Su bello y curvilíneo cuerpo, tan perfecto, sin arrugas ni pliegues innecesarios, atrapó la atención del hombre maduro. Ella estaba de pie, inmóvil, mirándolo y sonriendo dulcemente. Él extendió la mano por su cabello recién lavado, capturando un poco del perfume y llevándolo a su nariz para ensoñarse más. Él decía que se parecía a la Venus, cuyo cabello funcionaba como barrera entre el pudor y el deseo.
Dejó sus manos quietas, pero se la comió lentamente con sus ojos, mirando toda la perfección de su desnudez: unos senos firmes, unas piernas bien torneadas, un tono de piel atrayente como la miel a las abejas, un cabello de musa inmortalizada por el tiempo. Pies divinos que invitaban a besarlos.
Tras unos minutos de silenciosa contemplación él no pudo resistirse más. Abandonando la timidez se aproximó y la estrujo contra su cuerpo, abrazándola y luego recostándola en el sofá. La besó completa. La exploró hasta la saciedad. Su belleza siempre perfecta iba de la mano con esa sonrisa hermosa, congelada como fotografía y tan complementaria como el corazón de algodón de una muñeca hecha por él y sólo para él.
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