Una hoja en blanco puede ser digno rival, contrincante funesto y real adversario. Los que las conocen saben la desgracia de tenerla justo al frente y no poder decirle nada, ni enseñarle cosa alguna. Se arma el silencio, la hoja brilla de ausente. Entonces el escritor la toma enfurecido y la arruga, sin nada que decirle. Pronto llega otra hoja nueva a vengar a la primera y le clava la mirada al de la pluma. ¿De qué vas a escribir hoy? Se burla. ¿No hay nada allí? Amenaza. La aparta de su vista porque no soporta el sofocamiento que le produce en la mente.
El reloj se adelanta un poco y la hoja ha traído un nuevo número de seguidores de su causa. Son un ciento. Todas están esperando allí, como si fueran a recibir por gracia divina, suplicantes, las palabras que le broten del alma al de la pluma. Primero quieren dar lástima, pero después son arrogantes si no se les calla con una buena redacción de ideas interesantes. Es menester llenarlas una por una, con calma, la estrategia para derrotarlas no es romperlas al vacío, sino conquistarlas lentamente hasta que se percaten que ya están completas. Entonces cambiarán de bando: el escritor tendrá finos y elegantes aliados, repletos de elegantes prosas y delicados versos.
Porque hay una verdad conocida, aunque oculta: no hay hoja que sea inderrotable. Sólo momentos de agobio porque la inspiración está dormida. Y si no llega, hay que arrancársela al momento como quien roba un pan cuando se tiene hambre.
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