Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

jueves, 29 de abril de 2021

El castigo.

¿Cómo se puede deshacer un golpe? Esta era la pregunta que le daba vueltas por la cabeza a Antonia, quien estaba arrepentida de haberle dado tremendo bofetadón a su marido. No era una cachetada simple. Aquello lo había tumbado al suelo, desprevenido. ¿Tenía justificación? Antes parecía que sí, pero Antonia ya no estaba segura.

"Si tan sólo pudiera volver el tiempo", pensaba. "Estúpida, eso no es posible, mejor piensa en cómo vas a hacer que te perdone".

—¿Más café? —interrumpía la gentil mesera.
—Sí, gracias —dijo Antonia.

Aquella mujer parecía feliz. Tenía algo en su voz que le sugería a Antonia que la vida debía ser hermosa, fácil de llevar. Todo le parecía un sueño. Se miraba las manos, como si no fueran suyas, como si el golpe que había salido de ellas perteneciera a un demonio en momentos de ira. "Es que no fui yo", se repetía. "Todo fue culpa de ese viejo chismoso, pero me las va a pagar". Pronto llegaba la tercera taza de café y Antonia intentaba controlar sus nervios. Repasaba todo con el mayor lujo de detalles.

SIGUE

miércoles, 28 de abril de 2021

La practicante.

El mentor y el aprendiz.
El alumno supera al maestro.
Entrenarse bajo los ojos rígidos del sensei.
Un espacio para practicar.

Todos esos preceptos vagaron por la mente de Fanny, quien estaba segura de que había encontrado una forma para impulsar sus talentos. Llevaba entre las manos nerviosas una carta que había ido a depositar al correo. Decidió leerla una última vez, en una banca del parque que se encontraba afuera de la oficina postal.

"Estimada maestra, acépteme por favor como practicante".

SIGUE

martes, 27 de abril de 2021

Koro Kuni

 Cuando el cuerpo es transparente, cerca de la zona del corazón, sólo hay dos opciones: contribuir a curar el sistema, o atenerse a las consecuencias de su oscurecimiento.

Era el sueño recurrente de Manuk Koro: ese donde en vez de sangre roja, los corazones producían sangre negra, exponiendo la sombría transfiguración de la persona que sufría aquello.

SIGUE

lunes, 26 de abril de 2021

Entre dimensiones.

El espíritu colgó otra nueva idea sobre la pared, en el mundo astral. Todo el departamento estaba lleno de pergaminos colgados en las paredes. Contenían allí los cientos de ideas para que Samuel, de la otra dimensión, los viera sin verlos realmente y pensara que se le había ocurrido otro brillante concepto para escribir un cuento.

Ni el espíritu ni Samuel podían verse, pero ambos sabían de la existencia mutua a través del único puente posible: el sueño. La noche anterior Samuel se había dormido muy cansado. Cuando quiso despertar sintió que su cuerpo no le respondía. Entonces levantó sin querer su propia alma y reconoció el departamento. Era el mismo, pero con algunas modificaciones propias del mundo espiritual. Leyó lo que había en las paredes. "Cuento 38: un gato se enamora de una paloma", "cuento 57: sobredosis de cordura". Y así, leyó unos cuantos conceptos e intentó recordarlos. Cuando el alma le volvió al cuerpo adormilado, tomó la libreta de al lado para escribir esas ideas. Sintió su cuerpo tan pesado como cuando se sale de una alberca después de tres horas.

Mientras Samuel había estado leyendo lo del departamento de aquel espíritu, el espíritu mismo había merodeado por la sala de Samuel. Vio las paredes vacías de todo el papelaje, sólo con algún cuadro del pintor Raúl Ontiveros de un pueblo en las montañas. Vio los platos sucios, los libros desordenados. Supo que alguien más vivía allí también. En algún momento el espíritu se volcó hacia su propia realidad y quedó devuelto en el mismo instante en el que Samuel regresaba a su cuerpo. Una vez más, las dimensiones estaban acomodadas.

Después del desayuno, Samuel encendió su ordenador y comenzó a escribir el cuento del gato que se enamora de una paloma.

Todos los días, un gato llamado Abby era liberado a los pasillos del edificio, por el dueño, a la hora del almuerzo. Esta estrategia estaba basada, principalmente, en el hecho de que al dueño no le gustaba que Abby lo mirara masticar. Sentía que debía compartir aquel alimento, y como es de suponerse, un humano y un gato no pueden compartir la mesa.

SIGUE

domingo, 25 de abril de 2021

La canimorfosis.

 Gregorio odiaba tanto a los perros, que un día amaneció convertido en uno. Al principio creyó que era un falso despertar, que seguía soñando en su cama, estaba consciente de que todo podía ser un sueño lúcido. Incluso recordó a Kafka, con su metamorfosis. Lo había leído recientemente y atribuyó aquella sensación de ser perro a la sugestión. Quiso despertar, pero no lo lograba. Estaba allí, sobre su cama, todo seguía igual: la cabecera, el buró con la caja de cigarrillos, el libro de Kafka, el encendedor, algunas monedas y un vaso con agua. No quiso moverse, porque insistía en que estaba dormido y despertaría pronto. Al principio consideró divertido el hecho de que su padre le hubiera puesto el mismo nombre que el del protagonista de la metamorfosis. Ahora lo odiaba. ¿Y si era verdad? ¿Qué tal si esta maldición caía sobre él?


Quiso tomarse una mano con la otra. Sintió el cojinete de las patas y las largas uñas. Su nariz le picaba: todos los fuertes olores penetraban salvajemente por sus fosas nasales, con poder incrementado.

SIGUE

sábado, 24 de abril de 2021

Balance.

Cristelle tenía una libreta íntegra, limpia, ordenada, bien escrita. Ya varios especialistas la había diagnosticado con algún problema obsesivo compulsivo. Tenía una lista específica para cada persona conocida: una que decía los favores que le habían hecho y las injusticias. Si la lista de los malos actos superaba a la otra, era tarea de Cristelle ingeniarse diversas formas de balancearlo.

"Sólo cuando las personas alcancen el perfecto y preciso punto de estabilidad, entenderán cuánto daño pueden hacer, y quizá lo disminuyan", era su lema.

Si Cristelle prestaba un libro, anotaba en una hoja, a forma de contrato, a quién se lo prestaba, con nombre, fecha, firma y tiempo de devolución. Alguna amiga bien le había apodado "bibliotecaria amargada", por estas medidas que tomaba.

Estaba por demás explicado que no tuviera novio. Y si los tenía, sólo duraban con ella dos días, cuanto mucho. Pronto eran puestos a prueba, llenaban un formato con vicios y virtudes para ver si eran aptos para un noviazgo sustentable.

—No seas tonta, Cristelle —le decía su mejor amiga, que le aguantaba todas las precisiones—, así nunca aceptarás a las personas, nunca tendrás novio. Quedarás vieja y con gatos.
—Pero sabré cuántos, cómo son, cada cual en su lugar —contestaba Cristelle, sarcástica.

Joanna, su amiga, sabía perfectamente que Cristelle contaba y registraba cada favor. Le había encontrado el modo. Si le pedía dinero prestado, por ejemplo, se lo devolvía en tiempo y forma. Sabía que en algún momento Cristelle podía pedirlo también, para balancear aquel favor. Joanna tenía bien claro que no podía negárselo. Cristelle nunca pediría nada impreciso o azaroso.

Ya en diversas ocasiones Joanna le había dicho que podía ser una perfecta androide. Sabe todo, conoce todo, indaga todo.

—¿Qué no sientes deseos de besar a un chico? —preguntaba ella, curiosa.
—Claro que los tengo.
—¿Y entonces?
—No aparece el indicado.
—Y si aparece, ¿contarás el número de besos que le das para saber cuántos te tiene que dar a cambio?

