Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

lunes, 21 de septiembre de 2015

Piando se entiende la gente.

Tres años. Lo más duro fue el principio, porque no nos entendíamos. Alicia era terca como una tormenta que no se va hasta que por sí sola se mueve. Yo muy rencoroso. Dejaba pasar dos o tres días sin hablarle hasta que los buenos días volvieran.

Su mejor amigo era un pequeño pollo que nunca crecía: cuando maduraba para volverse gallo, lo regalaba a alguna granja e iba en busca de otro amarillo y tierno. Lo acariciaba todo el tiempo mientras usaba la mecedora. El pollo hablaba mucho más que ella. Piaba por necesidad, por capricho, por terquedad y por bobada. Por las noches me despertaba peor que el llanto del recién nacido de la vecina. No obstante, Alicia a mi lado dormía como si no ocurriera nada.

En una ocasión estuve a punto de pisarlo. Me levanté adormilado buscando cereal y leche. En la cocina se me atravesó sin piedad, sin piar. Tan sólo tropezó con mi pie y patinó un poco, piando después.

Yo solía molestarla. Le decía que lo iba a cocinar tan pronto estuviera más gordo. Entonces ella lo intercambiaba por otro más rápido. Llegamos al acuerdo en que ella no mantendría cerca más de uno, porque entonces la casa se volvería un infierno acústico. Cuando me tomaba de buenas, me prestaba al pollo para que lo acariciara. Noble animalito, capaz de confiar toda su endeble compostura a unas manos gigantescas.

Un día nos sorprendió. El pollo estaba madurando más rápido que los otros. Intentó volar torpemente y se restregó contra las esculturas de la colección del mundo, nuestros viajes. Quebró cinco. Ese día le grité iracundo que el pollo debía irse para siempre. Ese. Todos. Todos los pollos del mundo estaban mejor en un caldo que en sus tiernas e ingenuas manos. Ella también se rompió de algún modo. Lloró en silencio mientras se despedía de su animal favorito.

Cuando me lo llevaba en una caja a la granja, ella me hizo saltar el corazón. Comenzó a piar de dolor. Su garganta se estaba abriendo. El pollo le hizo segunda y comenzaron a comunicarse como dos niños que no quieren despedirse. Regresé inmediatamente.

Una semana después, con ayuda de cuatro o cinco pollos más, ella ya pronunciaba dos que tres palabras, con lágrimas en sus ojos. Entonces, amé los pollos.

Alicia, la sordomuda, me había dicho: te amo.


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