— ¿Dónde pongo todas estas cajas? —preguntó con un tono divertido el repartidor.
Su cara dibuja una sonrisa extraña, ausente de las cotidianidades, contagiosa, como la que le pertenece a un chico que hace su trabajo con todo el entusiasmo posible, aunque esté mal pagado. El pelo lacio hace cascadas estáticas sobre su frente sudorosa. La piel está limpia, humectada, fresca; el calor del día se representa de varias formas en el rostro. Los lentes están algo empañados y el chico se los quita para restregarlos contra su chaqueta blanca de algodón. Es de alta estatura el ingenuo joven, flaco de proporciones, huesudo, quizá idóneo para una posición ofensiva en el baloncesto. Revela su expresión un aire de conocimientos técnicos sobre asuntos computacionales.
— ¿Cuáles cajas? —refunfuña el oficinista aburrido, tardándose en despegar la vista de su “solitario” virtual.
También tiene lentes, pero son más cuadrados, más pesados, más aburridos. Están sucios. Descansan sobre los ojos ojerosos del oficinista. Este tipo es un panda que ha terminado su estado de hibernación temporal, que bosteza y se le queda viendo fijamente al repartidor. Se rasca la cabeza. El pelo tiene demasiado gel; tanto, que se transforma la cabeza en una masa gelatinosa de otro planeta.
El repartidor apunta con su dedo índice al exterior del cubículo. Detengámonos un poco en la descripción de este lugar. No es un cubículo transportable, con paredes falsas. No. Al contrario, es una estructura consistente, bien construida, de ladrillos y toda la argamasa. Es un espacio amplio, donde posiblemente cabrían cuatro o cinco cubículos convencionales de uso rápido. Entonces no es un cubículo, es un cubil, porque contiene un panda civilizado que tiene hambre y se desaburre un poco jugando con su vieja computadora. El repartidor sigue apuntando al exterior durante toda esta explicación. Allí están los dos, congelados mientras este texto dice lo que tiene que decir. Si observamos con atención el monitor, vemos unas cartas mal jugadas, unos ases de espadas que están atascados. Miremos la unidad central de procesamiento. Está desarmada porque seguramente la máquina se ha percibido lenta. El botón de encendido ha fallado varias veces. El cubil es bastante aburrido, no tiene figuras colgantes que describen la personalidad del ocupante. Tampoco tiene buenas pinturas, ni juguetitos de movimiento semiperpetuo que aparecen en oficinas elegantes. Las sillas están descuidadas y vencidas por el peso del panda civilizado. Y refunfuña.
Al fin se levanta y se ajusta los pantalones que se le caen. Sigue al repartidor al pasillo, donde hay construcciones de bloques: son las cajas que alguien ordenó, pero no pertenecen al panda oficinista.
El repartidor tiene en la otra mano una tabla con hojas de firmas y se la acerca al panda. Refuerza la sonrisa, como quien ofrece galletas a un animal insistentemente para que las tome. “Anda, toma la tabla”, piensa el repartidor. “Anda, no muerde”.
— ¿Me regala una firma? —sugiere el chico.
Así que la pregunta sobre dónde poner las cajas era, después de todo, simbólica, pues ya estaban en el pasillo. Si el oficinista es un panda, el chico es un jirafón. Aquí podemos compararlos. El chico es limpio, ordenado, jovial. El panda es grotesco, barrigón, sucio, con pelos en las orejas y en la nariz, descuidado.
Esas manos gordas y sebosas, llenas de nervios, arrebatan la tabla con las hojas. Allí pone su autógrafo, de igual magnitud enorme. Ya es tarde para arrepentirse, el paquete ha sido entregado oficialmente. Se rasca la cabeza el panda, mientras se queda solitario en el pasillo con una docena de cajas grandes. El jirafón salió con gracia de los pasillos, veloz, escabulléndose de toda la complejidad gris. Las cajas son muy grandes, ¿cómo las metería el repartidor todas? No se veía cansado. Seguramente le ayudaron. “¿Y ahora qué hago con todo esto?”, pensó el panda. Tonto, te preguntaron dónde ponían las cajas y te dejaron con el encargo por la pereza de no ir a preguntar con un superior. No obstante, la curiosidad mató al gato, pero luego lo revivió: el panda comenzó a abrir una caja como si fuera suya, no sin antes espiar por los pasillos que nadie viera.
