—Cuéntame una historia —dijo aquella sombra encapuchada.
Y el hombre comenzó a contar su propio cuento de cómo había muerto. Pero la gran divinidad del ocaso, en otros lugares conocida simplemente como "Muerte", quien escuchaba aburrida, interrumpió. Había dicho que se sabía muchas historias de esas. Ella prefería historias de vida.
—Verás —prosiguió—, cada individuo que llega ante mí para rendir algunas cuentas, me habla sobre lo que ya conozco. Entonces cuéntame una historia de vida. Pero que nada en tu historia se muera, o te mato. No, es broma eso de matarte. Al fin y al cabo ya estás muerto. Háblame de la vida.
El hombre rectificó sus historias y relató sobre sus viajes a otros lugares del mundo y las personas que conoció. La gran divinidad del ocaso quedó complacida y entonces le permitió el acceso a esa realidad y le propuso que allí debía vivir ahora. No, rectifico: allí debía morir ahora (si se piensa que ese verbo equivale a un acto de deambular, hacer tareas, etcétera). Era costumbre entonces que los habitantes de allí preguntaran "¿dónde mueres?", en vez de "¿dónde vives?". Y al hombre recién ingresado le costaba muchísimo trabajo reinterpretar el sentido de esa palabra, porque muchas veces respondía mal.
—¿Eres nuevo? —lo interrogaba un habitante— ¿Dónde mueres?
—Yo, yo... morí en un accidente de auto. Y ahora estoy aquí.
—No, no... querrás decir que moriste en el auto. No se puede morir en un accidente. Eso es algo abstracto.
—Sí, sí, morí en el auto. Es verdad.
—Bueno, ¿y ahora dónde mueres?
—En este momento no. Estoy aquí, vivo, en esta segunda vida.
—No me confundas. Aquí se muere, no se vive. Esta es la muerte. Bueno, al menos una de las primeras. Me gustaría visitar tu casa. ¿Te ha dado la gran divinidad del ocaso alguna dirección? ¿Dónde mueres?
—Pero es que yo ya no planeo morir en ningún lado.
—No, no. Estás loco entonces. Vale, no nos confundamos. Comenzaré yo: muero detrás de aquella colina, número 76.
—¿Allí mueres?
—Sí, todos los días. Al menos durante lo que dura el contrato.
—¿Entonces revives cada día, o cómo?
—No, qué locura. Si aquí no se vive, mucho menos se revive. Ya te he dicho que aquí se muere. Mira, me tomaste de buenas, soy paciente. Si fuese otro habitante...
—¿Qué haría?
—No sé, quizá se hartaría y le contaría a todos lo mal que estás y nadie te dirigiría la palabra.
—Perdón, soy muy nuevo. ¿Aquí hay café o algo? ¿Algún bar?
—Sí, pero no se puede hacer nada de eso hasta que te instales. Tienes que morir en algún lugar, tú sabes. No puedes andar del tingo al tango nada más.
Hasta entonces le cayó el sentido a aquel hombre desafortunado. Revisó los papeles que le había entregado la gran divinidad del ocaso y leyó en una tarjeta que su nueva "murienda" estaba en 8, 26, 32, 64,2,7. Es decir: cruzando el puente número 8, tomando la calle 26, luego el sendero 32, número exterior 64, segunda casa, piso 7. Le pidió al habitante ayuda, porque aquello era un castigo terrible, podía perderse y deambular durante mucho tiempo, como muchas almas en pena que así lo hacían. Pasaban su muerte sin poder instalarse, por lo complicado de las direcciones.
—Creo que conozco el lugar, vamos, te llevo —dijo el habitante, y el nuevo quedó complacido.
Caminaron un corto rato, charlaron durante ese tiempo y finalmente llegaron hasta el punto indicado. Allí el hombre se instaló. El habitante lo acompañó en todo momento y se sentaron un rato en la sala.
—Bien, es un buen lugar para morir y con una vista preciosa —comentó el habitante.
—¿Ah sí? Voy a asomarme.
Por la ventana se veían unas colinas descendientes que remataban en unas vías rápidas por donde cruzaban los trenes sin ruedas. Podía verse a mucha gente nueva preguntando direcciones y caminando hacia todos lados. Varios perros extraviados que lamentablemente eran atropellados y se quedaban un rato inmóviles hasta que se daban cuenta que no podían caer en una segunda muerte. Entonces volvían a levantarse sin un rasguño e iban a lugares más seguros. Esto le inquietó al hombre nuevo.
—Oye, amigo, esos perros de allí, ¿los ves? Vi cómo los aplastaron y volvieron a caminar como si nada. ¿Aquí no pueden morir?
—Dejemos las informalidades. Puedes llamarme "A Gusto". Y ya te he dicho decenas de veces que ellos aquí mueren, al igual que nosotros. Aquí se muere como se vive en la tierra ¿me captas el mensaje?
—Cierto, lo olvidé. Entonces, ¿Augusto?
—No, no. Aquí vamos de nuevo. Soy "A Gusto". Y tú debes ser... —y examinó la tarjeta que venía entre los papeles que la gran divinidad del ocaso le había dado— "Por Tantos". Muchos gusto Por Tantos.
—¿Cómo? ¿Aquí uno se llama con oraciones y no con simples palabras?
—¡Ajá! Conozco a un Con Oraciones. Y seguro que algún otro se llama Con Simples Palabras.
