Los días son acelerados. Esto lo dice un capitalino culto que se funde en la masa urbana todos los días. Sale diario de su casa y recorre las mismas rutas para llegar a los mismos lugares. Uno como observador verá a la masa urbana como uniforme y no caótica. ¿Por qué? Es un movimiento continuo que se categoriza y que también categoriza a los que lo componen. Es un flujo copioso que tiende hacia el infinito sin llegar nunca a él. Todo el tiempo ve uno caminantes y transeúntes cerca de luces verdes y rojas, cruzando líneas pintadas de amarillo que sirven para maldita la cosa y cuestión. Todo el tiempo, además, ve uno la emulación de los hombres-componente. Están imitando la velocidad de los automóviles. La única razón por la que no existen compañías aseguradoras de peatones es porque no corren lo suficiente como para desmayarse ante una colisión.
Y se pueden ver las otras categorías como diminutas pantallas de televisión, de manera simultánea: los cruzapuentes, los cruzacalles, los compraboletos, los conducecarros, los vendechácharas, los miratiempos (porque ven el reloj), los pisabotones (cualquiera con un celular en la mano), los esperaluces (mirando el semáforo para tratar de apresurarlo a que haga luz verde), los vigilapuertas, los cocinacomidas, los comecomidas, los sirvealimentos, los mirapantallas (cualquier ante una computadora), los escribelíneas, los habladiscursos, los preguntadirecciones... Todos en la ciudad son susceptibles de ser categorizados. Y de ser transcategorizadores también. Y se contagia todo. Los agarratubos (que van en el subterráneo metálico), los esperatrenes, los caminapasillos, los miralibros, los duermegente (contagio de sueño entre los pasajeros de un transporte en días aburridos). Y la masa urbana se solidifica. Te unes, te dejas llevar y te pierdes entre los cientos de cuerpos que despertarán de su trance cuando llegan a una transición, pero sólo para volver a otra hipnosis insignificante. El mismo vistetrajes que va en el transporte se convertirá en un escribelíneas, en un pisateclados, en un agarraplumas, en un miramonitores, en un agarrateléfonos, en un contestallamadas. En un trabajarutinas. Este es el punto más crítico y grave: lo que se trabaja es la rutina, y se refuerza. Y crece la masa.
Y el capitalino culto que sale de su casa todos los días baja la cabeza porque no puede cambiar eso. Los días se viven acelerados en la urbe. Y piensa, piensa. Y ve a los limpiaventanas, los limpiabotas, los limpiaconciencias y los lavacerebros. Y sigue pensando. El capitalino culto, con resignación se tiene que adaptar a una de tantas y tantas categorías y continuar. Y desea que cualquier evento ocurra con tal de que exista una ruptura entre la rutina y el tiempo. Sin embargo, aún los accidentes que figuraban como algo anormal también se fundieron en la masa: los chocacoches, los miraheridos, los disfrutamorbos, los gustachismes, los rompecosas, los gritagroserías y los mentamadres (mentafamilias). Y por eso un payaso barato te hace el día, te alarga la cara en eso que olvidaste que se llama sonrisa. Y por eso un ramblero, estatua humana que se activa con el sonido del dinero en una canasta, te muestra el camino del misterio, de lo imprevisto, de la broma, de la risa espontánea. Y cómo cuesta mirar a los caraseria en los transportes públicos. Y allí van los oyemepetrés, muy raros los que usan tocadores de disco compacto y casi obsoletos los que aún conservan la reliquia de la cinta magnética.
Hurga el capitalino culto entre la muchedumbre para ver si hay algo distinto. Observa detenidamente a los comehamburguesas, a los pactanegocios, a los bebesodas, a los chupapaletas, a los mascagomas, a los compraobjetos, a los empujacarritos, a los cobracosas, a los besaopuestos, a los arrullaniños, a los prendecigarros, a los fumatabacos... Huye por una corazonada hacia una ruta alterna y trata de congelar el tiempo aunque la masa le estampe en la cara que hay déficit de horas, minutos y segundos. Camina ahora por un parque, viendo a los posanalgas en las bancas de metal, viendo que allí el flujo es ligeramente más lento. Eso es lo que tiene que buscar el capitalino culto, zonas de menor flujo. Y allí desea encontrarse con un quiebrarutinas, un maestro del arte de hacer origami del tiempo, tiempo de papel, tiempo roto, relojes sin pilas, un sol congelado como pintura, un día eterno.
