Las palabras suelen tener tan alto grado de maleabilidad y metamorfosis, que según la pragmática, todo puede cambiar de sentido en un instante. Entran los vocablos en el terreno de la interpretación y batallan, sólo batallan. Y al lector le parece que leyó algo pero después regresa a leer las líneas y entiende otra cosa. Y en amparo del escritor, se podrá alegar que la intención original de lo escrito era otra, que el lector lo entendió distinto porque tenía la mente en otro lado. ¿No es esta una demostración eficiente y notable de que el texto está vivo? Tan buena energía de movimiento tiene que incluso de un día para otro puede decir otra cosa, aunque diga la misma.
Es como si las palabras fueran de barro y se deshicieran entre las manos. Y no se hable, por ejemplo, de las malas intenciones del escritor para que todo este movimiento o inestabilidad sea percibida como amenaza. Baste seguir la segunda persona del singular, aunque formal: usted estaba leyendo este texto, con toda tranquilidad, hasta que se dio cuenta que cualquier acto de acusación iba en contra suya, porque no supo interpretar las oraciones como originalmente se habían formulado. Usted se dio cuenta del error. Su error.
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