Reían. Joanna era, también, el catalizador que Cristelle necesitaba para no sentirse tan desdichada por esa obsesión. Y finalmente, en algún sábado inesperado, el chico indicado apareció. Era jovial, risueño, ocurrente. Llenar el formato de Cristelle le había resultado un reto. Lo había aprobado.

Dos semanas estando juntos era un logro definitivo.

—¿Y cómo te soporta? —le preguntó Joanna a Cristelle.
—No tiene que hacerlo.
—¿Cómo? Él es todo lo contrario a ti. Es impreciso, no lleva agendas. ¿Cuántas veces se han besado?
—No seas ridícula, no contaré los besos. No es para tanto. Le pedí por favor que fuera puntual. Y como sabes, él podía pedirme algo a cambio.
—¿Y qué fue eso?
—Nulificar una imprecisión.
—Mira qué listo.

Esto quería decir que Cristelle podía permitir un desbalance, justamente porque ya lo había balanceado así, en esa ironía extraña. Él tenía que demostrar su puntualidad en al menos diez citas y lo había logrado. Se había ganado su derecho, por así decirlo, a dejarla plantada un día, por ejemplo, y ella no le reclamaría absolutamente nada.

La relación funcionó así. Como si fueran logros por buen comportamiento, él había ganado ya el derecho a tres nulificaciones. Hasta ahora no había usado ninguna. Todo había ido a la perfección. Tal y como se había estipulado en el formato. No había sorpresas.

Al mes de estar juntos, él llegó con una sorpresa: era una lista breve de tres cosas que no le gustaban de ella. Se describía allí que, si ella estaba de acuerdo, cambiaría lo que pedía. Solicitó usar sus nulificaciones nuevas. Quería estrenarlas de esa forma, con contranulificaciones. Ella se negó al principio, pero como no había ningún artículo personal en su agenda que lo impidiera, aceptó el reto, aunque parecía complicado.

La lista enumeraba lo siguiente:

- No me gusta que no seas espontánea.
- No me tienes que pagar todo lo que hago por ti.
- Algún día seré imperfecto, sin querer, y si no es grave, me permitirás enmendarlo.

Cristelle aceptó el reto con pequeños cambios. Cada cierto número de favores ella permitía uno gratuito por parte de su novio. Intentaba, en lo posible, no anotar ciertas cosas en la agenda, para ser más espontánea. Le costaba mucho trabajo, entraba en ansiedad; incluso tuvo que tomar terapias con el psicólogo.

Él ideó llevarla a un paseo en las montañas, sobre una canoa rentada, en las mansas aguas de un lago. Eso contribuiría a calmar su ansiedad y no tener tantos eventos azarosos. El psicólogo secundó esa idea.

—¿Puedo llevar la agenda, por favor? —insistió ella con el doctor y con su novio.

Ambos habían dicho que sí.

Toda la pastura mecida por el viento provocaba en Cristelle una renovación y un sentimiento de tranquilidad. No había niños, ni llovía. El viaje en canoa fue perfecto. Él remó hasta el centro del lago y le dijo a Cristelle que cerrara los ojos. En absoluto silencio, extrajo el anillo de compromiso del bolsillo.

—¿Te casas conmigo?

Ella quedó absorta, pensativa. Era demasiado. Se imaginó una casa compartida, sin su orden habitual. Saldrían los defectos. No era un error, pero sí algo precipitado. No había nadie viendo. Calma. Todos los pensamientos se volcaron como si una ola hubiera llegado a la canoa. Ella extrajo la agenda, temblorosa, como para intentar anotar alguna fecha de boda. Luego la cerró. Su novio no la quiso presionar, así que guardó el anillo.

—No respondas ahora. Tómate el tiempo para pensarlo, ¿sí? —le pidió.

Luego remaron un poco más, en silencio. Ella estaba indefensa: quería decir que sí pero también que no. O un rato sí y al otro que no. ¿Para qué casarse tan pronto? Esto apenas comenzaba. Ella volvió a sacar la agenda: tenerla en las manos le ayudaba. Él remaba hacia adelante, estaba tranquilo, intentó sonreír. Luego el destino, metiche, siempre hace algo. Ardillas corriendo en los árboles de arriba hicieron quebrar las ramas. Una que parecía grande se desprendió y él tuvo que maniobrar para que no les fuera a caer en la cabeza. La libreta escapó de las manos de Cristelle y fue directo al agua. El destino le decía: a la mierda de los patos la agenda.

Entró la ansiedad. Se le puso la frente roja. Quería gritar, pero no pudo.

—¡Este es el momento, Cristelle! Cometí un error, sin querer —dijo él—. Puedo enmendarlo con otra agenda, pero no puedo recuperar la tuya.

Ella estaba enloquecida, con mil palpitaciones. Todo estaba en esa agenda.

—¡El anillo, dame el anillo! —gritó histérica, buscándolo.

Lo encontró pronto en su empaquito, en el bolsillo del abrigo de él. Abrió la caja y arrojó el precioso anillo lo más lejos que pudo, hacia el agua. Ahí estaba el favor cobrado, era la forma de pagar. Él no dijo nada, no podía. Después rompió en llanto, inconsolable. Lloró hasta el aburrimiento. Se frotó los ojos mientras él remaba hacia la orilla. Antes de desembarcar, Cristelle detuvo a su novio.

—Con un carajo, torpe, ¡acepto! ¡acepto!

Y lo besó de forma espontánea, sin planes ni agendas ni nada. El balance había llegado al corazón de Cristelle.

viernes, 23 de abril de 2021

La eterna historia.

"No hay escapatoria, Hugo. Lo traes en los genes", dijo su tío, cuando intentaba explicarle por qué lo había sacado de la casa. Hugo sentía, sin embargo, una terrible ansiedad. Su corazón parecía una ridícula bomba arrítmica que hacía, según él, sonidos como la vieja lavadora. Habían salido para que su padre pudiera golpear a gusto a su madre. Se lo merecía, había que educarla.

—Venga, vamos, te invito una cerveza —le dijo el tío Hugo, hipócrita.

Habían ido a algún jardín donde se escuchaban los pájaros del atardecer. Allí, en una banca con hojarasca, el tío Efraín extrajo de su mochila unas latas frías de cerveza clara.

—Tu papá no es malo —comenzó su discurso—. Mi hermano siempre fue cabrón pero nunca malo. Y tú, qué bueno que saliste hombre, algún día tendrás que enderezar las imprudencias de la mujer.

Hugo, a sus 19 años, sonreía falsamente mientras escuchaba las estupideces que su tío decía. Todo eso era un infierno opuesto a lo que estaba aprendiendo en el catecismo, donde había conocido a una chica que le gustaba.

—Acá entre nos, ¿nunca has golpeado a tu hermana? —preguntó Efraín.

Hugo sólo negó con la cabeza. Cuando tenía que responder algo así mejor acercaba la fría lata a sus labios para silenciarse. Luego le dijo que tarde o temprano las mujeres sacan de quicio a los hombres, que siempre ha sido así. Uno como hombre tiene siempre que poner el muro, la rienda, para no volverse ningún mandilón. Dijo que pocos eran los matrimonios donde no había golpes, como si fuera algo utópico. Mencionó un artículo que había leído de Japón.

—¡Figúrate! Ellas caminan atrás, como debe ser, calladitas. Pero lo que no me gusta es que lleven las cuentas. Tú crees Huguín, luego resulta que el marido tiene que entregar las cuentas de lo que se gasta.

