Jugar a que ella es un personaje que lo ama. Para eso está hecha, para admirarlo, para no verle los defectos que trae en cada célula, para aceptarlos como parte de la maravilla, así como un sulfuro de amor verdadero. Meterse en uno de esos libros donde existe un escenario que usarán para sellar el acuerdo. Jugar a que no existe, que él es sólo la imaginación de alguien que está escribiendo una terrible historia de la cotidiana realidad. Pedirle suplicante que la escriba a ella, no como se la ha imaginado, que mejor lo sorprenda y la ponga a odiarlo para que después se enamore cuando le salve la vida en un terrible accidente.
Jugar a que ella interrumpe sus minutos de transitar para sonreírle sin que se dé cuenta. Que lo ha venido siguiendo todos los días cuando la causalidad los ha juntado. Que lo conoce sin conocerlo y lo ha idealizado pero no se atreve a decirle nada porque se dará cuenta de que el personaje morirá instantáneamente. Jugar a que tiene sentimientos y que aún no es tarde para buscarle una lágrima que lo reviva de la soledad y la muerte que lleva en los hombros desde hace un par de años. Jugar a que existe el romanticismo y traerse entre los bolsillos una carta para una perfecta desconocida que no le importará ver nunca más.
Jugar a que todos los viernes por la noche tiene una amante diferente, que es cautivador y que su mirada impone. Que después de llevarla al cielo y bajarla al infierno, ella se quede abrazándolo como si fuera su esposa por una noche. Que recibe una llamada por teléfono dos días después para decirle que lo extrañan y que la realidad urbana es insuficiente sin su presencia. Que en una de esas noches ocultas alguna se hará su novia y esperará más llamadas. Que lo traten mal, pero que lo traten al menos, para no ser más un caballero invisible de finísimas proporciones que es demasiado tierno para someterlo a impulsos y arrebatos.
Jugar, sólo jugar, porque la realidad es una pintura congelada, cubierta con una manta cuyos agujeros dejan ver los ojos deprimidos de ese galante poeta maltrecho. Jugar, porque en la realidad los patanes atrevidos se llevan todo el crédito de una conquista que él intentó dominar con las palabras.
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