—No me lo has entendido. Es decir, yo me llamaba, cuando vivía, Ernest... —y entonces se le apretujaba la boca, como si decir nombres de vida estuviera prohibido.
—Olvidé decirte eso, Por Tantos. Nunca menciones tu otro nombre.
—Bueno, bueno, ¿qué hay con los perros? ¿por qué no se quedan... cómo decirlo... inmóviles? Es decir, allá en la vida pues cuando se les acaba vienen a dar aquí. Y aquí es imposible morir... ¡digo, no vivir! Err... ¿no se van a otro lado? ¿Este es el fin?
A Por Tantos le costaba muchísimo trabajo entender todas estas reglas. No hallaba cómo explicar estos nuevos paradigmas, porque la forma de las cosas y sus pronunciaciones estaban diseñadas para confundir, para volverse loco. A Gusto lo explicó mucho mejor en una sola palabra.
—Creo que lo que buscas es "trascender" —e hizo un gesto con las manos.
—Pero si ya trascendí...
—No, no, me refiero a que ésa es la palabra que buscabas. Aquí morimos, antes vivías. Y después viene la trascendencia.
—Ah, por fin A Gusto, estoy comenzando a encontrarle el sentido a esto. ¿Y cómo se trasciende?
—Pon mucha atención...
Entonces A Gusto explicó, casi con dibujos básicos en una pizarra, el proceso. Primero dibujó a Por Tantos en la tierra y le puso una nota que decía VIDA. Luego hizo como pudo el accidente de auto y colocó a Por Tantos en su nueva murienda; anotó la palabra MUERTE. Luego formó una espiral y arriba en un espacio alto escribió TRASCENDENCIA. Llegó a la siguiente fórmula:
"El que vive, tiene probabilidades de morir. El que muere tiene probabilidades de trascender. Pero no se puede trascender tal cual como cruzaste de la vida a la muerte. Son nociones distintas".
—¿Te queda más claro, Por Tantos? —concluyó A Gusto, pero antes que pudiera responder, pasó por la ventana Acaso Venga y saludó.
—¡Acaso Venga! —inició A Gusto— ¿Por qué no entras en la casa de mi nuevo amigo Por Tantos?
El recién llegado entró y se hicieron las presentaciones.
—Tanto gusto —dijo Por Tantos.
—No, no —corrigió A Gusto—. Se llama Acaso Venga, no Tanto Gusto. ¿No has puesto atención?
—¡Qué difícil es esto! —blasfemó Por Tantos, un poco harto de estas estupideces de nombres.
Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir: la exasperación. Por Tantos gritó y puso ejemplos que rompían con la pragmática sencilla del lenguaje. Dijo que, por ejemplo, ¿cómo podía explicar que estaba sentado a gusto en un sillón, sin que los demás pensarán que el habitante A Gusto estaba realmente en ese sillón, en vez de demostrar tan sólo una satisfacción por la comodidad del mueble? ¿O cómo se iba a explicar una oración que enunciara que por tantos años había vivido en la Tierra, sin que pensaran los demás que se refería a un nombre y no a una cantidad? Rápido y pronto, Por Tantos se enfadó de dichas confusiones y salió sin despedirse, corriendo en cualquier dirección. Ahora entendía cómo otros hacían lo mismo, corriendo desesperados, gritando, con las manos en el rostro sudado. Muchos querían suicidarse y se arrojaban al vacío, pero se levantaban ilesos. El mismo Por Tantos lo comprobó: vio venir un auto a toda velocidad y se le arrojó enfrente. Experimentó el caos, el empuje y la fuerza del impacto, aunque no sintió dolor alguno, creyó que todo eso era un simple sueño.
No obstante fue a caer en un árbol seco y de allí se bajó, como si nada. Estaba íntegro. Siguió caminando y a lo lejos escuchó unas voces:
—¡Por Tantos, vuelve! ¡Vuelve Por Tantos!
Acaso Venga también gritaba algunas cosas:
—¡Regresa Por Tantos! ¡Tranquilo amigo!
Y A Gusto lo corrigió:
—No, no, no grites eso porque parece que estás llamando al vecino, a Tranquilo Amigo.
—Ah, es verdad.
Por Tantos ignoró todos los llamados. Entre sus escapes encontró un gran grupo de gente que estaba rezando y se quedó a escuchar un poco de aquellas plegarias. Aunque no parecían estar tristes, sino contentos.
"Llegó el momento en el que nuestro querido habitante Cuando Mucho ha trascendido. Ha dejado de morir con nosotros para irse a otro plano"...
—¿Cómo? ¿Cómo lo hizo? —preguntó Por Tantos a la concurrencia—. ¿Cómo trascendió ese señor Cuando Mucho?
Y se veía desesperado, jalaba de la ropa a todos. Todos reían. Sus risas estridentes parecían la burla de aquel momento, como si fuera un infierno extraño. Por Tantos tuvo que esperar a que dejaran de reír y finalmente alguien le contestó.
—Hey, es simple. Ya cumplió su tiempo aquí. Sólo así se trasciende, con paciencia. Acostúmbrate.
Aquello era la locura. Ya no se estaba vivo y era imposible descansar. Si quería morirse le decían que ya estaba en ese acto mismo. No, lo que Por Tantos quería era trascender y abandonar ese terrible lugar donde el lenguaje no permitía expresar las cosas con claridad.
SIGUE PENDIENTE...