Aquel que lee mal una carta bien escrita es el mismo que pisa las notas equivocadas en un piano al seguir una partitura. ¿Por qué corre con la voz, por ejemplo, el lector, cuando no hay ninguna anotación al principio del cuento que diga crescendo? No tomarse la pausa necesaria en los signos de puntuación es, desde un protocolo de educación literaria, una falta de respeto para el que se ha tomado el tiempo de escribir el texto. O viceversa, rasguñar apenas la norma para la redacción y cometer fallos múltiples es como entregar un pastel mal horneado al que lo va a leer. Si el lector es avezado, podrá ir subsanando, en el aire y espontáneamente, los fallos que encuentra, como si esquivara baches de carretera al conducir. Vaya usted a pensar qué clase de dúo desbaratado haría un mal texto con un mal recitador: una diatriba a la prosodia.
"Es que hacen falta las acotaciones", expondrá algún lector queriéndose pasar de listo. Querrá que le pongan, antes de cada frase: leer despacio, hacer pausa. "¡Pero si los signos son las acotaciones!", le argumentará el que sabe las reglas. Entonces valdría la pena preguntar, en algún seminario, poniendo el pretexto de que se requieren valores estadísticos: ¿saben todos leer los signos de puntuación? Porque el texto casi cualquiera lo lee.
Y cuando no existían los signos, la scriptio continua de los griegos implicaba una mayor responsabilidad en el orador. Hoy en día se tienen que hacer reparaciones al instante mientras se lee un texto en voz alta. Vea usted, que la música de la voz, aunque en algunos sea casi imperceptible, debe tener armonía, tanto si lee como si canta. Si por ejemplo, el punto y coma, que nació a partir de las notas de los cantos gregorianos, es capaz de decirnos algo, vale la pena no ignorarlo.
Hasta ahora no ha llegado alguna intrépida propuesta de signos que sustituyan a los actuales. Entonces, lo menos que puede hacer alguien es escribirlos y leerlos bien.
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