Más adelante, hay un escondite de arbustos. Es un círculo formado por ellos. Y el capitalino culto quiere deshacerse por un momento del maletín de los negocios. Ah, porque ahora las vacaciones también son negocios: los viajamundos, los subeaviones, los olvidatrabajos, los visitaplayas, los treparruinas... pero el secreto es que esas categorías son menos frecuentes. Y en medio del círculo de arbustos, después de apartar algunos para entrar en él, está Sabio Sixto.
Cara tranquila, ojos cerrados, cabello lacio y corto, flecos danzando con el viento, manos al pasto, espalda formando un ángulo agudo con el suelo, piernitas extendidas, sonrisa legendaria, zapatos enlodados. Una mochilita de escuela a unos centímetros de él. Varias flores cortadas agrupadas en un montón. Allí el capitalino culto desea ser al menos un hueleflores, único en esa categoría por breves instantes. El niño de seis años, Sabio Sixto, abre los ojos. Escuchó los pasos del intruso en el círculo de arbustos.
Dejo mi maletín a un lado, me quito el saco porque es día soleado. El niño me contempla sin inmutarse. Le quiero hablar, tengo miedo de que corra por su madre o que grite. Tengo mucho miedo y asco de que me confundan con un agresor, con un violainocentes. Trago saliva y ruego que no sea así. Toco madera de arbustos cercanos para que, no lo quiera el destino, el niño malinterprete mi compañía. No me aparta la vista, me intimida. ¿Es eso posible? Me desarma y mi traje y corbata se hacen chiquitos. El niño tiene más poder que mi maletín y mi vestimenta juntos. Veo su vientrecito moverse en respiraciones profundas. No cabe duda, el niño está en paz. Trato de mirar a través de los arbustos hacia el exterior, esperando y anticipando pronto la llegada de un tutor, de un adulto que se lo lleve, de un guardián, de un guardaespaldas. Nadie en su sano juicio permitiría que un extraño esté en el mismo lugar a solas con su hijo. No está sonriendo el pequeño. Su mirada me juzga y tengo la tentativa de marcharme. Voy a recoger de nuevo el maletín y el niño cierra los ojos. Mi curiosidad es mayor y este tiempo de indecisión se vuelve eterno, pero al final me siento frente a él, a una distancia prudente.
Mientras lo miro me surge una idea que he considerado absurda: la comparación entre este niño y el principito de Exúpery. Este niño no es alienígena, pero comienzo a hacerme a la idea de que sí, nada más por puro juego mental. Y veo lo que hay por allí, la mochila, las flores, unas piedras que delatan una colección, una sábana extendida bajo su cuerpo. Esto se trata de un día de campo solitario, pero no hay comida ya. He comenzado a imaginar el contenido de la mochila. Quizá tenga crayolas, cuadernos de la escuela, un almuerzo, algún juguete moderno. ¿Será autista este niño? Tal vez estén los lentes dentro de una de las bolsas. Y abre los ojos y me vuelve a examinar, le desvío la mirada porque eso hacemos los adultos ante la crítica sin máscaras de un niño de seis años. Miro hacia arriba, hacia el cielo con nubes, mientras el niño seguro está observando mi corbata, mi traje, mi maletín. Y automáticamente mi cerebro me dice: "eres un miracielos". ¡Apártate, pensamiento ofuscante! No quiero ser una categoría más de la urbanidad. Y doy miradillas rápidas para ver si el niño me sigue observando. Sus ojos están en dirección de los míos, ya ancló sus pupilas. Con un atisbo de valor le sonrío, pero de forma medio estúpida. No obtengo respuesta. Carraspeo y suspiro, mirando de nuevo el cielo. Ya me tomó la medida. Tengo el deseo de volver a las cosas de adultos, a las ventas, a las gráficas, a las llamadas de celular que me elevan el ego. Si me buscan soy importante. No quiero huír de esta situación extraordinaria que he buscado durante tanto tiempo, pero lo hago por la maldita vergüenza. Sin embargo, quedo inmóvil. Y lo miro con dureza, lo voy retando para ver quién cierra primero los ojos. Y fracaso.
Y afuera del círculo de arbustos se escuchan lejanos los tocacornetas, los pisafrenos, los sumeaceleradores, los cambiavelocidades, los quemacombustibles, los arrancamotores. Ya he estado allí, todos los días. ¿Entonces por qué, subconsciente de pelambrería, me haces querer volver a la masa urbana? Justo en este momento saca de su mochila un emparedado sencillo y lo come sin dejar de mirarme. Mastica con una decencia envidiable, cosa que jamás tuvieron algunos clientes. Y justo en este momento lo bautizo como Sabio Sixto. Es un sabio de seis años, que sin palabras me está educando ya. El neologismo "comepanes" me suena atractivo. Tiene un matiz inocente. ¿Qué come? Panes. Panes a modo de pared, paredes de pan que guardan rebanada de jamón y queso blanco. Es sencilla la vida en el círculo de arbustos, en este portal secreto.