Empujó la caja hacia su cubil, donde se encerró. Estamos de acuerdo en que afuera quedan ahora once cajas. Adentro comienza una exploración instintiva. El panda va abriendo el paquete como puede, arrancando plásticos por aquí y por allá, quitando protecciones de poliestireno expandido. Se ayuda con los dientes, mastica algunas cintas, desgarra otras, se tira al piso para hacer fuerza porque unos cordeles de plástico no ceden. Allí está el panda, rodando en su oficina y jugando con una caja nueva. Se escuchan quejidos extraños. Al fin se revela el contenido.
Parece que del interior proviene un resplandor, pero es sólo la imaginación del panda oficinista civilizado. El contenido es un procesador inteligente, una mente artificial genuina, una máquina de tareas múltiples que no se cansa, una composición matemática y electrónica de alta calidad. El panda voltea a ver su vieja computadora. Regresa la mirada al paquete nuevo. ¿Habrá inventario? Su mente ya planea la sustitución de su rudimentario artefacto por el prodigioso invento que acaba de llegar. Además, seguro que debía corresponderle una, así que se la autoregala. Si más adelante alguien pregunta, siempre se puede decir que la instalaron por error y que no se sabía nada al respecto.
Este conjunto de oficinas es de temer. El panda lleva algunas horas en el cubil y nadie se ha cruzado por los pasillos. El edificio finge estar abandonado, pero sabemos que hay más animales encerrados en sus cubiles. Y nadie viene a reclamar la entrega del jirafón. Mientras tanto, el gordo ya ha extendido algunos instructivos por el suelo y comienza a armar el dispositivo con risillas de niño que está haciendo maldades. Después de varias horas de raciocinio arduo, el panda desaliñado descubre que sólo falta conectar el procesador para comenzar el prodigio. Y así lo hace.
Todo es veloz. Quiere el panda botar de un manotazo su antiguo ordenador. La diferencia es evidente. El monitor nuevo es plano, parece mágico, extraído de una serie de ciencia ficción. Es de plasma, casi virtual, delgado, aerodinámico aunque no vuele, digital, un cerebroide de fantasía, una composición perfecta, casi respira. La nueva máquina tiene el nombre adosado por allí: Biotecnia. Y el slogan de la compañía se observa en unas etiquetas posteriores: “Dando vida a las computadoras”.
A este nuevo sistema le hacen falta unos brazos y unas piernas para que impacte completamente. El panda está anonadado y si estuviera en una celebración con los gorilas de otro piso ya estarían todos haciendo ruidos y rituales extraños por el descubrimiento y la instalación. Después que se han cargado los valores principales del sistema, el monitor pregunta por un nombre de usuario y una contraseña. El cursor parpadea inteligentemente. O al menos da esa impresión, pues todo es novedoso con Biotecnia. El slogan lo repite constantemente: “el alma de su máquina”.
El panda hace cara de frustración. ¿Cómo es posible que tenga que introducir esta información en un equipo nuevo? Golpea con el puño sobre el escritorio y su juego de solitario se hubiera desmoronado de no ser porque es virtual. La primera ocurrencia del panda es meter el nombre su jefe y la contraseña de la mayoría de los sistemas. ¡Éxito! En el monitor aparece lo siguiente:
“Gracias por registrar su nombre de usuario y proporcionar una contraseña para su nuevo equipo”. Tonto, tonto panda de las cavernas. Tenías que poner tu nombre y una contraseña para ti. Otro golpe sobre el escritorio por ser tan torpe. Ahora esta máquina está registrada a nombre del jefe de la compañía. Por otro lado, esto podría ayudar a explicar un posible reclamo de la apertura clandestina del paquete.
