suspira. No tengo comida en el maletín, qué tonto soy.

Vuelvo a mirar al cielo por pena. Él aprovecha este momento para extraer un popote de su mochila y una bolsita que contiene esferitas. Miro lo que hace por curiosidad, justo ahora que ha dejado de verme para concentrarse. Más tardo en darme cuenta que lo que tiene en sus manos es una cervatana improvisada, que en sentir un golpecillo inocente en el pecho y ver rebotar una esferita plateada. No duele. Intento sonreír pero algo logra que mi rostro se quede estancado en una seriedad recalcitrante. Me surge una idea encantadora: hacer un avioncillo de papel con una hoja inútil. En ese momento un relámpago cruza mi mente y aparece una visión: este niño es mi hijo y estoy jugando con él. Se esfuma ese pensamiento. No. No lo conozco. Voy sacando una hoja y empiezo el origami. Durante la construcción detallada del avión, me balacean de nuevo. Mejor dicho: me "bolacean". Me imagino una barra de vida sobre mi cabeza que va descendiendo con cada golpecillo que recibo de la cervatana del enemigo. Mirando mi avion sonrío sin darme cuenta, de esa complexión genuina que es como un arcoiris, espontánea y pura. Este es el mecanismo para evitar fabricar falsas sonrisas. Y miro de reojo y la comisura de los labios de Sabio Sixto se pliega, es el lenguaje correspondido. Termino la construcción del modelo más basico, lleno de fórmulas y números que no sirven para nada. Lo arrojo y da justo en el blanco: el ombligo imaginario, la ropa obstruye la visión. Eso debe hacerte cosquillas, niño.

Tras examinar el avión un par de veces, él busca de nuevo algo en su mochila. Aprovecho este momento para presentarme. Balbuceo: "Yo soy...". Entonces el castillo se desmorona, se cae la obra, el terremoto desgaja todo. Él se asusta, guarda todo en un abrir y cerrar de ojos. Se pone de pie exageradamente rápido, mochila a la espalda. Sale del círculo de arbustos a gran velocidad y desaparece de mi vista. Cierro mis ojos recriminando mi imprudencia. "No tenías que hablar". Urbanicé el momento, el niño no era un cliente. Me quedo estupefacto, ausente. Mis manos juegan con esferitas y analizo detenidamente lo ocurrido. Intento ser un psicólogo del momento, un tratacasos, un estudianiños, un analizamentes, un curainfantes, un cuestionaeventos. Es el fracaso. Y ni siquiera se llevó el avión que le envié.

Y escucho lo que más odio en la vida: los motores, las cornetas, las groserías automovilísticas de la masa urbana. Me molesta que eso penetre en el círculo formado por arbustos. Me llega un sobresalto, recojo todo y salgo tras apartar unas ramas. Lo busco, pero no está. Veo a los niños que tienen de la mano a sus madres, a los que juegan y corretean, a los que caminan, a los que compran burbujas, a los comepostres... ¡no! ¡Apártate, instinto de categorizar! A los traviesos mequetrefes que desean comer un manjar de chocolate. Eso es. Suena mejor. Pero Sabio Sixto no está. Reconozco que lo corrí con la majadería que va implícita en mi voz, porque a veces no me doy cuenta y salen urbanidades.

A pesar de todo, aprendí dos cosas: el poder de la mirada para conquistar a alguien, desarmarlo y hacerlo diminuto; y el lenguaje del silencio amistoso.

martes, 9 de noviembre de 2010

Batalla.

Por el túnel avanzaron lentamente los malditos, sigilosos. Utilizaron además el cliché del caballo de Troya: venían ocultos en algo, bien escondidos. Y la fortaleza impenetrable aceptó sencillamente el regalo. Todo comenzó en la noche, una vez instalado el regalo, los traidores comenzaron a salir como las hormigas del hormiguero. Se dispersaron lo más rápido que pudieron. Sangre transparente corrió por los túneles. Los defensores caían en un charco que parecía agua, su sangre pura. La oscuridad no dio grandes ventajas y la situación se llenaba de brazos mutilados, de ojos, de comida tirada, escombros, estructuras severamente dañadas por las filosas armaduras de los intrusos. El túnel pronto comenzó a estar infestado de horrores y de cadáveres gelatinosos con miembros que se desintegraban. No los he visto, pero los he sentido. Los pies descalzos de algunos defensores que se escondían sólo pudieron maldecir ese día.