Luego pienso que si no ha salido huyendo es porque me conoce de algún lado. Esta mente bombardeada, la mía, de publicidades, busca una solución y explicación lógica, porque lo ilógico no existe. Comienzo a preguntarme por qué no han venido a buscarlo. Su padre, su madre, su abuelo, la preocupación. Un niño perdido que reta a un hombre de negocios con la mirada y que lo consigue. Por una fuerza extraña busco en el maletín algo de comer. Puros números y formas. Y él, sin separar el campo de visión, sin mudar la vista, saca un dulce de su mochila, lo come y coloca su barbilla entre sus manos, apoyando los codos en las rodillas. Me sigue viendo. Suspira. No tengo comida en el maletín, qué tonto soy.
Vuelvo a mirar al cielo por pena. Él aprovecha este momento para extraer un popote de su mochila y una bolsita que contiene esferitas. Miro lo que hace por curiosidad, justo ahora que ha dejado de verme para concentrarse. Más tardo en darme cuenta que lo que tiene en sus manos es una cervatana improvisada, que en sentir un golpecillo inocente en el pecho y ver rebotar una esferita plateada. No duele. Intento sonreír pero algo logra que mi rostro se quede estancado en una seriedad recalcitrante. Me surge una idea encantadora: hacer un avioncillo de papel con una hoja inútil. En ese momento un relámpago cruza mi mente y aparece una visión: este niño es mi hijo y estoy jugando con él. Se esfuma ese pensamiento. No. No lo conozco. Voy sacando una hoja y empiezo el origami. Durante la construcción detallada del avión, me balacean de nuevo. Mejor dicho: me "bolacean". Me imagino una barra de vida sobre mi cabeza que va descendiendo con cada golpecillo que recibo de la cervatana del enemigo. Mirando mi avion sonrío sin darme cuenta, de esa complexión genuina que es como un arcoiris, espontánea y pura. Este es el mecanismo para evitar fabricar falsas sonrisas. Y miro de reojo y la comisura de los labios de Sabio Sixto se pliega, es el lenguaje correspondido. Termino la construcción del modelo más basico, lleno de fórmulas y números que no sirven para nada. Lo arrojo y da justo en el blanco: el ombligo imaginario, la ropa obstruye la visión. Eso debe hacerte cosquillas, niño.
Tras examinar el avión un par de veces, él busca de nuevo algo en su mochila. Aprovecho este momento para presentarme. Balbuceo: "Yo soy...". Entonces el castillo se desmorona, se cae la obra, el terremoto desgaja todo. Él se asusta, guarda todo en un abrir y cerrar de ojos. Se pone de pie exageradamente rápido, mochila a la espalda. Sale del círculo de arbustos a gran velocidad y desaparece de mi vista. Cierro mis ojos recriminando mi imprudencia. "No tenías que hablar". Urbanicé el momento, el niño no era un cliente. Me quedo estupefacto, ausente. Mis manos juegan con esferitas y analizo detenidamente lo ocurrido. Intento ser un psicólogo del momento, un tratacasos, un estudianiños, un analizamentes, un curainfantes, un cuestionaeventos. Es el fracaso. Y ni siquiera se llevó el avión que le envié.
Y escucho lo que más odio en la vida: los motores, las cornetas, las groserías automovilísticas de la masa urbana. Me molesta que eso penetre en el círculo formado por arbustos. Me llega un sobresalto, recojo todo y salgo tras apartar unas ramas. Lo busco, pero no está. Veo a los niños que tienen de la mano a sus madres, a los que juegan y corretean, a los que caminan, a los que compran burbujas, a los comepostres... ¡no! ¡Apártate, instinto de categorizar! A los traviesos mequetrefes que desean comer un manjar de chocolate. Eso es. Suena mejor. Pero Sabio Sixto no está. Reconozco que lo corrí con la majadería que va implícita en mi voz, porque a veces no me doy cuenta y salen urbanidades.
A pesar de todo, aprendí dos cosas: el poder de la mirada para conquistar a alguien, desarmarlo y hacerlo diminuto; y el lenguaje del silencio amistoso.
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