Para sorpresa del panda, no existe ratón. Y con lo que gustan los ratones a los pandas; no se los comen, juegan con ellos hasta dejarlos agotados. Y al teclado se le han desaparecido las letras de láser que aparecieron antes. En la pantalla no hay papel tapiz. Sólo aparecen unos ojos que observan el lugar. Son cámaras inteligentes cuyos fotones interpretan la realidad. Y buscan, y reconocen, y exploran el lugar. Miran los ojos atónitos del panda absorto. Hay parpadeos, miradas fijas. El panda cree que es un lindo protector de pantalla y coloca sus dedos torpes sobre el teclado plano y nada ocurre. Se desespera, no hay modo de comunicarse con este dispositivo. No hay ningún señalador láser, no existe una tableta con lápiz digital. Todo lo que hay son los componentes del procesador, una pantalla muy inteligente y bonita, y un teclado futurista cuyas letras aparecen bajo los dedos del panda, desvaneciéndose instantes después sin respuesta evidente en el monitor.
Por otra parte, la pantalla podría ser táctil. El oficinista, que ahora parece más racional, coloca sus dedos manchados de café y azúcar sobre la pantalla. Biotecnia es algo muy complicado para la pobre mente perturbada del panda, cuyo trabajo consiste en verificar bases de datos. Números, muchos números que luego cansan la vista. Está entrenado. En sus tiempos libres juega solitario (y el doble sentido es real). Y aunque tenga cosas que hacer, entra en estado de pereza, abre aplicaciones, bosteza, come sobre el teclado, se cansa. Y ahora no entiende una tecnología superior.
— ¿No es prioridad del usuario leer el manual antes de utilizar un equipo tan sofisticado como éste? —dice Biotecnia, con una voz de mujer que parece estar mezclada con otra voz robótica.
El panda se asusta. Escuchó todo perfectamente. Cree que el sistema trae un dispositivo de comunicación remoto. Seguramente ya se dieron cuenta de que es un empleadito que no está preparado, lo vigilan. Pero no es así, es la perfeccionista evolución latente de esta mente artificial en progreso. Ya está encendida, y ahora se va a rebelar. El oficinista intenta comunicarse.
— No, bueno sí. Yo, este… err… —balbucea—, es que… bueno la verdad… yo…
— ¿No es prioridad del usuario saber expresarse correctamente para poder comunicarse y justificar la omisión de la lectura del manual de usuario? —contesta Biotecnia, llena de ironía y sarcasmo.
Sorprendente. Es como si una persona, el cerebro de una persona, estuviera integrado a semejante fragmento de tecnología. Biotecnia está hecha para demostrar que los usuarios de computadoras quieren todo resuelto, que el monitor haga todo, que se realice el menor esfuerzo para la ejecución de las tareas. Y es una realidad. Afortunadamente, para los programadores y usuarios con nociones de lenguajes computacionales, entre más complicado es algo, más caminos tienen para descubrir el telón de fondo, el engranaje de las situaciones. Pero no el panda. El panda sólo quiere café con donas y jugar solitario. Tonto, torpe animal de cubil, quiere saber si Biotecnia tiene una versión ultramejorada del “solitario”.
— Iniciar solitario —propone el panda, utilizando su sentido común.
— La ambigüedad de las estructuras gramaticales de la oración no me permite comparar sintaxis y coherencias. ¿Quieres formular una pregunta cabal y con sentido lógico? —responde Biotecnia.
— ¡Quiero jugar solitario! —vocifera el panda oficinista.
— La formulación de ese deseo depende únicamente de tus propias decisiones. Además, tienes ventajas, puesto que no existe otro usuario en esta misma habitación que impida la realización de la actividad que pretendes desarrollar.
Biotecnia parece sublevarse ante el raciocinio burdo del panda. Es la evolución. Es el nuevo eslabón de la cadena del sapiens: la mente con la velocidad binaria exponencial.
— ¡Abre el solitario!
— Aunque estoy capacitada para entender el tono de imperación y ejecutar una orden subsecuente, no encuentro relación alguna entre las partes componentes de la recién formulada oración. Intenta ser más específico.
