Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

lunes, 5 de septiembre de 2011

Literariedades

¿A qué deidades invocó el escritor para rellenar tantas hojas con semejante longitud de descripciones? ¿Cómo se elevó tanto en su conocimiento para garibolear el barroco de sus construcciones literarias? ¿Cuántas palabras se le han molido en el cerebro para que conozca la receta clasicista de los argumentos que expone? Dice tanto sin decir nada… El neologismo que estamos buscando atiende a lo que un artista haría para moldear su compleja plasticidad en una escultura. Es el embudo invertido o el ciclón del lenguaje incontenible. Es el cuerno que anuncia retóricas torcidas que a muchos disgustan. Es el aumento de producción de vocablos y el vuelco del sentido en las inocentes mentes humanas. Es la lingüiratura, la ludiprosa, la diversión de separar las reglas y rearmarlas. Es el desafío y la irreverencia divertida de un texto ante la especulación ansiosa de esos ojos que se mueven de izquierda a derecha. Muchos la aman, otros la detestan. Ante el párrafo completo y manifiesto ya nada se puede hacer. Sólo hablar mal de él o admirarlo y reverenciarlo. Tirar la hoja donde está escrito no servirá de nada. Es indestructible porque el lector no puede devolver (como en el caso excepcional de la comida), algo que ya se almorzó en dos o tres páginas.

Aquel señor sentado con elegancia en la banca del jardín está haciendo algo con las palabras. Hay que mirar de veras cómo las tuerce, cómo las dobla y desdobla en un inocente juego. Ha escrito un ensayo, pero no le ha gustado, así que decidió mandarlo a la deriva en un barco de papel. Las tintas ¿se diluirán? Abajo en las faldas de la montaña, en el río, donde la corriente es menos intensa, atrapará la figura de origami un niño que está aprendiendo a escribir, y tomará por leyes las reglas del ensayo. ¿Acaso no se reciclan las ideas los escritores? Un día un buen hombre tira sus argumentos porque le parecen insuficientes y otro día llega un avispado, listillo, las coge y sucede entonces cualquiera de dos opciones: si es respetable, mantiene sólo las palabras clave y arma una historia de lujo, como aquel buen caminante que recobra la funcionalidad de las cosas desperdiciadas. Si rufián, mundano, vil, plagiador, se adjudicará asquerosamente la autoría.

El plagio menor no existe, porque todos nos prestamos las limitantes palabras para crear ilimitados monstruos e infinitas progresiones literarias para alimentar un rato las inquietas mentes. La combinación de los veintitantos símbolos nos abre un abanico tan grande como el horizonte de 360 grados en altamar dentro de un buque de guerra. Y aquí sí, notará el conocedor, soy de buena fe cuando recuerdo a los monos mecanógrafos que armarían una biblioteca total. ¿Acaso no es elegante pedir permiso ante los ojos del que me sigue cuando voy a traer a merienda las escrituras de otros escritores? Hay una delgada y espiritual línea de la dignidad entre las frases que pasean entre libros. No sería pues lo mismo, sin reconocer la intención, decir que en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, a citar mal y accidentalmente y adjudicarse por eso una autoría cuando se pregona que en un lugar donde hay manchas no quiero acordarme del nombre de la obra. Y por si se notó: ¡válgame sin las comillas! Y ¡válgame el olvido de la puntuación!

Entre otras ocurrencias y enredos, se me ha pegado en la mente la gelatinosa idea que viene a continuación: ¿una máquina de escribir con cuerdas adosadas al golpeteo? Así podríamos tener artistas de doble fondo: escritores y músicos. No esperemos que salga una armónica perfección al primer intento, pero los críticos dirán que aquella pieza musical es de gran calibre. Luego, al asomar al texto descubrirán que no dice nada legible en el mundo de los humanos. No obstante, podríamos contar con prestigiosas palabras de buena acústica. Ya sabríamos cuando alguien estuviese escribiendo agua, aire, fuego y tierra. Los elementos combinados nos dicen que estamos hechos del polvo de estrellas, pero no. La realidad es que venimos de una máquina de escribir que el tiempo dejó olvidada. Somos el conglomerado de los veintitantos símbolos, y por ende, unos lenguajes andantes. Somos la literatura nacida dentro de nuestros corazones. Por las venas no corre sangre, pero fluyen poesía y prosa. Naturalmente, también somos los errores tipográficos y en más de una ocasión, con permiso, hemos perdido la tilde y metido la pata en el renglón adyacente.

He aquí otra revelación: fuimos los personajes que creamos y recordamos. ¿No es el subconsciente poliforme, constructivo y destructivo? La fantasía que contenemos utiliza el medio literario porque la enjaulada esencia humana limita las transformaciones. ¿Quién si no el autor para decirnos cómo era exactamente la tortuga sobre cuyo lomo aparecían mensajes? ¿Quién si no él para relatarnos por dónde voló el dragón? Y en un hoy al cuadrado, dudamos de la veracidad de lo que narran los libros porque nosotros los turistas no nos quedamos a vivir en ninguno de ellos, pero conocemos millares que se nos estamparon en la memoria.

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