Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

martes, 27 de septiembre de 2011

Después de volar.

Al sapiens genuino le gusta invertir las doctrinas, revolcar los dogmas y desmenuzar el sentido de las comunicaciones. Así, en los creativos ingenios lloverá el fuego de unas nubes cargadas de furia, mientras que los volcanes escupirán agua helada y todos los habitantes pueblerinos se quedarán perfectamente estáticos porque el pánico no existe en ellos. Después de analizar minuciosamente la situación durante escasos siete segundos, sabrán exactamente qué hacer porque el autor ha decidido eliminar la estupidez innata de la gente. Desde las ventanas los inteligentes niños observarán el espectáculo mientras los vidrios se empañan.

— ¡Mamá, hoy la lluvia de lava es amarilla!

Qué lindos los niños porque no temen a las ocurrencias de la naturaleza. Y como son listillos desde pequeños ya habrán generado las suficientes ideas para evitar una inundación con el agua de los volcanes. Las estructuras de los edificios tienen tal maestría en su diseño, que los terremotos sólo se podrán comparar al paso del viento, a una nevada o, redundemos, a una lluvia de fuego. Inversa y naturalmente, cuando alguien haga una hidroata en un bosque, tendrá que traer un humedecedor para que las gotas empiecen a habitar la leña.

— ¡Vámonos de noche de campo! ¡Quiero una hidroata del color del agua de las minas!

Qué tiernos los niños preparándose para jugar con el agua y poner a descocinar su cena en ella. Míralos qué inocentes y conocedores de los trastornos que la naturaleza ha logrado a partir de la evolución accidental que provocaron los anteriores habitantes. Pero si este fuera el caso, ¿no se supone que el agua tendría que quemar y el fuego aliviar? No, la inversión no es totalitaria ni absoluta.

— ¡Mamá, ha terminado de llover! ¿Puedo salir a volar con mis amigos?

Sí, los ultra sapiens viven ahora en casas flotantes y han desarrollado nuevas capacidades pulmonares para respirar la evolución del oxígeno. Y esa pregunta no tiene connotaciones alternas, porque ahora en estos tiempos la naturaleza no está para fumarse, sino para vivirse. Y llevan los niños unas alas de equipo, de una ingeniería perfecta, de un diseño de ave maravillosa, porque ya no basta imaginar que un habitante pueda emprender el vuelo, ahora se ejecuta. Y las controlan como un habitante antiguo usara una bicicleta con experiencia de diez años. Cuando los niños van volando en buen grupo comienzan a observar las pistas allá abajo.

— Mira, mira. Por allí paseaban en dos ruedas y hacían acrobacias.

Ese sol. Ese viejo y solo sol que todo lo ha visto, que ha educado a la Tierra con su luz desde las primeras temporadas. Ahora calienta las artificiales extremidades que favorecen este hermoso deporte de flotar por donde uno quiera. Hoy estoy trabajando y mañana mi hijo quiere ir a explorar unos satélites olvidados que deambulan cerca de una montaña. La curiosidad de los niños es amplia, grande, divertida, no tiene parangón. Me la contagian. Estoy entregando las últimas cargas de roca metamórfica y pasaré a la superficie a visitar a algunos habitantes voluntarios que siembran algo allá abajo.

— ¡Mira! —, me dice mi pequeño—vamos a ver la fauna de ese bosque azul al que todavía no hemos ido.

Todo lo aprendió de mí. Los giros, el despegue, el aterrizaje, los cambios de dirección, el mantenimiento, el cuidado. Le ha costado trabajo aprender a manipular la adaptación ante las repentinas corrientes que nos quieren tumbar. Hemos jugado, lo he rescatado de varias caídas y le ayudé a reconstruir sus alas cuando se atoraron en la punta de un pino. Y desde arriba le he enseñado que la exploración jamás termina, siempre hay que tomar giros adecuados, virar por instinto, demostrarle curiosidad al sendero, desear un extraño encuentro. Qué inocente con sus amigos, yendo por entre las nubes sin temor a chocar contra un avión. Y le digo que maniobrar con un par de alas no es tan complicado como parece, porque eso hacían algunos exploradores y jamás se murieron ni porque pasaban más tiempo con los pies en la tierra.

Llego a casa pero no está. Seguro anda volando con sus amigos. Creo que lo ha hecho casi todo, pero mi sorpresa aumenta cuando me entero de que ha fabricado una bicicleta sólo para saber qué se siente andar en dos ruedas, allá abajo donde quedan algunas pistas. Porque después de tanto volar quizá se haya aburrido y ha querido experimentar el contacto físico y directo con esa erosionada superficie. Ese sol, ese viejo sol que todo lo ha visto y hoy calienta el pelo de mi hijo mientras pedalea torpemente cerca del bosque azul. Y respira un oxígeno verde.

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