No todo estaba perdido, a pesar de que el ejército defensor disminuyó. Pronto se envió voz al Gran Guardián. Y el Gran Guardián mandó alarma al dios correspondiente. Las armas rápidas son poco letales pero fastidiosas y las armas lentas que tardan mucho en prepararse y cargarse son el holocausto. Desgraciados infelices que sólo buscan la invasión, venían armados con unas criaturas de colmillos del filo de un bisturí, masticaron cabezas inocentes, destruyeron valiosa arquitectura. Los defensores sólo contaban con escudos sencillos y barreras. No obstante, cuando la voz llegó al Gran Guardián se iniciaba ya el proceso del manantial ácido, proyecto que si bien demora un día entero en recargarse, quema vivos a los intrusos sin dejar rastro alguno. Lo mejor: se aprovecha ese licuado mortecino para mejorar las defensas. Y he allí los activantes, los espías con ojos que hacen ignición de fuego en la oscuridad, que ven a través del negro más negro.

El imperio esofágico, el imperio digestivo. Victoria segura. ¿Alguna analogía? Virus, leucocitos y gelatinosa textura de millones de células en movimiento. Cerebro es igual a Gran Guardián. ¿Y el dios correspondiente? Sapiens, sapiens que escribe y que cuenta la batalla.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Experimento literario: sin verbos (excepto participio).

El otro día por mi casa, un paso delante del otro, vueltas como si la alfombra al fin vieja. El cerebro y las dendritas en mi cabeza, conexiones vibrantes, provocación de pensamientos. Aún en mi casa, los sillones vacíos y el suelo muy ocupado. La imaginación lejana, en los confines del universo. Momento del dios embrionario de mi posesión. Dibujos y letras, letras y oraciones, argumentos adecuados para la convicción. Ojos en los libros y de vuelta al pensamiento. Ojos en mi sombra. El día más oscuro que antes dos horas.

Timbre. Puerta, a un lado: posición desplegada. Una persona olvidada. "Adelante". El refrigerador luego en posición desplegada con pays de queso, confiterías, frutas diversas, sabores lechescos y cremosos. Piso dos: pollos preparados en recetas exquisitas. Piso tres: bebidas de dulces texturas. "Adelante". Mi invitado y su boca y su silencio. Su mandíbula y la comida. Yo con mis propias preocupaciones. Música de piano en el fondo, lejana cual ecos de un poema.

Observación detallada de mis ojos sobre mi invitado. No persona. Sí reptiliano. Evolución a partir de un anfibio. Mandíbulas pronunciadas. Y el refrigerador de nuevo en posición desplegada. "Adelante". Buen apetito. Los pisos interiores repletos de recetas y de olores bastante agradables. Ates, quesos, vegetales, merengues, ensaladas, leguminosas, churrerías, manjares pequeños y grandes, alimentos exóticos, caramelos derretidos, carnes tostadas; adentro: universo inagotable de banquetes. Mi amigo reptiliano: garganta profunda. Satisfecho al fin. Ahora la siesta. Los sillones: ocupados. Las barrigas: sin vacante.

El sueño y su victoria. Viajes astrales sobre la selva. Sueños sobre escritura sin verbos. Flujo unimembre y vórtex de dificultad apreciable. Agujeros negros en el cielo amenazantes. Nubes y succión. Y el refrigerador necio: desplegado otra vez. Agujero negro invertido el contenedor de alimentos, al fin y al cabo. Teoría: el fin del hambre. De este refrigerador: suficiente para el mundo. En internet: posible la publicación de esta noticia. Invitados con hambre adelante. Hasta la saciedad, hasta la barriga llena y el ser lleno de dicha.

Hora de la vigilia. Los ronquidos del reptiliano. Súbita vuelta a la realidad. La boca abierta y la lengua azul. Yo de pie, mi invitado recostado. Hora de inicio del proceso de escritura. Omisión de algo: los verbos. La computadora encendida, con la pantalla desplegada. El papel tapiz: una fotografía de un refrigerador con las puertas desplegadas. ¿Otra vez? Su creencia: el dueño sin llenadera. Y la escritura fluída. Los ojos abiertos del reptiliano. Sus ojos en el monitor. Próxima la pregunta. Próxima. Próxima. Inevitable. Colisiona.

