Aquella mujer tenía algo extraño, místico. Procuré, en lo posible, evitarle los ojos cuando se encontraban con los míos. Tenía las pupilas tan misteriosas como gato negro en noviembre: escudriñadores, desafiantes, como si no pudiera vencérsele en un duelo de miradas. Aprovechaba cualquier momento de encuentro para intentar entrar y conquistarme justamente por los ojos.
Un día de valor decidí confrontarla. La miré. Nos encontramos en el sendero de un bosque abandonado. Casi juré que me había seguido y después me hizo creer que más bien yo la seguí. Sus ojos estaban listos, grandes, con delineador más amplio para intimidarme más. Le sostuve la mirada y parpadeé poco. Acaso tronó el cielo, como en las películas, porque aquel asunto se sentía muy diferente. Así, sin saber ni cómo, aquella mujer se deslizó al interior de mi alma por el puente de los ojos, hasta que la sentí dentro de mí mientras su cuerpo se quedaba en estado meditativo.
Ya no era yo el que se movía, sino ella usando mi cuerpo. Intenté combatir aquella posesión, pero me costó. Logré frenarla un poco y después vi cómo mi brazo se movía por sí solo, porque mi cerebro no le había dado la orden de moverse. Me moví cual marioneta, guiada por el misticismo, hasta el cuerpo estático de ella. Allí se besó a sí misma (a través de mí) y por la boca volvió a introducirse en su cuerpo. Para cuando supe, ya era yo de nuevo besándola. Entonces me disculpé e interrumpí aquel frenesí.
—No seas ridículo —dijo—. No querrás que vuelva a introducirme en ti.
Negué con la cabeza y continué besándola hasta no sé cuándo (con el miedo latente de que podía volver a introducir su alma por los labios). Entonces comprendí cuán densa es una mirada.
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