Hugo gritaba cosas en su cabeza: "Estás orate tío. El verdadero reto de ser hombre consiste en resolver las diferencias, en comprender, la historia no tiene por qué repetirse. Cuando das el primer golpe ya regresaste a ser chango". Y así, mientras Efraín hablaba, a Hugo se le figuraba en la cara de su tío un chango hablando, como sacado de la película de El Planeta de los simios, sólo que más incivilizado.

Trataba de reírse para tener ese antídoto listo, porque al regresar sabía que podía ver a su madre con algún ojo morado o hematoma en el brazo. Tal vez todavía llorando. Parecía que Efraín le adivinaba los pensamientos.

—Ay, Huguín. De seguro, ahorita que lleguemos, tu ma' va a ponerse sensible. Pero ya verás que luego se le pasa. Tú abrázala y ya, no le preguntes nada. No vale la pena enterarse de los pleitos de los papás. Es más, acá entre nos, para que no te sientas tan mal, hace como una semana yo tuve que castigar a tu tía. ¿Tú crees que me andaba fisgoneando la cartera? Jija ching... —y bebía la cerveza para ahogar las groserías.

"Pues algo habrás hecho Efraín", pensaba Hugo, contestándole. "No será por confianza. ¿A poco tú no le revisas nada?"

—¿Nos tomamos la segunda? —ofrecía el tío, con cara de que si Hugo le decía que no lo tomaría quizá por maricón.

Hugo asintió. La cerveza se le iba como agua en la garganta.

—Mira —continuaba el tío—, no es más que la pura verdad: las viejas, sea como sea, siempre van a buscar una forma de joderte. Podían estar tan bien, tranquilitas, mansitas. Pero no, tienen que buscarle los cinco pies al pinche gato y luego lo vuelven arisco. Todo quieren. ¿Cómo va uno a ponerse romántico si ya creen que somos de su propiedad?

Hugo se encogía de hombros. Cuando lo hacía, el tío le propinaba un codazo, acompañado de un "no te hagas, no te hagas, seguro alguna chamaca te ha chingado un poco". Y sí, era verdad, alguna chamaca se había burlado de él por haber comprado dos boletos de cine sin preguntar si ella quería ir. Ya tenía compromiso. Pero todo eso pasaba por el análisis crítico de Hugo: su licenciatura de psicología lo ponía en guardia, lo llevaba a sopesar las cosas, a tener un juicio y usar la balanza de razón-sentimiento.

SIGUE

jueves, 22 de abril de 2021

Hiperrealista.

Célebre exposición. Noche gratificante. Un brindis, charlas y el reconocimiento de todos los amigos. Para el célebre pintor Dans, no había algo más allá de la perfección de un cuadro inmejorable. Aquella noche había presentado catorce obras de su última colección hiperrealista. Ahora los presentes se tomaban el tiempo para admirar y examinar minuciosamente las pinturas.

SIGUE

miércoles, 21 de abril de 2021

Hormigas en el azúcar.

Las hormigas se multiplicaron en una noche. Aquel caminito que apenas comenzaba el día anterior, era ahora una fila bien definida en la cocina.

SIGUE

martes, 20 de abril de 2021

Antes muerto que sencillo.

El señor Castilla era un gruñón, o eso decían los vecinos. A veces estaba de buenas y saludaba. A veces el simple hecho de toparse con alguien en las escalinatas del edificio lo ponía odioso. Solía espiar por la mirilla para bajar cuando nadie estuviera de entrometido. Él tenía muy presente el lema "no te metas conmigo y yo no me entrometo en tus asuntos". Odiaba que le pidieran favores, porque él no estaba para pedirlos de vuelta. Más bien, si alguien le pedía algo, era obligación del vecino encontrar un espacio y tiempo oportunos para dejar todo a mano.

Había sucedido un caso así con el tal López, dos pisos abajo. En alguna ocasión subió para pedir algunos tornillos y clavos a Castilla. ¿Tenía amistad afianzada el tal López? No. ¿Saludaba muy seguido? Tampoco. Era una de esas "ocasiones de emergencia" donde los protocolos se pasan por alto.

SIGUE

lunes, 19 de abril de 2021

Por una moneda.

 Una moneda como aliciente. Una como trampolín. Es sólo una moneda. ¿Qué se puede comprar con ella? ¿Alcanza para hoy? No es la moneda, es la oportunidad. Mañana habrá más monedas.


Todo esto pensaba Federico, el hermano menor de Toño, mientras veía al grande echarse un clavado al muelle para sacar los diez pesos que el turista le había arrojado al agua.

SIGUE

domingo, 18 de abril de 2021

Parcialmente Genoveva

 En las gotas estrelladas de la ventana Genoveva admiraba la lluvia. Sin darse cuenta ni cómo, alguna parte de la tormenta se transfería a su alma; pronto salía lluvia también de sus ojos.

viernes, 16 de abril de 2021

Ella es Elena.

En aquella perfección del rostro de Elena se encubría un defecto de su ser. Funcionaba bien como modelo de revista, en alguna hoja, como una desconocida. Había que evitar a toda costa el contacto personal. Tanto así que su representante en la agencia de modelos dijo que él había creado una mujer hermosa y perfecta, que no era, por supuesto, Elena.

En la promoción publicitaria que se le ocurrió al equipo, era otra chica la que respondía. El lema de dicha publicación decía lo siguiente: "Charla unos minutos con Elena y podrías ser elegido para asistir a su próxima sesión de fotografías. Costo por participar: veinte pesos por cinco minutos". Muchos habían comprado la revista y por supuesto que entraban al sitio. Si podían gastarse ese dinero en alguna cerveza, qué más daba platicar un rato con la modelo. Del otro lado de la computadora estaba Anel: una chica físicamente poco agraciada, muy simpática. Saludaba con mucho entusiasmo a los que habían pagado la promoción. Aquella Elena falsa tenía la agenda llena, mientras que la modelo se ocupaba de otros asuntos.

Casi todas las conversaciones iban por la misma línea temática: que si tenía novio, cuál era su comida favorita, si amaba la naturaleza... En las reglas de la promoción se había escrito que el ganador sería sorteado al azar, pero allí en las oficinas el agente de Elena había dicho a Anel que ella eligiera a un hombre interesante.

SIGUE

jueves, 15 de abril de 2021

Al final.

Alondra estaba segura de que una perfecta cadena de eventos la llevaría a conocer al amor de su vida. Sólo debía seguir las señales evidentes, rastrear personas, seguir por el camino oculto que todo objeto cotidiano tiene.

Todo comenzó con un libro que vio sobre la estantería de una tienda comercial.

SIGUE

miércoles, 14 de abril de 2021

Ley de hielo.

El círculo de los ocho estaba completo. Todos estaban sentados en sendas sillas, de cara al centro de la circunferencia. Las manos: esposadas por atrás de cada silla. Las sillas iban ancladas al suelo. Los tobillos iban rodeados por el óxido de las cadenas, como serpientes metálicas bien aferradas a la presa. Las mordazas permitían salir algún quejido en ocasiones. Las fundas en la cabeza hacían ver a los integrantes de aquel desafortunado grupo como ridículos seguidores de alguna secta involuntaria.

SIGUE

martes, 13 de abril de 2021

Jaque libris.

La idea de tener muchos libros sin leer, postrados en la biblioteca, como figuras ornamentales que sólo importaban por el color y el tamaño, resultaba ofensivo, incluso grotesco. Y esta era una debilidad de la cual Horacio no hablaba. Se había puesto en jaque cuando alguna visita le preguntaba por el lomo de alguno. Le había hecho una jugada inesperada:

—¿De qué trata este? —preguntaba la visita, esperando que Horacio le dibujara, con culta improvisación, una sinopsis relevante.

