Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

sábado, 23 de enero de 2021

Carlota.

 Antes lidiaban los escritores contra defectos de las máquinas. La tinta podía escurrirse, o atorarse el carrete que sostiene la hoja. Los errores, en las primeras versiones, eran incorregibles. El frustrado creador sacaba entonces la hoja para hacerla bola y desecharla. Volvía a empezar, golpeteando esta vez con más cautela para no hacer del escrito una desgracia constante.

Las máquinas de escribir también tenían su personalidad que, según una antigua leyenda, se volvían tan celosas que no permitían que nadie más escribiera en ellas. Una vez que se consagraban al autor que las usaba con más frecuencia, se comportaban de forma distinta. Se movían solas, deslizaban el carrete en las horas de la madrugada para llamar la atención. Si algún atrevido las usaba sin permiso podía irse, por lo menos, con hojas arrugadas y tinta seca. "Señor Montesinos, esa máquina que tiene está endiablada, debería cambiarla", decía algún criado. Y Montesinos la tapaba con una funda negra de terciopelo para que el sol no le molestase. Se calmaba el asunto entonces durante un tiempo.

Otro día otro problema: "Señor Montesinos, intenté redactar un telegrama y las teclas se zafaron de los ganchos". Montesinos generaba entonces orden estricta de alejarse de aquella máquina, que ahora se llamaba Carlota; el criado amenazaba con retirarse y prestar servicios en otra casa. Era costumbre renovada del dueño decir que iba a ver a Carlota y que por ningún motivo se le molestara. Montesinos generó un enlace tal con Carlota que creía que si le abrían la puerta durante el acto preciso del tecleo todo podía irse al carajo. Y quedó demostrado: una tarde que llegó Elisa, la prometida de Montesinos, se indignó porque él no salía a recibirla. El criado dijo que estaba con Carlota y pensando lo peor la muchacha abrió indiscriminadamente. Sin voltear hacia atrás, Montesinos dejó de teclear y al levantarse de su silla dejó ver los dedos machucados. Carlota le había retenido los índices en la interrupción.

Aquel día se le fueron las ideas al escritor. Toda la culpa recaía en Elisa, y no en Carlota. Montesinos había dejado una novela sin terminar, como un cuadro cubierto que nunca se revelaría ante nadie. La máquina se mantenía cubierta con el terciopelo y en un mes tenía ya encima el polvo propio del estancamiento. Con tales preocupaciones, Elisa se quedaba por las noches, porque a Montesinos le entraba una fiebre terrible, y desde el cuarto cerrado podía oírse a las dos de la mañana el sonido preciso de que Carlota estaba escribiendo sola. El criado se había retirado definitivamente apenas una semana antes.

Una mañana soleada Elisa abrió las ventanas de par en par, removió la funda de terciopelo y vio lo que había escrito Carlota. Eran frases ininteligibles, pero con signos de admiración, como si estuviera furiosa, como si le faltaran los dedos de Montesinos encima. Pronto fue por un candelabro de la sala y se decidió a quebrarlo sobre la máquina para romper aquella maldición. Se quedó allí, mirándola, inofensiva, y se arrepintió. La tomó y le sorprendió que estuviera más ligera de lo que se imaginaba, la llevó hasta la habitación de su prometido y se la puso en el regazo. A tientas, sin abrir los ojos, Montesinos ubicó las teclas. "¿Tiene hojas adentro?", preguntó. Elisa consiguió el papel para que aquella novela se terminara.

Así transcurrieron dos días y mientras más escribía más vitalidad recuperaba el autor. Ahora permanecía sentado sobre la cama, bebiendo café, mientras Elisa iba a sus deberes. Pronto llenó un millar de hojas con la novela que avanzaba rápidamente. Cierta noche, con pretexto del primer aniversario de noviazgo, Elisa quiso salir a cenar. Montesinos dejó a Carlota sobre la cama, se cambió, se puso el abrigo y salió con su prometida. Fue una cena magnífica, el vino afianzó de nuevo el amor entre la feliz pareja.