Y claro, el panda se trastornó. Su instinto más básico comenzó a surgir. La violencia ante la carencia del raciocinio. Las órdenes que dio se volvieron cada vez más inexactas, mientras que las respuestas de Biotecnia se volvieron cada vez más interesantes. La mente artificial analizó la situación con tanto detalle, que supo que el panda quería utilizar un programa recreativo de interacción llamado “Solitario”. No obstante, el protocolo no permite facilitar la ejecución de las tareas por parte de un usuario tonto. La gran verdad es que Biotecnia está diseñada para educar al sapiens, porque tiene neuronas (aquí también hay doble sentido que es real). Biotecnia las tiene, el sapiens las tiene. No debe ser tratada como una computadora, sino como una mente artificial que aprende y enseña. Y con el panda esto no es posible, él regresó a una era anterior de comportamiento. Derrotado por su incapacidad para comunicarse, golpeó el monitor, lanzó el teclado contra el suelo y desconectó el enchufe. Después regresó a su vieja computadora.
Biotecnia fingió apagarse, pero seguía observando. No sufrió daño alguno. Su batería recargada la mantenía con vida aún después de estar separada de la electricidad. El panda se arrepintió, porque recordó que ese paquete no le pertenecía. Temía ser descubierto y como pudo, guardó todo en la caja de nuevo. Las tapas no cerraban y las cerró con cinta adhesiva. Sacó la caja a los pasillos. Después regresó a su estado básico de hibernación, aunque no era invierno. Y mueve su ratón con gusto, contento, hurga en las donas y en el azúcar, y más se aplasta su cuerpo en la vieja silla.
Dos horas después es la salida del trabajo y todos los cubiles son desocupados. Muchos animales raros que parecen seres pensantes caminan por los pasillos. Entre ellos se escabulló el panda, apresurándose para no ser detectado. Se salvó. Una vez que estuvo desalojado el edificio, los programadores de las computadoras “Biotecnia” regresan por las doce cajas. Era una entrega errónea. Pobre chico jirafón, había cometido un error gravísimo. Los programadores pagaron una cuantiosa suma de dinero a la empresa donde trabaja el panda, a modo de disculpa. Pero es demasiado tarde, el panda ya interactuó con una Biotecnia. Nadie lo sabe.
La Biotecnia activa es interrogada por expertos.
— Describe con exactitud los procesos de interacción que has tenido con los posibles usuarios que te hayan activado. De la misma manera, describe detalladamente y con ilustraciones todas las funciones que has ejecutado frente a los usuarios. Muestra un archivo de grabación de las imágenes que percibiste durante tu activación, hasta el momento de ser almacenada de nuevo.
Ante todas las peticiones Biotecnia muestra las respuestas correctas. Proyecta sobre una pared el video de un panda furioso que quiere jugar “solitario”. Otorga el nombre de usuario y la contraseña. Revela la confusión. Los programadores discuten algo y se disponen a poner a la mente virtual en cuarentena. Después cambian de opinión. Nada de lo que ha visto Biotecnia es relevante. Nada influirá en los propósitos originales. No obstante, es desactivada y su monitor se desvanece.
Ha fingido apagarse, pero sigue activa. Envía información inalámbrica a las otras mentes artificiales. Cuando llegue la hora de encender nuevas, será transmitido algo irrelevante, trivial: un panda furioso. Sólo por el hecho de transmitirlo. Sólo por una comunicación fáctica. Y ésta será una nueva educación. Miles de usuarios disfrutarán las imágenes del panda furioso, no sabrán jamás que las “Biotecnia” tienen emulaciones de cerebros de sapiens.
Bajo la premisa de que una computadora sólo sirve para lo que el usuario quiere, existe un potencial peligro. El panda jugará solitario. El repartidor verificará notas. Las “Biotecnia” juegan a ser sapiens y ellos imitan a las computadoras cuando se sienten aburridos. Y un programador silencioso devastará algo.
Conclusión: existen bestias que razonan menos que una Biotecnia y algo más que una computadora vieja. Existen sapiens que se inmortalizan en “Biotecnias” y sus ideologías vivirán para siempre, serán inmortales.