Con decir "aún no lo he leído" hubiera bastado, pero Horacio no quería caer ante aquella ignorancia, aunque fuera justa. Entonces extraía de su mente alguna frase circular que enredara primero al visitante.

—Este libro lo que tiene —fingía— es una trama cargada de tensión. El lenguaje es poco usual y los diálogos resultan interesantes.

Lo tomaba entonces con rapidez y lo hojeaba para encontrar alguna hoja al azar, mientras seguía pronunciando frases sin decir realmente nada. A veces hasta cometía el atrevimiento de leer alguna línea para preguntarle al visitante qué le parecía. Aquello funcionaba, al menos con algunas personas.

Cierto día invitó a comer a una mujer que le parecía buen prospecto para convertirla en amante. Ella no era lectora voraz, él lo sabía en anteriores citas, la había interrogado con perspicacia. Se dedicaba a estudiar en alguna academia de alta cocina para convertirse en chef de algún prestigioso restaurante. La jugada se repitió allí, frente a los libros.

—¿Y este de qué trata? —preguntó, curiosa como gato, y formuló otra pregunta que resultaba una piedra para Horacio— Alguien como tú debe de haberlos leído todos, ¿verdad?

Pudo más el ego: Horacio asintió. Ella había extraído un libro llamado "El holocausto de Schumman", en el que se contaba la historia de un pianista que destruía su instrumento por el amor de una mujer que lo había traicionado. Así tan simple era la trama, pero Horacio no lo había leído. Y no dijo la verdad. Extrajo el libro, le quitó algunas motas de polvo y le sonrió a la mujer.

—¿Quieres que te arruine el contenido? Este libro, particularmente me tiene muy identificado. El personaje principal tiene diálogos que te dejan pensando todo el día. Mira, como este —y en alguna página al azar lo leía en voz alta—: "Es mi abnegación por corregir esta partitura, Silvia. Perdóname, me carcome la ansiedad porque siento que mis composiciones van decayendo con el paso de los días".

La mujer no quedó satisfecha. Tomó el libro entre sus manos, lo hojeó y leyó algunas líneas. Luego lanzó otro jaque.

—Entiendo, ¿pero de qué trata?
—¿De verdad quieres que te diga, aunque ya cuando lo leas no te sorprenda mucho? —intentó defenderse Horacio.
—Sí, no lo leeré. Tú cuéntamelo en un minuto.

Horacio se dio cuenta de que no había leído ni siquiera la contraportada. Allí aparecía el monstruo de lomos de librero, burlándose de él. Quería que cualquier cosa lo interrumpiera: el teléfono, el timbre.

—Bueno, pues trata de... —dijo, y fingió haber soltado el libro— ¡Mira! ¡Se resiste! No quiere que te diga su contenido.
—Pues le vamos a ganar al libro, Horacio. Revélalo. Soy toda oídos.

Ante aquel túnel sin salida, Horacio comenzó, como un profanador de letras, a inventarse el contenido sólo con la referencia del diálogo que había leído.

SIGUE

lunes, 12 de abril de 2021

Diminuto terror.

Antes de apagar la lámpara de la mesita al lado de tu cama viste una sombra inusual en el techo, pero tu mano se adelantó y quedaste a oscuras. Volviste a encender la lamparita. Aquello se movía: se parecía a un pececillo de plata o alguna polilla que había decidido pasar la noche allí. Aunque ya estabas bastante cómodo, te levantaste para encender la luz principal al centro del cuarto. No le hubieras dado mayor importancia, pero la culpa la tenía una tía que te dijo alguna vez algo sobre los insectos: "Todos sin excepción esperan a que te duermas para introducirse en tu cuerpo, ya sea por la boca, la nariz o los oídos". Aquello sonaba absurdo, pero una parte de ti lo creía. Una parte tuya no lo superaba.

SIGUE

domingo, 11 de abril de 2021

El caramelo más deseado.

Hans había entrado a la adolescencia con un gran conjunto de pensamientos que consideró ajenos, como si una turba estuviera discutiendo en su cabeza.

Todo lo que le habían dicho sus compañeros de infancia sobre las niñas quedaba desmentido ahora.

¿Cuánto estaría dispuesto un niño a hacer para obtener el caramelo más preciado del mundo? ¿Y por qué era el más preciado?

SIGUE

sábado, 10 de abril de 2021

El amante.

Gladiola era el nombre perfecto.

Le ajustaba perfectamente a la niña. Cuando fue bautizada, su madre sabía que no había otro nombre para ella: risueña, alegre, como el campo. Creció entre la vida al aire libre: todas las tardes se sentaba a ver las aves. Veía el viento peinar las flores del mismo nombre en la ladera, todas multicolores. Entonces Gladiola echaba a correr y se tumbaba entre todas las flores para que el viento también la despeinara, mientras que su madre recogía algunas para ir a venderlas en la plaza de San Pino.

La frecuencia de las visitas al pueblo le valió a Gladiola algunos amigos y pretendientes. Estaba en plena primavera de juventud. Cierta tarde se llevó una falda multicolor, como las flores. Se sentó en la orilla de la fuente mientras esperaba a su madre y un tal Cipriano la abordó para conocerla.

—¿Y qué hace una flor esta tarde? —preguntó él.
—Nada —contestó ella, alejándose un poco.

Luego Cipriano, bastante listo, se alejó para espiarla. Observó cómo la madre de Gladiola salía de una florería con algunos encargos. Pronto se adelantó a recibirla.

—Señora, permítame ayudarle —decía solícito.
—Gracias joven —contestaba ella complacida.

Cipriano sabía que para ganarse la atención de Gladiola era necesario quedar muy bien primero con Rosa, su madre. La ayudó con los encargos, durante varios días, hasta que la confianza y el tiempo quisieron que ella misma le presentara a su hija.

—Hija, Gladiola, ¿ya conoces a Cipriano? Es buen muchacho.
—¡Gladiola! ¿Y qué hace una hermosa flor esta tarde? —insistía él.
—¡Nada! —contestaba ella, esquiva.

Cada visita a San Pino comenzaba a volverse fastidiosa para Gladiola, porque sabía que Cipriano estaría allí en la fuente para abordarla. Los demás pretendientes se habían alejado, por supuesto. Cipriano no era feo, pero algo tenía, un "no sé qué" que no terminaba de agradarle a la muchacha.

—¿Y esta florecilla ya está comprometida? —preguntaba él.
—¡Ya! —respondía ella inmediatamente.
—No es cierto, Gladiola. ¿Dónde está pues?
—Muy lejos, lejos de aquí de San Pino.

Gladiola se quitó de encima las insistencias de Cipriano, tanto como pudo. Lamentaba no tener a su padre, quien había fallecido muchos años antes, por alguna falla en el hígado, algo así había dicho el médico. A su padre lo había mordido una serpiente venenosa. Y ahora así sentía Gladiola la sigilosa maniobra de Cipriano para entrar cada vez más en su vida.

Arriba, en la montaña, en la pradera de gladiolas, ella se sentía libre. Tenía un amante que veía a escondidas de su madre. Se alejaba un poco más de la cabaña con el pretexto de ir por agua. Entonces lo veía y caía rendida en sus brazos. Olía como la frescura del rocío de la mañana. A él y sólo a él le contaba las cosas.

—Un tal Cipriano me tiene harta. No sé qué hacer —le decía—. Parece merolico quedando bien con mi madre. Habla y habla. A veces me da miedo, siento que no es honesto. Sólo me quiere echar a perder la juventud, cielo.

Su amante la abrazaba con más fuerza y no le decía nada, porque era mudo. Era perfecto para ella: podía escucharla y comprenderla. Todo lo contrario de Cipriano: no estaba de encimoso, se atenía a los tiempos de ella, era paciente.

