En las cartas escritas a mano no sólo iba tinta sellada. Las letras describían, en distintos niveles, la personalidad y el estado anímico del escritor. Cierta vez, alguna leyenda dijo: "una vez fallecido, el que escribió las misivas podía ser traído de vuelta, sólo un poco, con extraer las antiguas cartas y leerlas en voz alta". En la tinta iba el espíritu, en el papel un recuerdo.
La caligrafía era una forma de arte. Y se engrandecía a las letras de inicio, con empeño, como obsequio de forma artística del remitente. La letra capital se volvía una llamada de atención, un sello, otro recuerdo representativo del poder del puño sosteniendo la pluma. Como entremés: antes de dar paso al mensaje de la carta el destinatario encontraba un descanso al ojo en la letra capital. Señal de respeto y anuncio honorable, como si al lector se le pusiera una alfombra roja antes de una puerta o se le trajera una copa de vino antes del plato fuerte.
Y la firma, por supuesto: el broche que sellaba la despedida con algún arreglo íntimo. Los trazos que en realidad querían decir que podían verse pronto, o tarde. Quien haya tirado una carta escrita a mano ha cometido gravísimo pecado. Si fue carta de amenaza o mal intencionada, hizo bien; si fue carta romántica con anhelos y esperanzas en las letras, un sacrilegio literario.
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