Todos los urbanitas saben que entrando por esos huecos subterráneos donde se desplazan los vagones naranjas, pueden hallar numerosos vendedores de materias tan simples y curiosas como la vida misma. Son las ocasiones para poner atención, y en una de esas el transeúnte termina comprando algo para satisfacer el hambre. A la altura de la estación donde antiguamente los enfrentamientos entre zapatistas y carrancistas provocaban muertes arrojadas a la barranca, se hallan hoy, en plena modernidad, vendedores de alegrías. Ya sabe, esas masas aglomeradas de amaranto con pasitas. Esas masas que parecen ladrillos hechos en serie por alguna máquina que quiere construir una casa de dulces contenciones.
Lo que hará que tenga usted un rompecabezas será la doble cuestión: ¿es cada mordida en la barra un motivo causal para ganar alegría psicológica o la alegría viene del sabor? No es por sospechar nada, pero presiento que las barras contienen una alegría implicada más allá del puro gusto. Se instala en la mente del consumidor como si ya hubiera estado allí por mucho tiempo. Es una venta de alegría abstracta. ¿Ya había olvidado aquella sensación en el estómago la primera vez que besó a alguien? ¿Y un día de triunfo? La alegría de amaranto es el medio, la alegría psicológica es el fin. ¿Y qué más da? Es simple y sencillamente una mezcla inocente entre almendras y otras semillitas.
Debería animarse un vendedor a pisar el polo opuesto y trabajar sobre las tristezas. Seguro que las comprarían por una razón: una alegría después de una tristeza sabe más renovada. Y además las tristezas no se adhieren tan fácil a la mescolanza, por eso no vienen en barra, sino en bolsitas desperdigadas.
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