Hay dos formas para escribir.
La primera es hacerlo sin tener nada en mente y dejar que las palabras vengan como ayuda. No es que se tenga pobre imaginación, pero quizá faltó engrasar algún engrane que no se ha usado en algún tiempo. La imaginación, más que un músculo virtual, es como una presa que puede abrirse para que fluyan las ideas o cerrarse para detenerlas. ¿Quién haría eso?
La segunda es trazar con dibujos una historia e irle añadiendo palabras clave que desencadenarán continuidades para que vayan apareciendo personajes, escenarios, tramas y conflictos.
Corrección: son tres formas.
La tercera es pedirle a alguien que nos entregue dos palabras al azar y usarlas como catalizador literario. Bastan sólo dos palabras para comenzar una reproducción celular de historias que harán girar los mecanismos para que la presa se abra.
Quizá sean cuatro formas.
La cuarta es terminar de leer un libro y sentirse inspirado por lo que allí se encontró. De algunos conceptos surgirán nuevas ideas y se materializará un nuevo paradigma para otra historia diferente.
En realidad las formas tienden hacia el infinito, porque podríamos hacer un listado interminable de éstas. Entonces nadie puede venir con el cuento de que no está inspirado y que la hoja en blanco es invencible.
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