Abajo del puente he visto a un tejedor de las palabras. Con una pluma en cada mano hacía giros y giraba ejes imaginarios mientras que algunos sustantivos aparecían en el aire. A su lado se llenó de artículos que no se usaban, por sí solos estaban vencidos por la gravedad. Mientras, los sustantivos flotantes escaparon como burbujas de glicerina y jabón.
Pocos tejen palabras en estos tiempos. Todo mundo las pronuncia, las escupe, las pisotea y uno que otro suertudo individuo las amarra a sus zapatos para no olvidar que existe el lenguaje. Pero tejedores… quedan muy pocos. Se ocultan para no ser lastimados con pseudopronunciaciones de la adolescencia moderna. Los parladores cotidianos todo lo economizan, lo tergiversan de mala fe, innovan pero hieren, crean y luego descosen. Pero tejedores… están camuflados con el resto. Ellos toman el arte por las manos y el bolígrafo es diestro en su posesión. Arman verdaderos trajes, bondadosas obras maestras de la sastrería lingüística. Se los ponen, los modifican, van y se los cuelgan inocentemente a un perchero o en la espalda de la gente corriente. Constituirían, me consta, tiendas interminables de ropa gramaticalmente correcta e ingeniosa. Se esconden, son fugitivos cuando tejen según la antigua escuela conservadora; pero todo se moderniza, y la Sociedad Secreta de Tejedores de Palabras halló en la virtualidad un lienzo infinito para sus murales.
Así era el mural que vendía este creador bajo el puente. Lo extendió para mostrármelo. Un exquisito tramado de vocabularios restauradores. Me explicó que con esos murales ellos combaten contra las perogrulladas y desatinos de los descosidos adolescentes que mutilan y deforman cuando duplican vocales y triplican signos de puntuación. No se venden, se regalan. “El lenguaje es motivo de enfrentamientos, de confrontaciones ideológicas”, dijo. Los tejedores como él arman, mientras que los insensatos descosen. Algo se puede rescatar de algunas letras perdidas. Es como hurgar en la basura, porque una vocal brillante nos haga el favor de meterse en nuestras oraciones. ¿Quién quiere, sin embargo, una impronunciable combinación de consonantes heredadas? Para algo han de servir: de marco, de prólogo, de manifiesto, de capital.
Todos nos hemos descosido alguna vez. Yo, tejedor de las generaciones antiguas, tuve que conocer el fondo y el trasfondo de lo ruin, lo insulso y lo insípido de expresiones vagas. Tuve que descoser también para reorganizar todo en una red de belleza literaria. Es trabajo, es oficio, es día a día. Regalo los murales a cambio de una dulce pieza de pan, de galletas, de manjares pequeños. Curiosamente, algunos nuevos tejedores han hallado el modo de infiltrar majaderías y transformarlas en algo de vanguardia, porque saben lo que hacen. Tuvieron que probar la magnitud de expresiones sin sentido para reconstruirlas y elevarlas.
Tal fue el caso de buen amigo mío, que tejió un ilustre poema con los desechos del desagüe virtual que fluye interminablemente en los tiempos modernos. Entre esos retazos de una red sin control, se toman porciones útiles para el rompecabezas propio. Y hoy, visitante audaz, guardo la pluma y saco el tablero, llegan por el aire a una pantalla hilos de letras con los que pienso tejer una historia nueva.
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