— ¿Qué hora es? —voz del reptiliano.

Y este texto: muerto por culpa de un verbo con voz de anfibio.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Paranoia electrónica.

Cada nueva tecnología que Franco se compra viene con un hermoso y detallado manual de uso. Las manos del propietario jamás se apresuran a picar botones, no aprende por empirismo ni por experiencia de causa-consecuencia, sino por una lectura tranquila, atenta, detallada. La exploración (que me parece un acertado atrevimiento después de leer el manual) ante un mecanismo de comunicación recién entregado es ulterior, especialmente cuando hay necesidades de mejorías, de renovación, de pasos extra de conocimiento. Hoy Franco recibe su nuevo telecomunicador. La caja viene con cuatro empaques distintos: de afuera hacia adentro, la bolsa de correos, el forro de periódico, la caja del propio aparato y el cartón donde embona el diminuto dispositivo satelital. Por supuesto que incluye este juguete todo lo que un repetidor de antenas posee. Es un celular de nueva generación. Franco sostiene la caja por la parte de atrás, lo vemos leyendo ya las especificaciones técnicas y en sus ojos se adivina ansiedad por saber cómo está hecho. Allí surgen imágenes de piezas armándose...

El cristal líquido, los números digitales, los tornillos, las microesferas, los capacitores, los circuitos, el plasma de la pantalla, todo flota perfectamente en orden ante la imaginación de Franco. Barritas de silicio, las piececitas que producen los fotones, los cablecillos. Franco tiene ya un mapa mental hipotético de cómo ha sido elaborada su última adquisición. No le gusta utilizar algo sin conocer en plena forma el contenido, sin saber con lo que está interactuando. Aborrece a los snobs ignorantes que alardean de tener un "gadget", un juguete perfecto que cumple con todas las normas pero que sólo viene ilustrado como la punta de un iceberg. Recomienda a esos tipos quedarse callados si no tienen remotas ideas sobre la sincronización de esas células digitales para un propósito legendario. Callados civiles se ven mejor para Franco, que usen lo que les venga en gana pero que no se atrevan a presumir de tal posesión. Detesta la soberbia y alaba la humildad para continuar aprendiendo. Tiene pocos amigos verdaderos.

Ahora lee discretamente lo que viene hasta el final del manual. A Franco poco le importa en este momento saber sobre pixeles, botoncitos y acrobacias tecnoelectrónicas. Se rasca la cabeza y se ajusta los lentes. Su suposición está confirmada, el manual no incluye nada sobre su búsqueda. Guarda todo en el auto y conduce a casa para leer el manual completo antes de encender su telecomunicador. Durante el camino el radio ofrece las miserias de todos los días. Ha instalado una antena para recibir señales más distantes y enterarse de noticias foráneas. Hurgando entre esos pedazos de sonido luego pueden hallarse audioconferencias útiles. A Franco le revocaron un permiso para sondear clubs de infiltración satelital. La gran verdad: el crimen cibernético no existe, es una falacia gubernamental. Franco la considera como el "agujero negro" de las posesiones virtuales. Y este es el punto de arranque: él sabe que en este mundo ahora también se poseen cosas que no existen físicamente, son intangibles. Hay vidas intangibles también.

En casa el manual es leído al derecho y al revés. Franco se anticipa y comprueba sus teorías: no hay nada sobre un código de transmisores. Despues de calentar las sobras de pizza y de botar unos papeles viejos al suelo, crea un espacio en la mesa para desmantelar cuidadosamente el nuevo aparato. Cada tornillo girado se queda en la memoria y cada pieza removida es colocada con cuidado en una toalla. Allí está. Lo que parece ser una bocina tiene una conexión satelital no muy evidente. Quieren rastrear a Franco. Lo rastrean. Él sabe que todos los que usan las comunicaciones están rastreados continuamente. Todos se espían con todos, pero hay espías peligrosos. Después de tres horas de minúsculas operaciones y de cirugías electrónicas el dispositivo está completo. Se pueden hacer llamadas y ninguna tercera persona las escuchará, así el dueño utilice el teléfono para encargar sushi de un restaurante cercano.