Se llegó el día temido. Su madre, pensando que Cipriano era muy gentil, lo había invitado a la casa a comer. Sería una sorpresa para Gladiola, que no sabía nada. Era domingo. Ese día no habría visita a San Pino; ella se sentía segura en la cabaña. Como a medio día tocaron la puerta y apareció Cipriano como un tonto, con un ramo de rosas. ¡Rosas, y no gladiolas!

—¡Como la flor no me abre su corazón, yo vine a verla! —dijo, medio fingido.
—Pasa muchacho, pasa —dijo la madre.

Y Gladiola sólo podía mirar a su madre con ojos venenosos. La "serpiente" estaba allí en su propia casa. "¡Qué ingenua eres, mamá!", pensó. Supo que tarde o temprano Cipriano la mordería. Pronto se fijó ella que escaseaba la leña.

—Hija, espero que reconsideres la amistad de Cipriano —dijo la madre, mientras preparaba el café.
—De acuerdo —fingió Gladiola—. ¿Voy acá atrás por más leña?
—Ajá —respondió la madre.
—¿Le gustaron las flores a esta otra flor, Gladiola? —interrumpió Cipriano.
—Sí, están hermosas las rosas. Gracias —dijo ella, pretendiendo dejarse convencer.

Esa tarde se hablaron de muchas cosas. Cipriano pidió el permiso de la madre para cortejarla, para venir a verla con cierta frecuencia. Ella toleró todo aquello durante la comida, hasta que el muchacho se despidió. Estando solas la conversación cambió bruscamente de tono.

—¡Mamá! ¿Qué te pasa? No me gusta, no lo quiero. ¡No tienes que hacerme este favor! ¡No quiero que venga!
—Pero hija, es buen muchacho, acomedido. ¿Qué más quieres? No me digas que los otros de San Pino...
—No mamá. Presiento algo. No sé cómo decirte pero no...

No llegaron a ningún acuerdo. Esa misma tarde Gladiola fue a ver a su amante. Quería escaparse con él, pero era imposible.

Por otro lado, Cipriano, que era muy listo, no se había vuelto a San Pino, se había quedado cerca para seguir a Gladiola y tomarla por la fuerza. Ella permanecía en brazos del amante, sollozando, tratando de idear un plan de escape. Le hablaba, le suplicaba. La hora crepuscular se acercaba. Entonces la serpiente salió de su escondite.

—Ahora sí, florecita. ¿Te me vas a negar? —dijo Cipriano, filoso en sus palabras.
—No te metas conmigo. Lárgate —contestó ella, buscando ya una piedra por si acaso.
—¿Y tu novio? Me mentiste.

El amante estaba allí inmóvil. Era un árbol. Gladiola se había enamorado de un árbol. No pudo hacer nada. Cipriano se adelantó para tomarla de las muñecas y la sometió contra el tronco. Forcejearon. Él quería besarla a como de lugar. Ella pateaba, sollozaba, nadie podía oírla.

—¡Te vas a deshojar Gladiola, mejor no te resistas! —le decía Cipriano.

El viento sopló con más fuerza, como si supiera la naturaleza que allí se iba a cometer una atrocidad. El vestido multicolor de Gladiola se levantaba y revoloteaba como si fueran pétalos que pronto se marchitarían. En un momento crítico él la abofeteó. Ya no había nada que hacer. Ella estaba rendida. El cielo tronó por la pronta lluvia.

Entonces el árbol crujió: una rama gruesa se había desprendido, sólo para producir un sonido hueco sobre la cabeza de Cipriano, quien cayó muerto al instante. La naturaleza, quien amaba a Gladiola, hizo justicia.

Comenzó la lluvia. Ella se aferró a su novio, a su amante callado, mientras la llovizna le disimulaba las lágrimas. Él había dado un brazo para salvarla. De su cuerpo húmedo se desprendía un hermoso olor a corteza, a hierba fresca. Y así, sin decir nada, Gladiola, cual flor vuelta humana, posó sus labios sobre el bendito árbol: el primer beso más amoroso y natural que hubiese imaginado.

viernes, 9 de abril de 2021

Los lunares de Mary.

Los lunares de Mary no representaron ningún problema, al menos hasta ahora.

Cuando tenía diez años, le preguntaba a su madre el porqué de esas manchas. Ella le contestaba que un lunar aparecía por los antojos no satisfechos. Cuando estaba embarazada, una noche de luna llena tuvo un antojo intenso, de esos que producían ansiedad. La madre Mary estaba sola, su esposo había ido de viaje por algún trabajo. Llamó a algún hermano para que le trajese strudel de manzana. Todos estaban ocupados o no tenían el tiempo. Ningún vecino había querido hacer el favor. Tan sólo debían ir a la panadería y buscar alguno, ella se lo pagaría. Le explicó a Mary que esa noche nadie pudo conseguirle el strudel, que en alemán significa "remolino". Esa noche se le hizo tal remolino en la panza que tuvo que meterse a la boca algunas nueces secas para calmar el antojo. Por eso Mary había salido con manchas en la parte interna de la muñeca.

—¿Y este otro, mamá? —dijo Mary a sus once años, señalando un lunar que tenía debajo del ombligo.

Ella le explicó que como esa mancha tenía forma de pierna de pollo, había surgido en otra noche de luna llena en la que llovía demasiado; no había podido conseguir una pierna de pollo bañada en salsa BBQ. Los repartidores no se arriesgaron bajo la lluvia, el esposo dormía, en fin. Era otro antojo no satisfecho.

Cada año, como si el regalo fuera saber de dónde provenía cada lunar en su cuerpo, Mary preguntaba a su madre la explicación o historia. Así llegó hasta los dieciocho: edad en la que la madurez mental no le dio para creerle a mamá todos aquellos cuentos. Le tenía mucho aprecio, quizá mamá había inventado todo aquello para tenerla entretenida.

Hoy Mary, a sus veintidós, se miraba frente al espejo. El redondo y hermoso vientre de su embarazo la tenía orgullosa. Comenzó a fijarse también en cada lunar: el de la muñeca, el del tobillo, el del empeine del pie derecho... Tenía preocupación por el de la pierna de pollo, que se había ensanchado por el embarazo, justo debajo del ombligo. Allí sola rogó porque no llegara ningún antojo a su mente. Guardó todas las revistas, no veía la tele. Temía que algún comercial sobre comida apareciera. Había escuchado que muchas mamás comían tierra o ladrillos para sustituir algún antojo no satisfecho. Hoy era un día de luna llena que parecía repetirse: su esposo se había ido a una junta de trabajo en otro país. Mary se preparó: comió mucho cereal, se llenó de lo que tenía en las alacenas. No dejaría que su cuerpo la traicionase. Recordó entonces aquello que algunas amigas le habían dicho:

—Mary, la luna es canija. No te asomes a verla. Si tu esposo no está mejor duerme. Y si te da un antojo, ruega porque lo tengas en casa. Pero no creo, los antojos son cabrones, son de esos difíciles de conseguir.

Frente al espejo, los siete y medio meses de embarazo la tenían alerta. El bebé se movió. Y allí, sin pensar en la luna ni en nada, apareció como por arte de magia un antojo nunca antes imaginado. Ella quería galletas de cebada, como las que comían algunos caballos.

—No, no, hijo, no —le habló a su vientre—... Tenme tantita consideración, a mí que soy tu madre. Vamos, te daré de animalitos y confórmate con eso.

Ella estaba segura de que aquel antojo era en realidad algo del bebé. Nunca es de la madre, es el bebé que siempre pide algo para ver cuánto está dispuesta a hacer su mamá por él. Ya desde allí quería tomarle la medida. Abrió el frasco de galletas de animalitos y las consumió todas: unas veintitantas. El antojo desapareció, pero sólo por una hora.

