Arthur Bookface en verdad tenía cara de libro. O eso le habían dicho sus compañeros. En realidad se llamaba Arturo, pero nadie le decía así. Pronto alguna amiga suya le eligió el pseudónimo perfecto en inglés. Y es que Arthur no tenía páginas en la cara (al menos no tan evidentes), ni tenía una portada en la nariz. Era, en el mejor de los casos, demasiado transparente con su personalidad. Todo mundo podía leerlo con conocerlo unos pocos minutos; una evaluación de la mirada, de las gesticulaciones, de la forma de pronunciar las palabras, todo ello era garantía de conocerlo tan bien que se volvía predecible. Si caminaba de cierta forma sabían de antemano que iba a tropezar, o qué camino tomaría. Joven, quizá 24 años.
Su rostro era más bien cuadrado y el pelo no le hacía mejor justicia a su perfil. Si se dibujaba un libro con anteojos y boca en alguna hoja cualquiera, quien la veía inmediatamente veía representado el retrato de Bookface. Otras teorías señalaban que en algún momento algún libro había decidido cobrar vida e impersonarse en un cuerpo humano. Así había nacido Arturo. En algunas relaciones las muchachas decían que habían disfrutado cada capítulo, que el final no les había sorprendido mucho. Josefina, por ejemplo, aconsejó alguna vez a María, quien estaba saliendo con Arthur, que no tuviera grandes expectativas. Incluso le contó el final. "Yo ya leí a Bookface", decía. Pronto María se retiraba aburrida, como si le hubieran echado a perder el sabor de la lectura y la relación.
Tuvo, entre otras mujeres maduras, a Amalia, quien criticaba duramente a Arturo por andar usando pseudónimos en inglés. "Haz más honorable el español, tradúcelo. Eres Arturo Caralibro. Y no se oye mal, ¿eh?". Como un dato conocido por muchos, pronto Josefina se enteraba de la nueva relación e iba con su artilugio de contar el final a la nueva. En este caso había encarado a Amalia muy pronto, abordándola en un café.
—Yo ya sé cómo termina Arthur —dijo, desafiante, hipócrita—. Digo, te lo puedo contar. O termínalo si quieres.
Por pura curiosidad Amalia escuchaba aquella historia sobre su novio y amante. Y al final, contrario a lo que había hecho María, Amalia había decidido comprobarlo por ella misma. Criticó duramente a Josefina por andar divulgando los efectos, sorpresas y revelaciones de Arturo. En estas contrariedades Josefina insistía a menudo; cada vez que se encontraba con la feliz pareja se interponía diciendo que no valía la pena leer a Arturo, porque ya todos conocían el final.
—Sí, pero yo encontré un capítulo que no leíste nunca —contestaba astuta Amalia. Y una vez que Josefina se retiraba, indignada, agregaba en voz baja un "estúpida engreída".
La timidez de Arturo Caralibro sólo demostraba y confirmaba su incapacidad para levantar la voz. No era un Arthur Podcast, por decir algo, o un Radio Arthur. En pocas palabras, Arturo no hablaba de sí mismo a menos que alguien lo leyera. Aquello parecía un juego de tuerca y tornillo. Entre más criticaba Josefina la relación, más se aferraba Amalia a Arturo. Aquel hecho concluyó muy pronto en un casamiento.
—¡Qué aburrido leerlo todos los días! —dijo Josefina, quien había asistido por supuesto a la boda, antes de retirarse— ¡Que te aproveche!
Amalia intuyó, desde luego, una poderosa envidia en la sentencia pronunciada. Se sabe que dedicó el resto de su vida a escribir nuevos episodios en Caralibro. Esto provocó que la cara le cambiara de repente: unas veces tenía un tono más oscuro en la piel, porque Amalia le había escrito algunas notas de suspenso. Otros días llegaba rosado, porque todo había sido amor y romance. Lo cambió tanto que Arturo ya no era el simple libro emulado y tímido que conoció. Tenía una cara más bien enciclopédica, muchos lo consultaban y ello lo llevó a estudiar alguna licenciatura en psicología cognitivo-conductual.
En algún punto la feliz pareja encontró por la calle a Josefina, quien no desaprovechó oportunidad para lanzar algún comentario venenoso.
—Yo sabía que te aburrirías de Caralibro en algún momento. ¿Y quién es el nuevo galán?
—Mira, cara de folleto en blanco y negro —contestó Amalia—, el nuevo galán es Arturo. ¿Y tú, sola porque nadie quiere leerte?
Sobra decir que Josefina quedó pasmada. Se dio cuenta que los libros también cambian portadas y contenidos. Pero luego se percató de que aquello era una concepción errónea, puesto que un libro es y seguirá siendo el mismo siempre, no importando quién lo lea. Y reconoció que una persona no es un libro, como si esta perogrullada fuera una revelación absoluta, pero completamente inútil. "Nadie se casa con un libro", pensó.
He aquí que cuando las personas se parecen mucho a ciertos objetos puede fallar la percepción y pensar que es más bien un objeto que intenta ser una persona. Cuidado.
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