Ya no hay seguridad en casa. Franco comienza a desarmar sus televisores, su computadora y vuelve a repasar la carrocería de su vehículo. Los televisores ya no tienen sonido porque crean interferencia con las ondas de rastreo. De la computadora sólo puede salir un correo electrónico al día. El auto nada más se mueve los fines de semana. Franco abre discretamente las cortinas de su habitación porque en cualquier momento alguien puede estarle apuntando con un rifle para "snipers" o francotiradores. El refrigerador se mantiene activo lo necesario para que las cosas no se echen a perder. Se cae un póster de la pared y revela un hueco donde alguna vez Franco taladró, pensando que los cables estaban intervenidos. También son desarmados algunos radios que posee y la energía eléctrica falla intermitentemente o por periodos aleatorios. Franco sabe que en algún momento alguien lo espía y que cuando menciona la palabra "tallarines" por teléfono convencional, algún demente la interpretará a su conveniencia para tacharlo de criminal virtual. Tan justificado... ya le han robado varias identidades, varios preciosos items que no existen también.

Es tiempo de descansar en ese gran sillón reclinable, parchado porque previamente fue investigado por el dueño en busca de transmisores ocultos. Allí está su casa, vacía, ausente, sin sonido, con colores amarillos de las cortinas que filtran la luz solar. Porque para Franco, hasta los reflejos de luz son sospechosos.

Tocan el timbre. Franco no abrirá. Luego los nudillos, desde afuera, crean un juego en clave morse. Franco se levanta y abre. Es el repartidor de comida, con semblante serio.

— Su pizza —dice el repartidor con ganas de largarse ya.

Franco paga y somete la comida a una prueba de rayos X de una vieja máquina que heredó de su padre. Después de asegurarse que no vienen diminutos balines transmisores escondidos en el queso, muerde lentamente y masticando con suavidad. Un diente le truena.

— ¡Lo sabía! —grita Franco alerta.

Escupe una piedra que después es pulverizada bajo el microscopio. Observa cualquier detalle, cualquier anomalía, es una piedra normal, común y corriente. Sin embargo, Franco no es descuidado. Y en el fondo de su corazón sabe que es espiado por alguien. Si tan sólo demostrara a las compañías de teléfonos móviles que él conoce el secreto para vulnerar ciertos monitoreos, tendría un trabajo mejor. Pero, ¿y qué tal si lo detectan y lo encarcelan por anular la garantía?

Sale de su casa y recorre un camino diferente. Mira en varias direcciones a mucha gente hablar de trivialidades por su celular. "Tontos", dice. Están todos monitoreados, seguramente son muy importantes las referencias como "nos vemos al rato", "te amo", "vengo apurado". Y Franco tiene paranoias. Y hoy ha escrito en su diario:

"Sé que el mundo me vigila hasta cierto punto. Sólo falta una sincronicidad extraordinaria de eventos para que me vengan a buscar por lo que sé. Entre más crece la tecnología más disminuye la privacidad".

Y lo guardó bajo llave. Sigue caminando. A cincuenta metros de distancia un grupo de enmascarados corre hacia él. Visten trajes de espías militares. Lo señalan. Franco voltea hacia atrás y no ve a nadie. Se refieren sin duda a él. Lo han descubierto. Comienza a correr en dirección opuesta. Los enmascarados lo persiguen. Franco voltea constantemente para comprobar que aún les lleva ventaja. Al pasar cerca de un bote de basura Franco decide tirar su nuevo aparato electrónico que recién había ajustado. Eso confundirá a otros sectores de búsqueda y tendrá tiempo suficiente para escapar. Ya casi da vuelta a la esquina y todavía les lleva ventaja. Justo al llegar al vértice de las banquetas, una motocicleta salta sobre él y lo arrolla. Franco desiste, pierde el conocimiento. Ha sido capturado. Recupera el conocimiento veinte segundos después, el piloto de la motocicleta le ofrece dinero con tal que no ponga una demanda. Varios testigos tienen rodeado al motociclista.

— ¿Y los es... espías? —balbucea Franco.

