—¿De qué trata este? —preguntaba la visita, esperando que Horacio le dibujara, con culta improvisación, una sinopsis relevante.
Con decir "aún no lo he leído" hubiera bastado, pero Horacio no quería caer ante aquella ignorancia, aunque fuera justa. Entonces extraía de su mente alguna frase circular que enredara primero al visitante.
—Este libro lo que tiene —fingía— es una trama cargada de tensión. El lenguaje es poco usual y los diálogos resultan interesantes.
Lo tomaba entonces con rapidez y lo hojeaba para encontrar alguna hoja al azar, mientras seguía pronunciando frases sin decir realmente nada. A veces hasta cometía el atrevimiento de leer alguna línea para preguntarle al visitante qué le parecía. Aquello funcionaba, al menos con algunas personas.
Cierto día invitó a comer a una mujer que le parecía buen prospecto para convertirla en amante. Ella no era lectora voraz, él lo sabía en anteriores citas, la había interrogado con perspicacia. Se dedicaba a estudiar en alguna academia de alta cocina para convertirse en chef de algún prestigioso restaurante. La jugada se repitió allí, frente a los libros.
—¿Y este de qué trata? —preguntó, curiosa como gato, y formuló otra pregunta que resultaba una piedra para Horacio— Alguien como tú debe de haberlos leído todos, ¿verdad?
Pudo más el ego: Horacio asintió. Ella había extraído un libro llamado "El holocausto de Schumman", en el que se contaba la historia de un pianista que destruía su instrumento por el amor de una mujer que lo había traicionado. Así tan simple era la trama, pero Horacio no lo había leído. Y no dijo la verdad. Extrajo el libro, le quitó algunas motas de polvo y le sonrió a la mujer.
—¿Quieres que te arruine el contenido? Este libro, particularmente me tiene muy identificado. El personaje principal tiene diálogos que te dejan pensando todo el día. Mira, como este —y en alguna página al azar lo leía en voz alta—: "Es mi abnegación por corregir esta partitura, Silvia. Perdóname, me carcome la ansiedad porque siento que mis composiciones van decayendo con el paso de los días".
La mujer no quedó satisfecha. Tomó el libro entre sus manos, lo hojeó y leyó algunas líneas. Luego lanzó otro jaque.
—Entiendo, ¿pero de qué trata?
—¿De verdad quieres que te diga, aunque ya cuando lo leas no te sorprenda mucho? —intentó defenderse Horacio.
—Sí, no lo leeré. Tú cuéntamelo en un minuto.
Horacio se dio cuenta de que no había leído ni siquiera la contraportada. Allí aparecía el monstruo de lomos de librero, burlándose de él. Quería que cualquier cosa lo interrumpiera: el teléfono, el timbre.
—Bueno, pues trata de... —dijo, y fingió haber soltado el libro— ¡Mira! ¡Se resiste! No quiere que te diga su contenido.
—Pues le vamos a ganar al libro, Horacio. Revélalo. Soy toda oídos.
Ante aquel túnel sin salida, Horacio comenzó, como un profanador de letras, a inventarse el contenido sólo con la referencia del diálogo que había leído.
SIGUE
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