De vuelta en la casa Montesinos notó la ausencia de Carlota. No había tiempo que perder. Elisa y su novio revisaron en todas partes. Tampoco estaba la novela. Tras recorrer un par de calles cercanas a la casa, hallaron a Jacinto, el criado, con una lumbrera recién hecha donde poco a poco arrojaba las hojas. "¡Es por su bien, está endiablada!" Atinó a decir para justificarse. Al centro de la hoguera se incendiaba Carlota. Jacinto había conservado una copia de la llave, tenía la intención de salvar al que antes fuera su respetable patrón. Horrorizado, el sr. Montesinos se había quedado pálido, inmóvil, como si Carlota le hubiera cobrado el alma por aquella tragedia. Durante esos momentos el autor tenía dificultades para respirar e irremediablemente colapsó. Elisa hizo lo posible por salvarlo, llamó a los médicos, se hizo de todo, pero el sr. Montesinos había fallecido.

Jacinto fue apresado por aquel desorden, además de que se le acusaba de haber interferido con la débil condición de Montesinos. Elisa se encargó de dar su testimonio completo, omitiendo las partes en las que Carlota aparecía. Entre la palabra de una dulce mujer compasiva y un criado loco que decía que la máquina estaba endiablada, fue evidente la decisión.

Después de varias semanas Elisa pasó por el lugar de la tragedia y le pareció oír que Carlota escribía sola. Tras remover algunos escombros e investigar, encontró la funda de terciopelo negro, intacta. Adentro estaba Carlota, quien movía los ganchos de las teclas como si quisiera decir algo. Elisa la recuperó y la llevó hasta su hogar.

Ya en la tranquilidad íntima del hogar, Elisa colocó varias hojas sobre el rodillo. "Por el amor que le tienes, termina la novela", escribía Carlota una y otra vez. Su falta de incomodidad o susto la atribuía quizá al dolor tan profundo que sentía por su prometido. Fue comprensiva, de mujer a máquina. Y de memoria, lo mejor que pudo, Elisa redactó la novela que Montesinos casi terminaba. Carlota se convirtió en su mejor amiga, en su confidente. Al cabo de un año encontró a un agente literario quien publicó la novela, y se vendió bastante bien. Llevaba por título: "Carlota: amiga, amante y viuda".

Tras el éxito no faltaron excéntricos lectores que asediaban a la autora. Querían conocer a Carlota, ver si estaba allí con Elisa. Naturalmente que ella lo negó todo. Escondía la evidencia: las hojas mecanografiadas, las tintas y a la propia Carlota en un cajón repleto de sostenes y pantaletas. Elisa se creó señuelos: anotaba cosas en hojas sueltas, como manuscritos previos a la novela, para despistar.

Quién sabe cómo, Jacinto logró enterarse y consiguió la atención de un periodista que lo escuchó atentamente. Se enteró de que Carlota era obra del demonio, que Elisa debía tenerla seguramente en algún lugar de su casa, que había que buscarla porque desde allí habían comenzado las desgracias. No obstante, Carlota y Elisa ya estaban preparadas. Ella fue en persona a ver a Jacinto a prisión. Lo cuestionó, lo abofeteó, lo recriminó por la muerte de Montesinos. Lo amenazó tan duramente que Jacinto suplicó por su perdón. En ese instante Elisa extrajo de un bolso grande una funda de terciopelo y posteriormente a Carlota. El guardia, muy bien recompensado por la escritora, se limitó a cerrar la puerta para que nadie pudiera escuchar los gritos de aquel loco que gritaba sobre una máquina endemoniada.

Allí abajo, sin que nadie se enterara, Elisa y Carlota redactaron la sentencia final del criado, que sentía morirse.

"He aquí que Jacinto se quedará dormido y no recordará nada al despertar. El mismo destino queda para Bernardo, el periodista". Mientras lo hacía, a Elisa se le ponían los ojos nublados, como si Carlota ocupara su cuerpo. Era verdad. Jacinto estaba horrorizado y una vez que se puso el punto final y se extrajo la hoja, el criado entró en su letargo. Elisa recuperó la compostura y su jovialidad, guardó a Carlota en su bolso y dijo al guardia que la declaración estaba tomada.

Elisa fue un best-seller. Los escritores que la conocían y pretendían decían que tenía una personalidad magnética, algo misteriosa, pero que tenía mucha arrogancia o era ignorante porque no leía otras obras. Y Carlota sólo aparecía en las manos de Elisa: allí se olvidaba del mundo y escribía las mejores novelas. Y si algún pretendiente se volvía pesado o insistente simplemente se le ponía su sentencia final en una hoja...

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