Franco se reincorpora sin aceptar el dinero y se echa a correr con las energías que le quedan y desaparece en otras calles. Nunca supo que los espías militares iban tarde al colegio y perdían el autobús. Llegaban tarde a una obra de teatro. Nunca supo que el motociclista repartió el dinero entre los testigos por haber cometido la infracción de subirse a una banqueta. Nunca supo que su aparato electrónico estuvo tres días en el mismo bote de basura y que nadie lo encontró.

Continúa corriendo, justo ha dejado atrás el lugar del incidente. Su celular quedará  tres días en el mismo bote de basura. Voltea hacia atrás con tal de verificar que nadie lo sigue. Las palabras del diario se hacen realidad: se sincronizan los momentos para atraparlo. Adelante unos sujetos roban una tienda y salen corriendo, Franco ya corría y ahora parece que va tras ellos. Lo interceptan unas fuerzas armadas. Lo han atrapado junto con los otros pero lo llevan en un carro aparte.

Franco es liberado tres horas después tras la confusión. Los ladrones son sentenciados. Y el único pensamiento que circula por la mente de Franco es el siguiente:

"Fui más listo. Tiré el dispositivo. No pueden probar nada".

Jamás supo de la confusión, porque Franco tiene paranoias electrónicas.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Asesino inteligente.

Cuando descubres que el mundo está construido con retazos de vidas y fragmentos fuera de sus eslabones, te vuelves más observador. Aprendes a discernir entre los numerosos tipos de justicia. Llegas a la conclusión de que no eres ni el más grande ni el más pequeño, estás justo en medio de muchas políticas y de muchos dinosaurios financieros y de poder. Sobrevive el más fuerte. El mayor se traga muchos pequeños para continuar. Los pequeños no valen un soberano grano de arena en un desierto interminable. Aprendes a sacrificar masas insignificantes por el beneficio verdadero. Sabes que hay un telón donde manipulas muchas marionetas, pero te das cuenta que alguien podría instalarte una obra de teatro donde seas el protagonista y por eso te cuidas la espalda para que no te cuelguen hilos muy evidentes.

Y despiertas al mundo real (estereotipo que cambia según los pasados, presentes y futuros del planeta). Ves que las justicias son engañosas, como payasos que se ríen y te hacen reír pero que guardan un jitomate podrido para arrojártelo cuando tengas un traspié. Sabes que el planeta está lleno de fabulosas ideas y que muchos bandidos ocultos te las querrán arrebatar. No obstante, crees seriamente que el mundo está en perfecto equilibrio. Es un mundo donde la mitad se pudre a diario y la otra mitad florece. O a cuartas partes, o a octavos. Cuando has llegado a la conclusión de que todo vidrio es susceptible de ser empañado, deformado, decorado y destruido, habrás aprendido que la verdad nace de las mentiras. Esas mentiras flotan muertas en el aire y algunos las reviven para alimentarse de ellas y dar de comer a millones.

Cuando descubres que el perseguido y el perseguidor pueden turnarse los papeles, estarás haciendo vibrar las cuerdas de ese dios que se vuelve humano y de ese diablo que te pide limosna. Entonces la justicia es ciega. Y la que fabrican los humanos con moldes llenos de sarro ya no sirve. Y verás que los rangos son aparentes, porque si desnudas y despojas a todos de su vistosidad telar, los rangos valdrán lo que una ecuación perfecta que llega a valores nulos. Descubrirás entonces que los colores de un saco de vestir llevan códigos subliminales de poderío aparente, que el traje completo por sí mismo es capaz de intimidar. Y verás de nuevo que estás justo en medio, eres más y eres menos.

Ya has visto que el que jala el gatillo primero se lleva las ventajas. El "primer sangrado" es decisivo. Así funciona la dominación. Así te empiezan a tejer telarañas de quién sabe qué porquerías alrededor. Así te transformas en un muñeco relleno de aserrín que sangra. Y al querer escaparte te vuelven a meter a la cubeta de donde saliste, echándote de paso más comida de engordadera para que te puedas mover poco y no quejarte mucho cuando llegue el momento de tu sacrificio. Ese sacrificio no vale más de un centavo en las peores condiciones de devaluación. ¿Sabes? "No hace ruido, no grita, no se mueve". Y el miedo es tu compañero eterno, vas agarrándolo de la mano  toda la vida. No hagas esfuerzos sobrehumanos, ya estás agarrado del alambre que te electrocutará tarde o temprano. Escucha bien esto: no te mueres, te "mueren". Te hacen morir para que creas que lo has conseguido por causas naturales y normales. Eso es un cinismo. Diario se mueren miles de dioses que no sabían que lo eran. Y allí está de nuevo la tabla de rangos, pirámide que acomete en tu contra para recordarte todos los días que estás muy abajo de conseguir la libertad.

