Si pilláramos a un niño escribiendo en cualquier otra dirección que la convencional, habría que reconocerle su habilidad para construir arquitecturas en el cuaderno. Seguramente nos respondería que está cansado de esos gigantes tabiques, esos párrafos de vieja amalgama tradicional. Agregaría con una sonrisa entre sus orejas, que prefiere hacer vigas de letras, columnas bellas y arcos en espiral.
Si, en otra semana, lo atrapáramos deformando las letras, habría que reconocer su iniciativa para deconstruirlas. Así, no existiría en su vocabulario cosa tal como "fea caligrafía". En su lugar abundarían los trazos recién nacidos y jamás corregidos, llenando así la página de planas y acertijos para descifrar.
i lo descubriéramos en pleno silencio, haciendo letras gigantes que ocuparan toda la hoja, llenándolas de hojas y ondas, decorándolas con colores, vistiéndolas, pintándolas y esculpiéndolas como si se salieran de la hoja de papel, podemos estar seguros que cuando crezca un poco más guardará en su baúl dos que tres, cuatro que cinco... cien que mil memorias literarias.
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