Mary tomó el teléfono y le marcó a su madre. Tardó en contestar.

—Hija, ¿todo bien? ¿Te pasa algo? ¿Tienes algún dolor?
—No mamá, eso no. Es el antojo. Uno de galletas de cebada.
—Pero si te dijimos que no vieras ni revistas ni la luna ni nada. ¿Carlos sigue en su viaje?
—Mamá no vi nada. Es este chamaco que me pone a prueba. ¿Dónde carajos consigo galletas de cebada? ¿No tienes?
—No mi amor, no tengo, pero deja le pregunto a mi comadre. Te marco enseguida.

Pasaron las horas. Mamá tardó en regresar la llamada. Nadie tenía galletas de cebada. Los bebés siempre tienen un tino para escoger algo que es muy difícil de conseguir. Y eso que Carlos se había prevenido: tenía las alacenas llenas de cosas exóticas, pero nada de galletas de cebada. No le importó: comió de todo y trató de engañar al niño.

—Mmm, ¡riquísimas galletas de cebada para ti, hijo! —le habló a su vientre, mientras masticaba amaranto—.

De tanto comer Mary tuvo asco y fue a vomitar. Después se acostó y se quedó perdida entre sueños.

No volvió a tener ningún antojo. Intentó olvidar aquel duro episodio. En el hospital todo salió bien, el pequeño Carlitos había nacido. Todos estaban felices. Mary quiso tenerlo en sus brazos y lo primero que hizo fue revisarle toda la piel, para ver que no trajera lunares.

Tenía dos: uno en cada planta del pie. Uno era una serie de puntos negros: el amaranto. El otro: una mancha plana, parecida a una galleta de cebada. Mary echó a llorar. No sólo había engañado a su hijo, sino que le había antojado otra cosa. Allí mismo en la cama del hospital, sujetó a Carlos por la manga.

—Yo no sé cómo le vas a hacer Carlos, pero vas y me traes una barra de amaranto y una galleta de cebada.

Y la mamá, que acompañaba a Mary, tejiendo ya una chambrita para Carlitos, echó a reír bajo esos lentes redondos.

—¿Qué, qué mamá? ¿Qué es tan gracioso?
—¡Así son los hijos de la luna, Mary! Este niño ya te midió, justo como hiciste tú conmigo.

Se levantó y le recogió el cabello para encontrarle cerca del lóbulo occipital un lunar escondido, uno secreto del cual Mary no sabía nada. Sacó el móvil de su bolso para tomarle una foto.

—Este, querida hija, fue mi engaño. Una noche que querías una paleta de cajeta. Entonces me comí un chocolatito de esos Kisses, para engañarte. Y mira dónde vino a parar: en tu cabeza. No te dije antes, ya estabas muy traumada con todos los demás.

Mary quedó pasmada. En la foto, abajo de su cabello, se veía un pequeño remolino con un lunar que tenía la forma redondeada de gota de agua, justo como el chocolate recién descrito.

jueves, 8 de abril de 2021

El hallazgo.

El profesor Wellington había hecho un hallazgo, en la parte media del jardín. Era ese tipo de hallazgo que pondría nervioso a cualquier arqueólogo respetable. Había forrado casi toda el área verde con domos blancos, con el pretexto de que aquello sería un buen invernadero. Así se había librado de dos problemas: no tendría que dar explicaciones a los vecinos fisgones y podía excavar a gusto, sin ser observado.

Pronto aquella tarea del jardín le obsesionó más de la cuenta. Después de impartir las clases en la universidad, si no tenía ninguna junta urgente, se apresuraba a casa para continuar con la excavación. "Nada demasiado evidente", se decía. Todo el trabajo lo realizaría con pala, pico y carretillas. Allí abajo reposaba un cofre antiguo con algunas vasijas o figurillas de barro para su colección privada. O al menos, eso decía en la bitácora que había estado leyendo en el sótano. "A nadie le interesa esa basura", le había dicho el dueño anterior. Allí, en algún baúl polvoriento estaban montones de papeles: testamentos, notas, hojas de valor sobre reliquias.

La excavación duró una semana, hasta que pudo bordear perfectamente aquél cofre sin perturbar su integridad. Estaba dispuesto a abrirlo allí mismo, con los guantes puestos y con el equipo de brochas listo para remover el polvo acumulado, pero recordó que no había terminado de leer la bitácora y que era una mejor idea enterarse de algo importante. Continuó leyendo:

"No quise donar a ningún museo estas figuras. Los curadores eran capaces de quitarme todo, de invadir el sitio donde las encontré. Así ocurre siempre con los representantes de organizar las colecciones. Los historiadores son más gentiles al respecto, pero no quiero arriesgarme. No sé lo que tengo entre manos, pero desde que las extraje han estado sucediéndome cosas muy malas. No, no es posible eso. Yo no creo en charlatanerías. Nadie es capaz de imbuir maldición alguna en algún objeto inanimado. Y como sea, las he envuelto en sábanas y depositado en el baúl".

Wellington tampoco creía en maldiciones. A lo largo de su carrera había participado en numerosos sitios arqueológicos. En alguna misión lo habían enviado al Cairo para examinar e interpretar la fecha de algunas vasijas. Y si allí, en Egipto, que era el sitio donde más se hablaba de maldiciones, no le había sucedido nada, mucho menos ahora con restos de alguna cultura que procedía, aparentemente, de suramérica. Se enteró que el autor de aquella bitácora era en realidad un exorcista que había viajado bastante, además de alcohólico. Hojeó y pasó algunas páginas que no le parecían tan importantes, pero se detuvo en una que marcaba una advertencia.

"Como es supuesto que alguien encontrará estas notas, le ruego. No, le suplico que bajo ninguna circunstancia abra el cofre. Allí está, en el fondo, cubierto por todas las reliquias, el objeto más desgraciado y lleno de desgracias que alguien pudiera tener".

Para Wellington, aquello tenía una interpretación múltiple. "Sí claro", pensaba, "la advertencia primigenia del poseedor del tesoro para ahuyentar a saqueadores. Y luego, la desgracia alcanza sólo a los que no saben interpretar el valor histórico de las cosas". Él sabía que el mundo estaba susceptible a la ignorancia. En la bitácora no se mencionaba cuál era ese objeto: podía ser un arma, alguna jarra con cenizas de alguien, algún documento que evidenciara un engaño en la historia de la humanidad.

"Yo ya no podré detener el destino de quien lo encuentre. Sólo me queda esperar que le entre razón al que me esté leyendo. Hay cosas que están mejor enterradas. Si hay algo de verosimilitud en estas notas, es la certeza de que las escribo sin una gota de alcohol encima. Logré encerrar a un demonio en la figura de arcilla, pero ya es tarde para mí. Poco a poco me he ido consumiendo. Me he avejentado diez años en una semana. Ahora que estoy lúcido escribo estas memorias, porque no sé cuánto más pueda soportar".

Luego se interrumpían algunas páginas y adelante se formaban palabras sueltas: "tarde", "ahora", "final". Wellington cerró la bitácora. Quedó reflexionando algunos minutos, se frotó las manos y rompió el cerrojo que tenía el cofre. Fue extrayendo pedazos de ropa vieja, porcelana rota, piedras, fotografías, documentos ilegibles deteriorados por la humedad. Justo en el fondo encontró algo envuelto con una tela gris, enredado con varios cinturones. Lo desenvolvió con cautela y no pudo evitar sentir una gota de sudor que le viajaba por la sien.

Reveló al final una escultura vieja de arcilla, sin cabeza. No había sido cocida correctamente, porque tras manipularla un poco se le desbarató entre las manos, revelando una botella de ron de mucho tiempo atrás. En su etiqueta aún podía leerse lo siguiente:

"Ron Demonio. Capaz de curar exorcismos".

