Aquel felino ojiverde le producía a la abuela una aberración no justificada. Ella no comprendía los misterios de los gatos, ni los maullidos matutinos para exigir comida. Sentía que eran criaturas capaces de contactar con el demonio o con alguna criatura del otro mundo, de esas que cruzan algún portal cuando se duerme.
El gato era el mejor acompañante de Fred. Lo había recogido del bosque, de donde estaba perdido, según decía. Ahora tenía el pelo más brillante, en vez de las marañas que traía cuando recién llegó. Entre los ojos se le dibujaba una marca evidente que parecía el número de la bestia, o eso le parecía a la abuela. Constantemente le decía que ningún gato hacía bien, que traían muchas enfermedades y más cuando eran adoptados. Quién sabe con qué clase de gente habría estado.
La abuela calentaba el té por las noches y mientras lo hacía sentía la mirada del gato en su cabeza, como si la escrudiñara. La primera vez que había ocurrido aquello ambos quedaron mirándose, pero era un mal juego: sintió que los penetrantes ojos verdes entraban y le tocaban el alma. En un maullido inocente pero sorpresivo la abuela dejó caer la porcelana y aquel animal huyó. Ahora estaba justificado el miedo. A petición de ella Fred había puesto una pequeña barricada con cajas para que el gato no entrara a la cocina. No obstante halló el modo.
En plena madrugada de luna llena los maullidos de los gatos callejeros produjeron un escalofrío en la abuela. Se levantó con una lámpara en la mano para entrar en la habitación de Fred. Lo despertó y le dijo que finalmente su gato había ido a esas reuniones místicas donde todos tenían tratos con el demonio. "Óyelo Fred, no estoy loca", le dijo. Y en algún momento el gato salía debajo de la cama y se tallaba contra las temblorosas pantorrillas de ella. Más que alegrarse por saber que el gato no estaba participando de los supuesto aquelarres, la abuela se indignó. Le ordenó a Fred no dormir con el animal, porque en los sueños más profundos podía robarle el aliento del alma para entregárselo a algún ente desconocido.
Fred alegó y argumentó. El gato dormía abajo, de todas formas. Si él subía seguramente sentiría las patas sobre el cuerpo y volvería a bajarlo. De todas las noches que llevaba allí en ninguna había intentado ninguna tontería o traición. A la abuela tenía que quedarle claro. Mas no lo decía realmente por él, sino por ella y su aberración. Temía despertarse ya muy tarde, con el gato encima mirándola, ella totalmente paralizada sintiendo cómo se le iba el aliento de vida.
La abuela lanzó el ultimátum: el gato debía quedarse a dormir afuera o en alguna caja en el sótano. Con tal de tenerla tranquila Fred adaptó lo necesario para cumplir aquello; no funcionó. El gato maulló durante toda la noche. La abuela estaba cada vez más cansada. Tenía el sueño ligero y el gato le producía un insomnio surreal. Ella misma se asustó por sugestión: veía los dos ojos refulgentes en la oscuridad, cuando en realidad eran los botones metálicos de algún abrigo.
En una noche de luna nueva, donde entraba menos luz a la recámara, la abuela estuvo despierta hasta donde pudo. Soñó que el gato le hablaba, que le decía que no le huyera, que en realidad no le pedía mucho. Ella lo correteaba con una escoba en mano y el gato se desvanecía en la oscuridad. Los ojos aparecían de la nada para hablarle. Cuando despertó tenía escalofríos. Estaba entumida y tenía al gato encima, mirándola. No podía moverse, sólo podía controlar la mirada y la respiración. Quiso gritar pero la voz no nacía de la garganta contraída. Pensó en Fred, en que vendría para arrancarle al gato de aquella posición y salvarla. Oía voces ininteligibles en la oscuridad. Al mover los ojos hacia el clóset observó a "ese", al demonio que tanto temía. Escuchó en su mente la voz escabrosa que exigía el alma de la abuela al gato.
La abuela comenzó a temblar. Fred no venía. El demonio del clóset alargó lentamente una mano negra y deforme hacia el corazón. Justo antes de tocarla el gato mordió al espectro, se le abalanzó encima y chilló como si estuviera en riña con otro gato. En aquel momento la abuela regresó al mundo de los vivos. Sintió su conciencia a plenitud, movió todos los miembros de su cuerpo para comprobar que le respondían. Allí estaba el closet, pero ella no volteó, en un impulso estiró la mano para encender la lámpara del tocador y poder ver la habitación con claridad. No encontró nada, excepto uno de sus abrigos rasgado de la manga.
Dieron las diez de la mañana. La abuela buscó a Fred para mostrarle el abrigo. Lo encontró en el patio con el gato muerto en brazos. No dijo nada. Consoladora le puso la mano en el hombro a su esposo.
—¿No lo habrás envenenado, verdad Edna? —murmuró él.
—Dios me libre, Fred. No lo quería, pero no soy tan cruel.
Estuvo a punto de contarle lo sucedido con el demonio, pero se ahorró las palabras y ayudó a Fred a meter al gato en una caja para enterrarlo en alguna parte al día siguiente. Él quería velarlo por lo menos una noche. En el sótano, por petición de Edna.
Esa noche durmieron juntos de nuevo. El gato los había separado, porque Fred quería que estuviera bajo la cama y Edna no lo soportaba. Ahora era buen momento para recuperar el espacio perdido, pero Fred no podía dormir. Escuchó maullidos vecinos en la distancia y se acordó del gato. Bajó a tomar agua. Allí vio al gato pidiendo por un poco en su plato. Fred se quedó mudo algunos momentos y después pensó que se trataba de otro. ¿Tal vez Edna le tenía esa sorpresa? Subió con el gato en brazos, acariciándolo.
Antes de que Fred pudiera decir algo Edna ya estaba con las cobijas encima, temblando.
—Edna, mira, es verdad, tal vez sólo estaba deshidratado. Me pidió agua.
Y ella lo vio, con los ojos refulgentes y verdes, como siempre, como si el secreto de las siete vidas estuviera hecho para comprenderse entre sueños. Cuando Fred soltó al gato, éste fue a instalarse debajo de la cama, porque la noche podía traer nuevos demonios a los que enfrentarse.
—Abrázame fuerte Fred y no me sueltes —dijo, intentando modificar, por fin, su aberración a aquel guardián entre mundos.
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