El miedo a las armas es discutible. El miedo a uno mismo es cuestionable. El miedo a las justicias prefabricadas es justificable. Pero el más grande miedo es a la mente desatada, a la mente indomable e incontrolable que se ha salido de sus cubos para multiplicarse en icosaedros numerosos.

Ayer me apuntaron con una pistola y no tuve miedo, porque cuando aprendes que el mundo está construido con retazos de vidas y fragmentos fuera de sus eslabones, te vuelves más observador. Dos disparos. Uno provenía del arma de fuego. El otro en forma de pulsación electromagnética de mi propia mente. El primer disparo erró. El segundo no. Esta es la verdadera justicia. Desarmado para siempre el que ha interferido en mi vida, queriéndome arrebatar un reloj por placer y no por necesidad. Durará tres días con trastorno mental, se volverá peor, caerá en estados de pánico y de demencia, se volverá insoportable el dolor. Luego morirá y lo habré asesinado con mi justicia, la única que vale en este momento. Cualquier forense intentará buscar pistas y fracasará miles de veces. He cometido un asesinato inteligente en mi defensa y por justicia. Y jamás se me podrá acusar de haber asesinado mentalmente a nadie. Y soy libre y hoy sé que existe una escoria menos en el mundo. Lo que es más: ya no pertenezco al molde donde han querido encajarme.

martes, 2 de noviembre de 2010

Tengo prisa.

"Tengo prisa". Con esas palabras salía el encapuchado del inframundo o el mundo "no sé qué", o el mundo "no sé cuando". Lo decía en monólogo y lo repetía constantemente. "Prisa, mucha prisa". La calculadora en mano, porque ahora todo es moderno y ya no tiene uno que andar cargando semejante pliego de papiros enrollados que se maltratan con el más mínimo percance. Recordé aquella ocasión en la que se me cayeron los pliegos en un charco de agua de lluvia, las tintas se borraron y muchas letras mayúsculas cambiaron. Y por ende el nombre de la persona. Errar es humano, sí, pero nos contagian de eso. Traigo prisa.

Este trabajo parecía divertido al principio, pero ahora la prisa hace que me estrese más de la cuenta. Un día revolví las direcciones y no supe qué hacer. Dejé eso oculto, enterrado en una de las mejores y más ocultas tumbas de los cementerios de México. Hay que saber enterrar los errores, porque con la mínima evidencia un experto detective reconocería el prístino plan. Traigo prisa pero ya llego. Destino: la ciudad del caos y del mejor smog del mundo. Sí, es el que más contamina, es el mejor en su cualidad y resalta el nombre. Qué bueno que no ando volando, porque me pierdo entre las nubes y por eso en otra ocasión otro de los encapuchados se estampó contra una torre de ventilación. Ahora todos los que trabajamos en esto tenemos que apurar el paso porque los relojes nos persiguen.

Si la calculadora no me falla la cuota está al día. Soleado, pocas nubes, gente dormida. El porcentaje de cacharros mecánicos circulando en las avenidas no es tan severo. Pero con estos nombres y vueltas de calles me pierdo, es la ciudad de la prisa. ¡Qué majadería! Para trabajar en un lugar te adaptas a cómo se vive y cómo se corre y cómo se come. Fauces que tienen motores, los humanos ahora comen acelerando los dientes. ¡Y así pretenden comerse su pan de muerto! Eso. Porque si no cuando son muertos harán pan de ellos con huesos. Objeción: el hueso en pan no es tan malo, siempre y cuando esté molido. Da vigor y calcio. ¡Tengo prisa!