Wellington quedó en silencio. Levantó la botella para verla a contraluz y evaluar el contenido. El color del ron le atrajo. Comenzó a reír, enloquecido de simpleza. Destapó aquella botella, dio un sorbo, lo escupió y luego arrojó la botella, que se hizo añicos.

Del profesor Wellington se había burlado un muerto.

miércoles, 7 de abril de 2021

Lectura a fondo.

 Aquel que lee mal una carta bien escrita es el mismo que pisa las notas equivocadas en un piano al seguir una partitura. ¿Por qué corre con la voz, por ejemplo, el lector, cuando no hay ninguna anotación al principio del cuento que diga crescendo? No tomarse la pausa necesaria en los signos de puntuación es, desde un protocolo de educación literaria, una falta de respeto para el que se ha tomado el tiempo de escribir el texto. O viceversa, rasguñar apenas la norma para la redacción y cometer fallos múltiples es como entregar un pastel mal horneado al que lo va a leer. Si el lector es avezado, podrá ir subsanando, en el aire y espontáneamente, los fallos que encuentra, como si esquivara baches de carretera al conducir. Vaya usted a pensar qué clase de dúo desbaratado haría un mal texto con un mal recitador: una diatriba a la prosodia.

"Es que hacen falta las acotaciones", expondrá algún lector queriéndose pasar de listo. Querrá que le pongan, antes de cada frase: leer despacio, hacer pausa. "¡Pero si los signos son las acotaciones!", le argumentará el que sabe las reglas. Entonces valdría la pena preguntar, en algún seminario, poniendo el pretexto de que se requieren valores estadísticos: ¿saben todos leer los signos de puntuación? Porque el texto casi cualquiera lo lee.

Y cuando no existían los signos, la scriptio continua de los griegos implicaba una mayor responsabilidad en el orador. Hoy en día se tienen que hacer reparaciones al instante mientras se lee un texto en voz alta. Vea usted, que la música de la voz, aunque en algunos sea casi imperceptible, debe tener armonía, tanto si lee como si canta. Si por ejemplo, el punto y coma, que nació a partir de las notas de los cantos gregorianos, es capaz de decirnos algo, vale la pena no ignorarlo.

Hasta ahora no ha llegado alguna intrépida propuesta de signos que sustituyan a los actuales. Entonces, lo menos que puede hacer alguien es escribirlos y leerlos bien.

martes, 6 de abril de 2021

Hacer conciencia.

 Temo que el universo no sea consciente de nuestra singularidad, así como nosotros no somos conscientes de la personalidad de cada célula que nos habita. Pero hay una salvaguarda: el universo es mucho más grande y seguramente en algún cúmulo de estrellas o nebulosa permanece codificada la frecuencia para formular alguna idea revolucionaria. Así, tal como al leer cientos de libros hallamos la frase única de algún personaje que nos cambia la vida.

Y ese personaje es consciente: nos habita, en algún punto es alguna de nuestras células que ha cobrado identidad. Ha decodificado el lenguaje de la idea que conecta con la mente para conseguir algo. Entonces escribimos algo que nos ha sugerido, en algún diálogo. Quiere cambiar la historia, el punto en el que vive, el cuerpo. Deberíamos escuchar a nuestros personajes, aunque no a todos.

El centro de la galaxia debería escucharnos. Si no, ¿para qué nos contiene entonces? Un hombre interesante está lleno de personajes que salen a flote, así como un universo interesante es aquel donde varias personas salen a flote.

¿Quién va a ser mi antagonista el día de mañana?

¿Quién me entregó la espada simbólica (el item) que necesitaba para superar cierta prueba?

¿Quién me ha fabricado la pluma con la que se escriben todos estos sueños y posibilidades?

lunes, 5 de abril de 2021

Vida y muerte.

 No creo que haya existido algún hombre que amara a la muerte. Podía desearla para evitar algún sufrimiento en vida, pero a la muerte no se le puede amar. Al menos, no desde la vida. Por ello es que metida en algún disfraz abstracto, mental o espiritual, la muerte ha podido tener romances con alguno, en alguna indefinición de los paradigmas de la verdad.

Si la vida crea y la muerte destruye, ¿cómo es posible conciliar ambos términos? En el sentido inverso, se ha visto que vida puede destruir vida, y la muerte, como un proceso de consecuencia, crear algo, pero usualmente no funciona de ese modo.

Y el espíritu es el que flota. No está vivo, ni muerto. Por eso no puede vérsele de ningún modo, a menos que se acerque uno por vía onírica, porque allí algunas vibraciones son flexibles.

Puede ser que la vida no sepa que está allí, porque la conciencia es distinta: una flor que se enreda con otra puede ser un romance absoluto, ¿pero acaso hay conocimiento de ello para las flores mismas?

domingo, 4 de abril de 2021

Cadena.

 El infinito círculo de personajes que narran algo cada vez más pequeño es la replicación de las ideas de un autor entre sus múltiples "ser". ¿Constituye esa habilidad cierto poder divino de multiplicar tantas veces como sea necesario?

sábado, 3 de abril de 2021

Tiempo.

 El tiempo se devora a los hombres, sobre todo cuando lo han dejado expandirse a sus anchas, como el monstruo en el que se convierte.

SIGUE

viernes, 2 de abril de 2021

Gato guardián.

 Aquel felino ojiverde le producía a la abuela una aberración no justificada. Ella no comprendía los misterios de los gatos, ni los maullidos matutinos para exigir comida. Sentía que eran criaturas capaces de contactar con el demonio o con alguna criatura del otro mundo, de esas que cruzan algún portal cuando se duerme.

El gato era el mejor acompañante de Fred. Lo había recogido del bosque, de donde estaba perdido, según decía. Ahora tenía el pelo más brillante, en vez de las marañas que traía cuando recién llegó. Entre los ojos se le dibujaba una marca evidente que parecía el número de la bestia, o eso le parecía a la abuela. Constantemente le decía que ningún gato hacía bien, que traían muchas enfermedades y más cuando eran adoptados. Quién sabe con qué clase de gente habría estado.

La abuela calentaba el té por las noches y mientras lo hacía sentía la mirada del gato en su cabeza, como si la escrudiñara. La primera vez que había ocurrido aquello ambos quedaron mirándose, pero era un mal juego: sintió que los penetrantes ojos verdes entraban y le tocaban el alma. En un maullido inocente pero sorpresivo la abuela dejó caer la porcelana y aquel animal huyó. Ahora estaba justificado el miedo. A petición de ella Fred había puesto una pequeña barricada con cajas para que el gato no entrara a la cocina. No obstante halló el modo.

En plena madrugada de luna llena los maullidos de los gatos callejeros produjeron un escalofrío en la abuela. Se levantó con una lámpara en la mano para entrar en la habitación de Fred. Lo despertó y le dijo que finalmente su gato había ido a esas reuniones místicas donde todos tenían tratos con el demonio. "Óyelo Fred, no estoy loca", le dijo. Y en algún momento el gato salía debajo de la cama y se tallaba contra las temblorosas pantorrillas de ella. Más que alegrarse por saber que el gato no estaba participando de los supuesto aquelarres, la abuela se indignó. Le ordenó a Fred no dormir con el animal, porque en los sueños más profundos podía robarle el aliento del alma para entregárselo a algún ente desconocido.

Fred alegó y argumentó. El gato dormía abajo, de todas formas. Si él subía seguramente sentiría las patas sobre el cuerpo y volvería a bajarlo. De todas las noches que llevaba allí en ninguna había intentado ninguna tontería o traición. A la abuela tenía que quedarle claro. Mas no lo decía realmente por él, sino por ella y su aberración. Temía despertarse ya muy tarde, con el gato encima mirándola, ella totalmente paralizada sintiendo cómo se le iba el aliento de vida.

