No hay nada más inmaduro que un poema que quiere volverse cuento. Al principio surgió este deseo porque las leyendas dicen que un cuento tiene más palabras, más sustancia. Que el poema es inestable, que puede soltarse de repente e irse a la perdición. Y que el cuento no, que tiene una anécdota de peso como para aferrarse a las páginas como un plomo y que echará raíces en la cabeza de algún lector. Y que por otro lado, el poema es muy escurridizo, que apenas lo está uno leyendo ya está volando, ya se deshace, como un algodón de azúcar en la boca. Y que el cuento no, que ése es más bien como una fruta de sabor dulce o amargo que llena, que hace sentir satisfecho. Y que el poema no, que es corto y se le olvida con mayor facilidad.
Y que es más fácil, siendo poema, querer volverse cuento y no al revés, porque algo pesado y tangible como el cuento no puede morirse y elevarse al plano de la poesía. Que alguna vez un cuento quiso ser poema y quedó truncado, mutilado, era un poema fallido. Y que un poema puede hacerse de más palabras para dar razón suficiente de que se está convirtiendo en cuento.
Pero esto es inmaduro, porque el poema en sí, aunque corto, ya contiene atrás una historia y un deseo.
Quizá no sea tan fácil que un poema tenga esa clase de transformación, y si la tiene debe ser muy delicada. Todo sea tan sencillo como hacerse, mejor, de más versos y estrofas. Tantos como sea necesario para volverse un libro entero. Y eso sí, un libro de un solo poema enorme es heroico, pero un cuento que llene un libro ya es pretender otra cosa, porque es entonces el deseo del cuento querer convertirse en novela.
Y es un lío que no veas. E inmaduro.
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