¿Ya ven? Se le acaban de volar todos los documentos a un colega. Me mira sin ojos, su capucha es la que me dice que ya regó las cuotas. Por eso es mejor traer un Blackcherry o lo que sea que se llame esta pieza donde tengo todos mis apuntes. Lo siento, no te puedo ayudar porque traigo prisa. Ya les he dicho a los colegas que cargar con papeles es cosa de tiempos anteriores. Se debe uno adaptar a la tecnología. Además estos dedos sin carne... mira que pisan muy bien los botones. Veamos. Calle # 4566. ¡Demonios! El letrero no dice la colonia. A este paso el peaje de almas andará atrasado, igualito que en esas oficinas de burócratas. Que no se organizan... ¡nada! El que debe organizarse aquí soy yo. Si no adapto a los demás a mi estilo de vida, ellos terminan adaptándome a mí. Y mira, ¡que prisa traigo! Faltan diez minutos para recoger esa alma antes de que se la cargue la nada. Ah claro, aquí en esta urbe todo se mueve a empujones. Vale pues, me subo a este camión llamado minibus o lentobus o lo que sea que se llame. ¡Ahora sí que llego! Eso, síguele con las carreras que voy bien agarrado. Ojalá que no se llene o me tendré que bajar. Invisible, pero tangible.

Esto debería ser cosa seria. A la "Gran Fúnebre Majestuosa Muerte del Planeta" no le gustará esto. No es mi culpa andar colectando aquí donde todos se pierden. Si alcanzo la cuota de hoy me darán una guadaña de plata conmemorativa. Y poco se preocupa la gran muerte. Por eso luego se quedan los moribundos en estado vegetativo, porque las almas se quedan enterradas quién sabe dónde. Ni están vivos ni están muertos. A ver, ya me bajo de este cacharro.

Veamos la Blackcherry. ¡Demonios! Me faltó un "upgrade" para el sistema GPS. Eso sí que sería una gran invención, un rastreador de almas moribundas. Hospital, hospital... ¡háblame desgraciado! ¡Traigo prisa y no alcanzo la cuota! ¿Sólo faltan tres minutos? Aquí hasta los relojes traen prisa, que es la ironía más pesada de los tiempos. ¿No me pudieron dar aunque sea una motocicleta del terror? Porque ahora andar en carro es la lentitud. ¡Hey, cuidado y me toques porque te dará un paro cardíaco! Y eso son puntos en contra. Ni modo, a correr aunque se me vean los huesos de los pies, al fin que tengo contrato de eternidad de aquí a 5000 años y no me gasto. El otro día un colega me dijo que era yo un tonto porque pocas veces corría. Aún recuerdo sus palabras:

"Si ya no tienes corazón, necio, que no te cansas, corre y corre y siempre tendrás tu cuota".

¿Y mi dignidad? Por eso no corro. Bonito se va a ver un mensajero y cobrador de la Gran Muerte corriendo. Si los humanos me vieran ya me hubieran perdido el respeto y pensarían que soy un invitado que va tarde a una fiesta de disfraces. Sería el hazmereír de muchos. Por eso sólo corro ahora que queda poco, traigo prisa. ¡Cuarto 7-B-88-Z del segundo piso de la primera sección! No, ya no llego. Ya no llego. Adiós, guadaña conmemorativa de plata. Adiós, subir de puesto. En eso una enfermera dice exactamente el número del cuarto y la sigo. ¡A pocos segundos de que el alma se salga del cuerpo!

¡Y que llego! Saco el frasco de "polluxortema" (sólo esto contiene almas recién salidas de un cuerpo), y consigo la cuota del día. Si fuera humano ya estaría sudando a cántaros. Hago resonar mis mandíbulas a manera de triunfo. ¡Qué gran regocijo! Ahora puedo cambiar esta guadaña de aluminio por algo más poderoso. La Gran Fúnebre Majestuosa Muerte del Planeta estará complacida, al menos conmigo. A mi pobre colega que perdió los documentos le serán retirados varios privilegios. Y todo por no preveer. Si tan sólo hubiera venido ayer a ubicar el lugar no andaría corriendo como loco. Ni modo, aquí se dejan las cosas a última hora, y con suerte se llega en el último minuto.

El encapuchado iba tan concentrado y contento con el alma que recién había recolectado que olvidó por unos instantes cuidarse de tocar a los humanos. Repentinamente tocó de manera accidental a un hombre de 48 años y le provocó un paro cardíaco. Puntos en contra. ¡Demonios! Y todo por no seguir con la prisa de volver cuanto antes a entregar el pedido...