La abuela lanzó el ultimátum: el gato debía quedarse a dormir afuera o en alguna caja en el sótano. Con tal de tenerla tranquila Fred adaptó lo necesario para cumplir aquello; no funcionó. El gato maulló durante toda la noche. La abuela estaba cada vez más cansada. Tenía el sueño ligero y el gato le producía un insomnio surreal. Ella misma se asustó por sugestión: veía los dos ojos refulgentes en la oscuridad, cuando en realidad eran los botones metálicos de algún abrigo.

En una noche de luna nueva, donde entraba menos luz a la recámara, la abuela estuvo despierta hasta donde pudo. Soñó que el gato le hablaba, que le decía que no le huyera, que en realidad no le pedía mucho. Ella lo correteaba con una escoba en mano y el gato se desvanecía en la oscuridad. Los ojos aparecían de la nada para hablarle. Cuando despertó tenía escalofríos. Estaba entumida y tenía al gato encima, mirándola. No podía moverse, sólo podía controlar la mirada y la respiración. Quiso gritar pero la voz no nacía de la garganta contraída. Pensó en Fred, en que vendría para arrancarle al gato de aquella posición y salvarla. Oía voces ininteligibles en la oscuridad. Al mover los ojos hacia el clóset observó a "ese", al demonio que tanto temía. Escuchó en su mente la voz escabrosa que exigía el alma de la abuela al gato.

La abuela comenzó a temblar. Fred no venía. El demonio del clóset alargó lentamente una mano negra y deforme hacia el corazón. Justo antes de tocarla el gato mordió al espectro, se le abalanzó encima y chilló como si estuviera en riña con otro gato. En aquel momento la abuela regresó al mundo de los vivos. Sintió su conciencia a plenitud, movió todos los miembros de su cuerpo para comprobar que le respondían. Allí estaba el closet, pero ella no volteó, en un impulso estiró la mano para encender la lámpara del tocador y poder ver la habitación con claridad. No encontró nada, excepto uno de sus abrigos rasgado de la manga.

Dieron las diez de la mañana. La abuela buscó a Fred para mostrarle el abrigo. Lo encontró en el patio con el gato muerto en brazos. No dijo nada. Consoladora le puso la mano en el hombro a su esposo.

—¿No lo habrás envenenado, verdad Edna? —murmuró él.

—Dios me libre, Fred. No lo quería, pero no soy tan cruel.

Estuvo a punto de contarle lo sucedido con el demonio, pero se ahorró las palabras y ayudó a Fred a meter al gato en una caja para enterrarlo en alguna parte al día siguiente. Él quería velarlo por lo menos una noche. En el sótano, por petición de Edna.

Esa noche durmieron juntos de nuevo. El gato los había separado, porque Fred quería que estuviera bajo la cama y Edna no lo soportaba. Ahora era buen momento para recuperar el espacio perdido, pero Fred no podía dormir. Escuchó maullidos vecinos en la distancia y se acordó del gato. Bajó a tomar agua. Allí vio al gato pidiendo por un poco en su plato. Fred se quedó mudo algunos momentos y después pensó que se trataba de otro. ¿Tal vez Edna le tenía esa sorpresa? Subió con el gato en brazos, acariciándolo.

Antes de que Fred pudiera decir algo Edna ya estaba con las cobijas encima, temblando.

—Edna, mira, es verdad, tal vez sólo estaba deshidratado. Me pidió agua.

Y ella lo vio, con los ojos refulgentes y verdes, como siempre, como si el secreto de las siete vidas estuviera hecho para comprenderse entre sueños. Cuando Fred soltó al gato, éste fue a instalarse debajo de la cama, porque la noche podía traer nuevos demonios a los que enfrentarse.

—Abrázame fuerte Fred y no me sueltes —dijo, intentando modificar, por fin, su aberración a aquel guardián entre mundos.

jueves, 1 de abril de 2021

Trece.

 El número trece había tenido su gran protagonismo a partir de las supersticiones. Muchos le temían incluso sin saber ninguna cosa de numerología o de ciencias exactas. Podía ser como un gato negro que había salido del día de brujas, o como una escalera que te obligaba a cruzar por debajo de ella, para que al hacerlo se sintiera más arrogante. Fuera de algunos mitos, no todos consideraban esa maldad pura en forma abstracta que el número absorbía y emanaba. Menos para ti.

Tú naciste un viernes 13. En la escuela eso se convirtió en la principal forma de intimidación. No faltó el burlón que te decía que todo lo convertirías en infortunio o catástrofe. Otros temían que te les acercaras. Aprendiste de ese error y en los años siguientes mentiste sobre tu cumpleaños. Pero después, en la universidad, reconociste esa farsa y adoptaste al trece de nuevo, con mayor orgullo. Ya tenías argumentos para defender tu postura. Incluso comenzaste a usarlo para tus rutinas o cotidianidades. Hacías trece flexiones, comías trece cacahuates o botanas... escribiste cartas y contaste las palabras para forzar que su número fuera trece o algún múltiplo.

Adoptaste a un gato y lo llamaste "trece". Muy pronto se te pasó aquella euforia inicial y después simplemente dejabas que la vida te sorprendiera con señales como la placa que viste después mientras manejabas.

Un día conociste al amor de tu vida, pero siempre pone la vida juegos interesantes a las personas, como si fueran piezas de ajedrez. Aquella chica era muy intolerante a ese número. Desde el principio aclaraste cómo debían ser las cosas, no mentiste. Si ella lo aceptaba, no había engaño. El amor disfrazó todo. El romance floreció en los primeros tres meses y después comenzó aquel cuento de que "deberías alejarte un poco del trece". ¿Del gato? De todo en general, de la forma en la que comes papas, de esos dibujos que hacías cuando estabas aburrido. Ella quiso cambiarle el nombre al gato.

—Que se llama Doce, o Catorce. Pero Trece no, por favor.

—Vamos, qué te hace el pobre gato. Me ha traído suerte, ¿sabes?

Y así comenzó una de muchas discusiones terribles. En una charla difícil ella estalló y te confesó que por culpa de ese número su madre se había accidentado. Que en alguna calle con ese número había ido a recoger unos productos que compró por internet y que como era noche no había visto el desfasamiento de las placas de concreto en la banqueta. Había tropezado. Los productos se desperdigaron. Sus rodillas se fracturaron. Ahora usaba silla de ruedas y a veces podía caminar algunos minutos con bastón.

Al escuchar aquella historia cediste un poco. La querías y se lo demostraste poniéndole "Seis y siete" al gato. Luego vinieron otros cambios. Muy dentro de ti sentiste que te faltaba algo. Era como negar de nuevo tu fecha de nacimiento.

Salieron a pasear juntos. Evitabas al trece por ella, apareciese donde fuere. Decidiste ingresar a una tienda de libros, mientras que ella compraba dos helados en la tienda de enfrente, cruzando la calle. La viste salir de la heladería desde el interior, a través del cristal. Los coches se detenían en el semáforo y ella continuó. Algún inepto imbécil al volante no se detuvo y no pudiste advertirle. Un poco antes del impacto un hombre la empujó fuera del camino y apenas le dio tiempo a él para tumbarse a salvo. Sólo fueron raspones.

Después de la conmoción ambos notaron que a tu novia la había salvado el trece. Estaba impreso en grande, en la playera del hombre que la había empujado.

Aquel número se redimió. Y lograste, como niño pequeño con helado, conciliar al amor de tu vida con el número de tu vida.